martes, 17 de junio de 2008

FERNANDO VALLEJO, EL GRAMÁTICO

A Miguel Ángel

“Vengo a expresar mi desazón suprema
Y a perpetuarme en la virtud del canto.
(…)
¡Sé digna de este horror y de esta nada,
Y activa y valerosa, oh alma mía!
(…)
La vida es mi enemigo violento,
y el amor mi enemigo sanguinario.”

PORFIRIO BARBA-JACOB. Acuarimántima


“He vivido a la desesperada”

Murió hace diez años, según cuenta él mismo. Estudió música en su niñez y juventud. Mozart fue su autor predilecto, el piano y el violín, sus instrumentos; dicen quienes lo escucharon que tocaba muy bien. Pero dejó la música clásica pues queriendo ser compositor no se limitó a repetir lo que otros componían. Quería ser original, pero no tenía oído musical: “no tenía música en el alma”. Así que se dedicó al cine. Viajó a Italia a estudiar su nueva pasión. Dirigió tres largometrajes salidos de la nada con poco o ningún reconocimiento, pero al final decidió que el cine es un “arte menor” comparado con la literatura, y también lo dejó. Estudió como profesión filosofía pero alejándose de la teología, que con los años despreciará al máximo, decidió graduarse de biólogo, y fue científico. De la filosofía le quedaron las enseñanzas de Martin Heidegger y Heráclito, de la ciencia su inclinación a la verdad. Su destino era otro, y se inclinó por la literatura, “uno saca la literatura de uno mismo”: ni músico, ni director de cine, ni biólogo. Literato y más que todo un gramático defensor del idioma. Un alma libre, anárquica y con “desazón suprema”. Lo dice la Canción de la soledad de Porfirio Barba-Jacob: “¡Alma mía, qué cosa tan vana!”.

“Yo pienso que el gran idioma literario es la lengua escrita con sus procedimientos y vocabulario enormes, pero vivificada por el habla. Y uno puede vivificar este idioma español, común a todos los hispanohablantes, con el idioma regional. Yo creo que ese es el eje de la gran literatura. Ese fue el cálculo que yo me hice”.

Fue su propio maestro: tuvo que aprender a escribir por sí mismo. “Nadie enseña lo que no sabe”. Consumado lector en su juventud, leyó cuanto pudo: novelas más que todo. Pero descubrió una de tantas verdades: “todos los libros en lengua española están muy mal escritos. La mayoría de los escritores de este idioma no saben escribir”. Una cosa es leer y muy otra escribir, es cierto: "hoy nadie sabe qué es eso de leer"; la lección no puede ser otra: “para dominar un libro hay que acostarse con él”. Por eso cuando se decidió por el camino de las letras una verdad lo sobrecogió: no sabía cómo escribir. Investigó, pensó y escribió, y el resultado fue un libro único de cuatrocientas páginas: Logoi. Una gramática del lenguaje literario. Ni los premios nobeles de literatura escriben algo así pues ellos no revelan cómo aprendieron a escribir. Un repaso gramatical desde Homero hasta Proust y muchos otros: Voltaire, Valéry, Stendhal, Maupassant, Borges, D´Annunzio, Conrad, Brancati, Reyes, Bécquer. Muchos; demasiados para aquel novel literato que no sabía escribir y donde, como él lo dice, ni en la facultad de filosofía le enseñaron ese arte.

“El gran principio de la literatura tiene que ser el de la verdad y hay que decir las cosas con toda la fuerza: lo que es verdad es verdad y no hay para qué mentir ni hacer líos de personajes, ciudades, acciones como hace la novela de tercera persona”.

Logoi fue hecho para aprender a escribir la biografía de un poeta, un poeta maldito, muy colombiano él. Diez años de investigaciones por varios países de América Latina, encerrado en las bibliotecas, hemerotecas, periódicos y visitando ciudades del Caribe, del trópico, de la costa; gente y más gente de aquí y de allá pasó por su registro; incluso algunos fueron entrevistados pocas semanas antes de morir y cuando la desmemoria ya era mucha. Todo, sin querer, lo llevó a ser el hombre que más conocía la vida y la obra del poeta Porfirio Barba-Jacob, muerto cuatro décadas atrás en un cuchitril de mala vida en Ciudad de México. Barba-Jacob, el mensajero, fue el resultado final de la investigación: cuatrocientas páginas de datos, anécdotas, sufrimientos, pobrezas, reconocimientos y mucha vitalidad expresada en poemas y párrafos extensos. No puede el lector apasionado dejar de sentirse identificado con las aventuras del último poeta maldito y más que todo con el amor del biógrafo hacia el biografiado. La biografía novelada creada a partir de la vida de este poeta, hoy olvidado, parece pues prolongación de su Canción delirante:

“Nosotros somos los delirantes,
los delirantes de la pasión:
ved nuestras vagas huellas errantes,
y en nuestras manos febricitantes
rojas piltrafas de corazón”.

Sin embargo, nuestro autor, Fernando Vallejo, no se sintió identificado con lo que hizo y lo redacto de nuevo. Una década después bajo el título de El mensajero Vallejo volvía a sus andanzas con Barba-Jacob, marihuano y homosexual, expulsado de varios países y admirado en otros tantos. Uno y otro son dos libros distintos. Éste último es más corto que aquél, pero es más novelado: el autor va “camino de la muerte”, según dice. Hay más de Vallejo que del poeta en un discurso en primera persona exquisitamente apasionado y entrelazado con el personaje. Una novela biográfica o biografía novelada. Tanto el primero como el segundo de los libros sobre el poeta de Aretal, el hombre que parecía un caballo, fueron hechos con dos géneros literarios distintos, pero que para el biógrafo que escribe sobre el poeta en cuestión, son, en ese momento, uno solo: la biografía debe identificarse con el personaje.

“Mis libros son libros en los que el amor desempeña una función muy importante: amor por los animales, por mi familia y por mis amigos. Aunque, también, demasiado amor empalaga, por eso la importancia de la violencia”.

Vallejo no sólo escribió dos biografías sobre el bardo antioqueño, cuyo nombre de pila era Miguel Ángel Osorio. También contribuyó a sacar de las marchitas páginas de periódicos antiguos y de papeles personales olvidados y refundidos, perdidos por doquier, una prolija literatura sobre el maldito Barba-Jacob: un libro con su poesía completa y otro con las 90 cartas que se conservan del tiempo miserable que todo lo borra. A fuer de investigar dos libros: Poesía completa y Cartas de Barba-Jacob.

A ese primer ejercicio de mezcolanza y de insubordinación de géneros literarios, Vallejo le dedicará otro ejemplar tiempo después, Chapolas negras. Más que la vida, lo que se registra en esta obra es la muerte del poeta modernista José Asunción Silva, quien se disparó un tiro en el corazón cuando contaba los 30 años; suicidio por las deudas impagables contraídas aquí y allá: “Dios no existe. Existe el crédito. Dios es el crédito”. En esta también biografía novelada, sobre un poeta maldito excomulgado llamado Asunción, el apasionamiento se gana a favor del biógrafo en aras de hacerla más vivencial para el lector, puesto que del poeta, más de un siglo de desaparecido, no se tiene mayor información: ni obras sin publicar, ni poemas sin encontrar, ni aventuras fabulosas, ni hombres o mujeres que hablan de su vida trashumante, salvo casos únicos, como fue el caso de Barba-Jacob. Así que el soporte y las fuentes del biógrafo, en su mayoría, fueron otras publicaciones, algunos relatos personales y el libro de contabilidad del poeta, autor de Nocturno:

“Una noche,
Una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de alas
Una noche
En que ardían en la sombra nupcial y húmeda las luciérnagas fantásticas,
A mi lado, lentamente, contra mí ceñida toda,
Muda y pálida
Como si un presentimiento de amarguras infinitas,
Hasta el más secreto fondo de tus fibras te agitara…”

Pero como siempre: a Vallejo no le gustó lo que escribió y abandonó el género por él recreado, la biografía novelada. Atrás quedó su innovación en el campo de la gramática rebelde sobre poetas malditos, homosexual uno y suicida el otro; marihuano aquél y éste último dizque con relaciones incestuosas. Según dijo, no quedó conforme con los libros sobre Barba-Jacob y menos con el de Silva, los dos poetas más grandes de Colombia, país de gramáticos y de presidentes que también eran gramáticos. Hoy la biografía novelada o la novela biográfica es sólo un recuerdo para Vallejo. Acaso, este género en prosa, sea lo mejor de su obra, para los lectores que aprecian a aquel que enseña a escribir lo que no cualquiera enseña, al tiempo que investiga y hurga en la historia, modificando la lógica del discurso y la lógica del tiempo.

“Escribo para olvidar”
Luego de su paso experimental por las biografías, en tres volúmenes y con dos poetas muertos trágicamente y vidas ídem, nuestro autor sólo contará lo que ve, lo que escucha, lo que siente. Más realista, más verídico, más cotidiano. No el verso, sino la prosa. No la biografía, sino la novela. No la vida de los otros, sino la de él. No otro tiempo, sino el presente. Enseña a escribir olvidando lo vivido: no sólo comunica al lector su gramática, sino que quiere olvidar enseñando el arte de escribir: ¡ qué maravilla! Se muestra así mismo. “La palabra no es artificiosa, la palabra está íntimamente ligada a lo que es el ser humano”. Y por eso la palabra es lo propio del hombre:

“Yo no sería capaz de ponerme en un libro. Porque soy demasiado caótico, y enredado, y contradictorio, y no me puedo apresar en palabras. Yo no tengo más que dos causas en mi vida: la defensa de los animales y el amor por la lengua española. Siempre he buscado escribir en un español correcto, sin los descuidos de casi toda la gente que escribe en español”.
Las cinco novelas contenidas en El rio del tiempo son autobiografías parciales del autor que cuenta la historia de su vida y la vida de su historia en un personaje. En cada una de ellas hay un narrador que se mira a sí mismo desde su niñez, adolescencia, juventud, adultez . Es un narrador en primera persona nostálgico, sensible, solitario y muy vivencial: con sus hermanos, con su abuela, con sus muchachos, con sus recuerdos, con sus animales. El narrador se llama Fernando pero no es Fernando Vallejo. El rio del tiempo son cinco novelas autobiográficas: hay ficción y realidad, así como hombres y mujeres que hablan de sí mismos (más hombres que mujeres, es claro). “Yo no sé cuánto hay de verdad o de mentira en mis libros”. Sin embargo, la literatura debe basarse en lo real, sabiendo antes que “el desafío de la literatura es mentir sin que nos demos cuenta”.
“El narrador que hice en los libros míos es un loco para muchos. Decidí hacerlo excesivo, exagerado, contradictorio. Hice de él una subjetividad rabiosa, contraria a la objetividad del resto. Habla con exabruptos y en un lenguaje que parece local. Tiene un toque de locura. A pesar de su disidencia, mi narrador es sincero. Yo nunca he pretendido ser ni políticamente correcto ni objetivo. Siempre he visto, dicho o escrito la realidad desde mi perspectiva. Aunque no suelo sostener mis ideas con mi personaje a veces sí lo hago”.

Fernando cuenta su niñez en Medellín, sus primeras inclinaciones sexuales, su apego al padre, sus vacaciones en la finca de la abuela, sus viajes a Italia y a México, sus opiniones sobre la vida, los papas y los presidentes. Fernando es un hombre que se está muriendo, y lo que le pide a la vida es que se acabe, que no vuelva. Fernando es un recuerdo, un hombre que escribe sobre sí mismo y sólo lo que él ha sentido. Y a partir del sufrimiento y el olvido experimentado cuando sabe que la vida no tiene sentido: “El sentido del hombre en la vida es ninguno”. Es también un personaje más como personajes han sido y son sus familiares, sus amigos y sus amores. La vida de Fernando es terrible puesto que la vida en sí misma lo es. “He escrito libros que muestran que la vida es terrible en la mejor de las circunstancias, con dinero, con salud, con educación”.

Vallejo novela la vida de Fernando siendo que éste, el gramático en primera persona que estará en sus últimos trabajos, es un personaje de novela, de novela autobiográfica creado por aquél. Vallejo se confunde con Fernando, y se funde en el discurso y en la vivencia por aquél recreada. Confundir el autor con el que relata la historia es el mayor hito de Vallejo como escritor de sí mismo. Y es al tiempo el mayor escándalo para el lector conservador, no acostumbrado a escuchar una voz propia. Leer a Vallejo es un reto, no requiere lectores pasivos.

“Durante los últimos doscientos años, la novela (entendiendo por novela la ficción en tercera persona) ha sido el gran género de la literatura. Ya no puede serlo más, ése es un camino recorrido, trillado, y no lleva a ninguna parte. ¿Qué originalidad hay en tomar, por ejemplo, una persona de la vida (o varias armando un híbrido) y cambiarle el nombre dizque para crear un personaje? Yo resolví hablar en nombre propio porque no me puedo meter en las mentes ajenas, al no haberse inventado todavía el lector de pensamientos; ni ando con una grabadora por los cafés y las calles y los cuartos grabando lo que dice el prójimo y metiéndome en las camas y en las conciencias ajenas para contarlo de chismoso en un libro. Balzac y Flaubert eran comadres. Todo lo que escribieron me suena a chisme. A chisme en prosa cocinera”.

El río del tiempo es una gran novela autobiográfica que en cinco ediciones vindica la vida de la infancia y la juventud al filo de la muerte. No es pues una apología a la vida, sino una alegoría sobre lo que se vivió cuando la muerte toca a la puerta. Es un discurso gramatical sobre la vida pasada: la gramática es un arte del tiempo pasado. Aquí el género literario de la novela se funde y se potencia con la autobiografía. Vallejo crea esta mezcla literaria con base en lo que ha sido la novela en tercera persona durante el siglo XIX y XX, género literario que él cuestiona a cual más. La innovación de Vallejo está en la primera persona: sólo se puede narrar lo que se ha visto, lo que se ha oído, lo que se ha vivido. Sólo se puede contar lo real y lo que ha pasado. Y el relato debe en lo posible ceñirse a lo que pasa o pasó. Realismo literario, lo llamamos.

“Yo he vivido siempre enfermo de nostalgia, pero una nostalgia incurable, porque la Colombia que yo dejé no es la de ahora. La Colombia que yo añoro es la de mi niñez y de mi juventud. Esa ya no existe, y la gran mayoría de los que me acompañaron en la vida ya se han muerto. Esa desapareció”.

La gran función de estas novelas autobiográficas no sólo está en la forma discursiva del realismo literario, sino en el cometido que tiene quien cuenta la historia de su vida: olvidar lo vivido. Sólo se puede olvidar lo que se ha vivido si lo contamos tal cual ha pasado: con todas las sensaciones, con todos los pensamientos, con todas las palabras, con todas las imprecaciones. Aquí no importa la forma tradicional de la gramática y menos los moralismos; en realidad importa el fondo: olvidar lo pasado contándolo en un presente violento. Lo que se quiere es escandalizar el presente con la verdad del protagonista, exorcizando el pasado con la mentira. En tanto que el pasado es una carga, un recuerdo que ata, una vivencia que determina y condiciona el presente, es necesario olvidarlo, dejarlo atrás. Decir la verdad. Olvidar los días azules, la infancia y los regalos de la vida; esa es la tarea del escritor que habla en primera persona. Vallejo es un gran lector que describe su alma: seductor, jocoso, grosero, exquisito. Vallejo es un músico del lenguaje escrito y un conocedor de la melodía de las palabras. O como él lo enseña: “La literatura ante todo es ritmo”. Y ese ritmo acompaña las vivencias de la infancia y los recuerdos no olvidados, en estas novelas autobiográficas como en las que le siguen. Eso recuerda al poeta José Asunción Silva:

“Infancia, valle ameno,
De calma y de frescura bendecida
Donde es suave el rayo
Del sol que abrasa el resto de la vida…”

“La vida es una desgracia”

El escándalo literario que causa su prosa es para molestar llamando la atención, para concientizar la miseria del presente, para enfadarse y burlarse con lo que se cree eterno, para dejar de ser ignorante y a cambio ser irónico, jocoso y crítico de todo y contra todo.

“Lo que yo he ido sosteniendo en los libros míos ha sido, más a mi pesar, que el viejo piensa así, así y así, para burlarme de todo. Son libros terroristas porque, a fin de cuentas, como no tengo a nada que aferrarme tengo el derecho a burlarme de todo y no hay nada de lo que no me pueda burlar. Bueno, excepto de los animales porque esto no me provoca burla sino compasión”.

La literatura que viene inmediatamente después de El rio del tiempo es la más escandalosa: el autor ha llegado a oír su propia voz, es inconfundible, los improperios se suceden unos a otros, los hijueputazos cambian el ritmo de la prosa: la vuelven más violenta, más verídica. La virgen de los sicarios, El desbarrancadero, Mi hermano el alcalde y La rambla paralela hacen la ruptura definitiva de Vallejo con el arte de la gramática tradicional. No son tales obras continuidad de las cinco novelas de El rio del tiempo, aunque tengan elementos comunes. La política del discurso sigue siendo la que ya se conocía, el narrador sigue hablando en primera persona, Medellín sigue estando en la vivencia, la infancia sigue sin ser olvidada del todo y la violencia aparece con mayor realismo. Hay pues mucho de su vida en los libros, así como fantasía y crítica implacable a las doctrinas religiosas, políticas y psicoanalíticas:

“El "yo" que hice en los libros míos es un loco. Resolví hacerlo excesivo, exagerado. Habla con exabruptos, es contradictorio. Decidí darle un toque de locura y de una subjetividad rabiosa, contraria a la objetividad que pretende todo el mundo. Todo el mundo pretende ser bien objetivo. Y últimamente, políticamente correcto. Yo nunca he pretendido ser ni políticamente correcto ni objetivo. Siempre he dicho la realidad desde los ojos míos. Digamos... la individualidad rabiosa. No sostengo mis ideas con mi personaje. Aunque a veces sí: si la gran verdad es que el autor no puede sostener sus ideas en la ficción, entonces por molestar...”

Ahora el acento criminal de la violencia adquiere connotaciones catastróficas y rabiosas en una forma de diatriba: todos estamos implicados. La vida no vale nada. El ser humano ha llegado al desprecio máximo: el sufrimiento y la crueldad no se detienen. El odio es parte de lo colectivo. La pasión está en matar. La mentira es cosa de todos los días: se odia, se mata, se engaña. Colombia es asesina. Colombia es la muerte. Y se cuenta por millones: sicarios y asesinos, guerreros y más guerreros. Y muertos, desde los años cuarenta, cincuenta, hasta el presente: del machete a la pistola. Adiós realismo mágico, bienvenido realismo político. Todos somos culpables, por haber nacido acá, por aceptar el sufrimiento y el odio; y no sólo por eso: porque nos seguimos reproduciendo. Dar vida es un crimen, dice Vallejo. La sexualidad no está para la reproducción sino para el disfrute y la homosexualidad es también una normalidad humana. La familia no es ya una institución válida. El psicoanálisis quedó atrás: ¡en la mierda!

“Yo a Colombia la quiero mucho y mientras más me acerco a la muerte más la quiero. Y su derrumbe, y su desplome, y su desintegración se suman a los míos”.

En La rambla paralela el narrador finalmente muere: sus recuerdos dejan de existir. La nostalgia confirma que la vida no vale la pena y que su pasado ha sido borrado para siempre. A propósito de los incontables muertos en sus novelas, Vallejo afirma: “Todos los muertos que allí aparecen los maté yo en mi corazón”. Fueron para olvidar, para dejar atrás la nostalgia de la infancia y la juventud. No es esta la mejor obra de Vallejo, pero es la que cierra el ciclo del realismo literario; cierra con ello el discurso del narrador en primera persona y de una vida que se entrega a la muerte, en una novela autobiográfica que muere con el recuerdo de la abuela. Hay en esta obra una diferencia frente a todas las anteriores: el coqueteo entre la primera y la tercera persona que se explaya en largos diálogos circunscritos a la identidad del personaje principal en Barcelona.

Vallejo a través de Fernando también cuenta la vida de sus hermanos. Hay pues una prolongación de su amor familiar casi maternal hacia estos seres. Un reconocimiento a ellos, antes de morir y cuando mueren. La muerte, que ha rondado al autor, es la constante en estas obras, sus dos hermanos son ejemplo de ello: uno se suicida y el otro muere de sida. La muerte es un tema reiterativo en la literatura del prosista colombiano. Es el caso de Mi hermano el alcalde y El desbarrancadero. En Mi hermano el alcalde el discurso es político en su gran mayoría. Es la imposibilidad de cambiar las cosas y de vivir de modo distinto en un pueblo llamado Támesis, Antioquia. La tozudez se impone a descredito de todo lo existente en un país que ya no es políticamente correcto y donde la muerte es cosa recurrente. Esta obra es una novela autobiográfica en forma de sátira, jocosa y mordaz, pero no tiene la contundencia de otras y menos la violencia verbal que le conocemos al autor. Lo que prima en su forma discursiva es la primera persona del narrador y extensos diálogos, circunloquios o diatribas.

“Yo estuve muchas veces al borde de matarme; no soportaba tantas locuras, tantas cosas”.

Capitulo aparte merecen dos obras significativas del mismo autor: La virgen de los sicarios y El desbarrancadero. En ambas hay una continuidad argumental, expositiva y gramatical muy bien logradas: con drama y aventuras trágicas casi épicas. Son pequeñas obras maestras en el lenguaje literario de la novela autobiográfica. Por eso podemos decir que El desbarrancadero es la continuidad de La virgen de los sicarios. Aunque en aquélla se aluda a la muerte del padre y del hermano, acompañada de madrazos a la madre y al país, es cierto que ésta última también lidia con el tema de la guerra, de la muerte y la historia del odio en Medellín y Colombia. En una no se quiere la muerte de los familiares, en la otra la muerte es necesaria: hay que atajar el odio. En ambas está el mismo narrador, Fernando; en ambas está un lenguaje de imprecación y denuncia; en ambas está el realismo literario que se acompaña del realismo político; en ambas está Vallejo y se nota su maestría discursiva en los exabruptos.

Cuenta el autor que es una tragedia la vida en Colombia. Un drama de no acabar. La muerte es la verdadera cara de la vida, en este país, como también en otras partes. La desolación y la soledad extrema, sazonada con dosis de amor explícito e implícito hacen las delicias de una lectura sin moralismos y sin prejuicios. Vallejo es un autor para librepensadores y el reto de éstos es leerse ellos mismos en Vallejo. En estas dos últimas obras que glosamos ese reto literario es evidente; es lo que no se entiende por parte de muchos lectores. El país como los protagonistas se van al barranco y con ellos también lo que somos y lo que queremos ser, incluso el idioma, escrito y hablado, refleja el desbarrancadero. Nuestro autor se mira a sí mismo y mira al país desde esta óptica, país en el que le tocó en suerte nacer, crecer y morir. La autobiografía de Vallejo y su derrumbe mortal es la misma de la madre que lo parió, Colombia. Sus obras no dejan posibilidad al silencio, sino a las pasiones, a la rabia, a la maledicencia, a la desazón: “me divierte hacer rabiar a la gente”.

“La sinceridad puede ser demoledora”

“Todo, todo se puede medir. ¿Por qué no habremos de medir entonces la impostura, la maliciosa capacidad de mentir del ser humano que es su esencia?”.

La frase sacada de Manualito de impustorología física nos revela el espíritu de crítica que anida en Vallejo. Debate científico en el que se ha embarcado de tiempo atrás; investigaciones hechas para sí mismo y para matar el tiempo escribiendo. Sus distintos ensayos científicos dan cuentas de esa impusturología y no sólo sus novelas autobiográficas. Vallejo es un autor polifacético y polémico, se ha dicho. Es un autor que debate con filósofos y teóricos, con la física, con la biología, con la teología, con la historia, con la gramática, con el marxismo, con el psicoanálisis. Cuestiona gramaticalmente la novela y va más allá, al campo de las ciencias sociales y naturales. Recordemos que es biólogo de profesión y antiteólogo por convicción. Es decir, un científico literato. De ahí que todo su discurso literario gira sobre la verdad y la mentira, sobre la vida y la muerte. Sobre el dolor y el sufrimiento:

“No puede ser feliz quien no es egoísta. Si estás rodeado de un mundo de dolor y no lo quieres ver, puedes ser feliz. Si lo vez, no puedes serlo”.

La mentira es una posición permanente. Mienten no sólo los presidentes y los papas, también los científicos y los novelistas. La mentira es una rutina discursiva de todos los hombres. Y ante ella y contra ella el literato dirige sus baterías. Su política discursiva es a favor de la verdad, del debate, de la polémica y del realismo; siempre decir su verdad, lo que piensa: “La palabra es el ser humano”. Sólo ser uno mismo en lo escrito y en lo hablado: “uno es como habla”. Vallejo investiga y escribe, y sus ensayos de biología y física están para demostrarlo. Manualito de impustorología se acompaña de La tautología darwinista y otros ensayos de biología, en los que la ciencia sale al ruedo. Darwin, Newton, Einstein, mienten y han mentido, según el autor. Y no sólo ellos, también la iglesia, los papas y la teología cristiana. La puta de babilonia es su último ensayo, el más polémico de todos, en lo histórico y en lo gramatical. Es un texto antiteológico, porque como él mismo lo reconoce: “yo conozco el monstruo por dentro”:

“La ramera de las rameras, la meretriz de las meretrices, la puta de Babilonia, la impune bimilenaria tiene cuentas pendientes conmigo desde mi infancia y aquí se las voy a cobrar”.

Y el cobro no es otro que un ensayo histórico en tres idiomas: castellano, griego y latín. El autor se apoya para su crítica en textos bíblicos oficiales y no oficiales, ensayos históricos, hechos verídicos y mucha personalidad. Si la primera crítica es la crítica a la religión, Vallejo se ha tomado toda una vida para explicar el derrumbe de la Iglesia Católica y de las religiones monoteístas de occidente. Esa gran mentira que siempre está con los poderosos, cual puta, como lo afirma hasta el cansancio.

Mentira, violencia, odio, niñez, soledad, amor, egoísmo, nostalgia, muerte: son los temas de Vallejo en sus novelas autobiográficas. Un autor realista para nada idealista, materialista y para nada ideologista. Dichos temas se acompañan de tres formas literarias publicadas en su versátil prosa: biografías, novelas y ensayos. En cada uno de ellas hay un narrador creado por el autor, hay un yo personal y hay un debate abierto: ora contra los biógrafos, ora contra los novelistas, ora contra los científicos, psicoanalistas o teólogos. Por eso, entiéndase bien, el acento discursivo de sus escritos es uno sólo: “el personaje mío es, a fin de cuentas, un gramático del idioma”. La constante discursiva de Vallejo es a partir de su personaje la denuncia, la polémica, pues dice lo que piensa, y como hemos dicho la vindicación de la palabra, la misma que registra su verdad: “El gran lenguaje del hombre es la palabra”. Vallejo es un librepensador, un prosista dionisiaco, un Hamlet del discurso. Y en tal práctica es considerado un artista o un loco. Primera canción delirante de Barba-Jacob dice así:

“Goza tu instante, goza tu locura:
todo se ciñe al ritmo del amor
y son sólo fantasmas de la vida
el bien y el mal, la sobra y el fulgor”

Un hombre que se ha hecho a sí mismo, (“mi patria es mi idioma”), que enseña a sus lectores el arte de la escritura y el respeto por el idioma, tanto el hablado como el escrito, ese es el mismo que se dedicó de tiempo completo al arte literario: “La vida mía es un vacío muy grande, que yo la llené escribiendo mucho tiempo”. Vallejo pues es un escritor posmoderno, un revolucionario del tiempo presente donde decir la verdad, su verdad, es escandalizar a los sinvergüenzas. Sus grandes temas hablan por sí solos: homosexualismo, anarquismo, ateísmo. La sociedad burguesa se escandaliza: ¡que se escandalice! Pero también está la defensa radical de los animales y su lucha contra la pobreza y la sobrepoblación: la plebe, la chusma. “¿Cómo voy a ser fascista si estoy insultando a Cristo, al Papa, a la religión cristiana, a la familia y a la procreación?”. Un hombre signado por la maldición, cronista de la devastación como se le ha llamado, lector y escritor diestro en la hábil prédica del desastre. Ha dicho que insulta a Colombia “porque la quiero”, “y porque la quiero, quiero que se acabe: para que no sufra más”. Por eso, sentencia: “soy artista de la supervivencia”. Y como artista cuestiona el idioma: “en la actualidad casi nadie puede distinguir quién escribe bien y quién escribe mal. Hay quienes creen que el idioma literario y el coloquial son lo mismo”.

También Vallejo disuelve con su crítica mordaz y castiza las instituciones burgueses más tradicionales: el matrimonio, la nación, la sexualidad, la moral. "La literatura está para molestar a los hipócritas”, ha dicho. “Yo sólo escribo la estricta verdad”, reitera una y otra vez. ¿Hasta dónde una sociedad llamada democrática acepta a Fernando Vallejo? Y en ese empeño que escandaliza a muchos hombres políticamente correctos, tartufos, los llamaría él, su tarea también ha sido deconstruir los ortodoxos géneros literarios (por ejemplo, enseñando los qués galicados y los dequeísmos), y afirmar el yo en el discurso escrito y hablado. Claro: en la literatura todo se puede, por eso por precaución: “No hay que tomar mis libros tan en serio”.

Un gramático eximio, un hábil conocedor de los géneros literarios y de las letras castellanas es nuestro autor maldito. Un melómano de la música clásica y de los boleros, los tangos y las rancheras. Un escritor anormal en un mundo considerado normal. Un prosista que enseña: “no hay más verdad que la de uno, como principio literario”. Un narrador vivencial y realista (¿qué más realista que un madrazo?); maldito para los poderes oligárquicos establecidos; pervertido, invertido o degenerado para muchos; apátrida, apóstata, hereje, malnacido para otros. Pero, en verdad, prosista como pocos, con sintaxis versátil, fluida y concisa, con precisa puntuación, un gran humorista, con giros gramaticales rítmicos y sonoros, hasta pedagogo del idioma. Un hombre que escribiría contra todo, menos contra una cosa: “Nunca escribiría contra los que quieren a los animales”. Un vegetariano extremo, un ateo insultante, un aristócrata de la palabra amante de Azorín, Mujica, Cuervo y Caro, un anarquista contra la violencia, un hombre heideggeriano e incluso sartriano que predica que “vivir es morir”. Ese es Fernando Vallejo en sus nueve novelas, cuatro ensayos y tres biografías: el mejor escritor de Colombia.

“Lo que mis lectores están oyendo detrás de las palabras impresas es mi voz. Y no están leyendo un libro: me están leyendo el alma.”

No hay comentarios: