martes, 17 de junio de 2008

EL PADRE QUE SEREMOS. SOBRE "EL OLVIDO QUE SEREMOS"

La lectura es transformadora o no es nada. Leer es un arte hecho de trabajo y dedicación constante, paso a paso, lentamente, rumiando cada frase y cada palabra; leyendo por encima, por debajo, pero leyendo: lo que está, lo que no está, lo que puede estar. Quien lee es alguien que vive lo narrado, alguien que sabe el valor de las palabras y que, por eso mismo, siente la aventura de lo desconocido y por conocer: las palabras siempre nos dirán algo. Pero no se puede leer cualquier cosa y menos cualquier autor; falso decir que se lee lo primero que se tenga a la mano: la lectura también exige respeto. Se lee lo que somos, lo que no hemos sido, lo que no seremos o lo que queremos ser; sólo se puede leer a partir de una experiencia, desde el individuo que trabaja leyéndose a sí mismo en lo que otros han leído de sí mismos. Realmente sólo se escribe para escritores.
El lector lloró, sonrió, pensó, deseó y amó leyendo un libro: ¡qué libro tan bello! Su carátula es explícita y, por qué no, confusa: un niño rubio con un violín mirando la cámara. No es ése el personaje del libro, sino el escritor del mismo años atrás, muy admirado él. Lastima: hizo falta la foto del protagonista de la historia y de las páginas contenidas en el libro. Acaso en blanco y negro y acaso sonriendo. Los lectores lo hubiéramos agradecido.
274 páginas en 42 capítulos no dicen mucho, es cierto: un montón por leer, horas y horas de lectura. Pero esas mismas páginas reunidas en igual número de capítulos a propósito de un hombre, médico, que igual que muchos lectores ha llorado, reído, deseado y amado, dice mucho. Muchísimo. Y más cuando ese hombre ha sido también como muchos lectores hijo, padre, abuelo, amigo, profesor, defensor de derechos humanos, es decir, persona, dice bastante. ¡Qué tesoro!
“El niño, yo, amaba al señor, su padre, sobre todas las cosas. Lo amaba más que a Dios. Un día tuve que escoger entre Dios y mi papá, y escogí a mi papá”.
Vamos a la forma: el discurso del libro en cuestión no presenta grandes giros gramaticales. Incluso su forma discursiva es conocida, casi rutinaria: un narrador que cuenta lo vivido y que entre capítulo y capítulo transcribe diálogos, párrafos, expresiones, muchas de ellas pertinentes en la historia y otras marginales, pero aún así valiosas. Siempre hay un yo, pero no es un panegírico sobre sí mismo (aunque la foto de la portada pueda decir lo contrario). Es un yo que habla escribiendo, casi que una confesión pública y sobre el protagonista del relato. El escritor recrea la historia de su personaje, tan real como quien escribe el libro o quien hace las veces de lector del mismo.
“Mi papá y mi mamá eran contradictorios en sus creencias y en sus comportamientos, pero complementarios y de un trato muy amoroso en la vida diaria. Había un contraste tan neto de actitud, de carácter y de formación, entre los dos, que para el niño que yo era esa diferencia radical entre mis modelos de vida resultaba el acertijo más difícil de descifrar. Él era agnóstico y ella casi mística; él odiaba el dinero y ella la pobreza; él era materialista en lo ultraterreno y en lo terreno espiritual, mientras ella dejaba lo espiritual para el más allá y en lo terrenal perseguía los bienes materiales. La contradicción, sin embargo, no parecía alejarlos, sino atraerlos el uno al otro, tal vez porque compartían de todas maneras un núcleo de ética humana en el que estaban identificados”.
Más emoción que sintaxis. Más palabras que discurso. Más biografía que crónica. Ese es el libro en cuestión. No es una novela, menos una biografía. Son memorias, no sobre el autor (parece que sí: por el periodo de tiempo), sino sobre el hombre que se esconde en las 274 páginas y que el autor desnuda desnudándose él también y desnudando al lector hasta hacerlo reír o llorar. ¡Qué sinceridad!
“Yo quería a mi papá con un amor que nunca volví a sentir hasta que nacieron mis hijos. Cuando los tuve a ellos lo reconocí, porque es un amor igual en intensidad, aunque distinto, y en cierto sentido opuesto. Yo sentía que a mí nada me podía pasar si estaba con mi papá. Y siento que a mis hijos no les puede pasar nada si están conmigo. Es decir, yo sé que antes me haría matar, sin dudarlo un instante, por defender a mis hijos. Y sé que mi papá se habría hecho matar sin dudarlo un instante por defenderme a mi. La idea más insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá se pudiera morir, y por eso había resuelto tirarme al río Medellín si él llegara a morirse”.
La niñez, la adolescencia y la juventud del autor van de la mano del hombre biografiado en las memorias, su padre, pues mientras éste envejece y muere, aquél vive y se forma como hombre, como escritor y, finalmente, como padre, siguiendo la herencia de aquél y sus enseñas invaluables, recogidas en el libro acá comentado. En el relato hay sinceridad, entusiasmo y emoción. Todos los sentimientos se entremezclan: de la felicidad a la tristeza, de la soledad a la compañía. Y amor, mucho amor. Amor hacia el protagonista, amor hacia la verdad y amor hacia el lector: tanto que lo hace llorar de la emoción. Es una confesión en primera persona: un yo que cuenta la historia de vida y muerte de ese protagonista maravilloso, del que los lectores no pueden salir y menos olvidar y acaso en el que los lectores desean parecerse.
“Yo amaba a mi papá con un amor animal. Me gustaba su olor, y también el recuerdo de su olor, sobre la cama, cuando se iba de viaje, y yo les rogaba a las muchachas y a mi mamá que no cambiaran las sábanas ni la funda de la almohada. Me gustaba su voz, me gustaban sus manos, la pulcritud de su ropa y la meticulosa limpieza de su cuerpo. Cuando me daba miedo, por la noche, me pasaba para su cama y siempre me abría un campo a su lado para que yo me acostara. Nunca me dijo que no. Mi mamá protestaba, decía que me estaba malcriando, pero mi papá se corría hasta el borde del colchón y me dejaba quedar. Yo sentía por mi papá lo mismo que mis amigos decían que sentían por la mamá”.
Sin escondernos nada a los lectores, desde el comienzo del relato sabemos el final luctuoso, lo cual quiere decir que el autor no quiere hacer un drama con su historia, así ésta sea una tragedia. No hay concesiones a la imaginación, a lo que pudo haber sido. No. Todo ha sido verídico: el autor lo ha vivido y sentido. Y porque al vivirlo y sentido sus sentimientos han florecido y transformado, la historia del relato tiene que sobrecoger y hacer reflexionar a los lectores; no a cualquier lector, claro está. Escribir el libro fue hacer justicia al hecho olvidado por muchos, no conocido por el resto, y leerlo es seguir buscando ese objetivo. Por eso el lector apasionado no sale impune del relato: sale siendo otro y pensando y sintiendo muchas cosas.
“Cuando mi papá llegaba de su trabajo en la Universidad, podía venir de dos maneras: de mal genio, o de buen genio. Si llegaba de buen genio -lo cual ocurría casi siempre pues era una persona casi siempre feliz- desde que entraba se oían sus maravillosas, estruendosas carcajadas, como campanas de risa y alegría. Nos llamaba a los gritos a mis hermanas y a mí, y todos salíamos a recibir sus besos excesivos, sus frases exageradas, sus piropos hiperbólicos y sus abrazos largos. Si en cambio llegaba de mal genio, entraba en silencio y se encerraba furtivamente en la biblioteca, ponía música clásica a todo volumen y se sentaba a leer en su sillón reclinable, con al puerta cerrada con seguro. Al cabo de una hora o dos horas de misteriosa alquimia (la biblioteca era el cuarto de transformaciones), ese papá que había llegado malencarado, gris, oscuro, volvía a salir radiante, feliz. La lectura y la música clásica le devolvían la alegría, las carcajadas y las ganas de abrazarnos y de hablar.”
No es fácil hacer la biografía del padre, cuando éste ha sido padre del escritor y a su vez su mejor amigo; el que más lo amaba, el que más lo respetaba, el que más lo valoraba. El que siempre estuvo a su lado: “Todo lo mío es tuyo”, le decía. Un padre único. Único quiere decir que el lector llega incluso a envidiar el que un padre así haya existido. Y que existiera distinto y alejado, más o menos, de la historia que leemos en nuestras propias vidas privadas y no públicas. Un padre de esta factura es un regalo maravilloso; un padre así es lo que siempre se quiso; un padre así es lo que se puede llegar a ser.
“Yo sabía que los estudiantes le pedían plata prestada porque muchas veces lo acompañaba a la Universidad y su oficina parecía un sitio de peregrinación. Los estudiantes hacían fila afuera; algunos, sí, para consultarle asuntos académicos o personales, pero la mayoría para pedirle plata prestada. Siempre que yo fui, varias veces mi papá sacaba la cartera y les entregaba a los estudiantes billetes que jamás le devolvían, y por eso alrededor de él había siempre un enjambre de pedigüeños.
-Pobres muchachos -decía-, ni siquiera tienen para el almuerzo; y con hambre es imposible estudiar”.
Tampoco es fácil biografiar desde las memorias del autor la muerte del padre, siendo que la historia tardará dos décadas en llevarse a las páginas. Es difícil sin caer en la idolatría, en la apología y así también en la obsesión personal, cuando no en la amargura y la venganza. Escribir no es fácil. Qué no será pues hablar para otros del padre y amigo, mostrando el corazón y las lágrimas de alegría y dolor compartido, el sufrimiento y el amor hacia un hombre tan humano y sencillo en el trato y afecto. Lo importante no el final o el comienzo del relato; lo importante es la forma como nos lo va contando el autor: las experiencias y lecciones de vida, el sentido común, las pequeñas cosas diarias que tiene junto a su padre y junto a su familia de clase media.
“Mis amigos y mis compañeros se reían de mí por otras costumbres de mi casa que, sin embargo, esas burlas no pudieron extirpar. Cuando yo llegaba a la casa, mi papá, para saludarme, me abrazaba, me besaba, me decía un montón de frases cariñosas y además, al final, soltaba una carcajada. La primera vez que se rieron de mí por «ese saludo de mariquita y niño consentido», yo no me esperaba semejante burla. Hasta ese instante yo estaba seguro de que esa era la forma normal y corriente en que todos los padres saludaban a sus hijos. Pues no, resulta que en Antioquia no era así. Un saludo entre machos, padre e hijo, tenía que ser distante, bronco y sin afecto aparente”.
Ni el padre ni el hijo expresan vidas corrientes: esa distancia entre uno y otro que algunos lectores conocemos y confesamos. Siendo el único hijo entre cinco mujeres y el padre, su acercamiento afectivo y sentimental se va a dar más con éste que con la madre, como suele ser costumbre. El padre, como hemos dicho, es más que un padre. La gratitud del hijo hacia su progenitor hace que entre los dos la vida sea emotiva, aleccionadora y confabuladora; la figura tradicional del padre pierde valor ante el nuevo tipo, más cercano al amor maternal. Ávido de afecto y ternura el niño, el adolescente y el joven, cada uno a su manera, se van pareciendo al padre; hay un complemento imborrable entre ambas figuras familiares. Padre e hijo sin espíritu santo. Uno para el otro. Un amor extraño en la literatura y en la vida real colombiana. Una compañía siempre valorada y nunca traicionada o menospreciada.
“Mi papá siempre pensó, y yo lo creo y lo imito, que mimar a los hijos es el mejor sistema educativo (…) Él nunca nos golpeó, ni siquiera levemente, a ninguno de nosotros, y era lo que en Medellín se dice un alcahueta, es decir, un permisivo. Si por algo lo puedo criticar es por haberme manifestado y demostrado un amor excesivo, aunque no sé si existe el exceso de amor. Tal vez sí, pues incluso hay amores enfermizos, y en mi casa siempre se ha repetido en son de chiste una de las primeras frases que yo dije en mi vida, todavía con media lengua:
-Papi: ¡no me adores tanto!”
La historia del padre es también la historia del hijo: infancia y destino. Un amor de padre, de confidente, de cómplice: es la mejor enseñanza que un hijo puede recibir de su padre. Y es también la mejor lección para aquel lector que no ha llegado a ser padre. Un trato igual entre hijo y progenitor, tan igual que el resto pierde relevancia. Un trato afectuoso, sin prejuicios, sin vergüenzas de ningún tipo, sin estúpidos formalismos de apariencia y engaño. Las memorias del autor no llegan a ser noveladas o fantasiosas y por eso tampoco caen en la biografía complaciente, apologética o despersonalizada. Al contrario. El libro es un gran relato confidencial e íntimo y a favor de la gratitud y el recuerdo que se tiene del padre y amigo, de un hombre justo, médico y amigo, cuando uno, quien escribe y el biografiado, se llama igual, Héctor Abad.
“Mi papá y yo teníamos un afecto mutuo (y físico, además) que para muchos de nuestros allegados era un escándalo que limitaba con la enfermedad. Algunos de mis parientes decían que mi papá me iba a volver marica de tanto consentirme”.
Ambos protagonistas se permiten confidencias que pueden sonrojar al lector desprevenido: sobre la familia, sobre los amigos, sobre el sexo, sobre la ciencia, el arte y la religión. Vivencia que se interrumpe con la muerte del padre cuando el autor tiene 28 años y su amigo de toda la vida, 66. Una vida truncada para ambos.
“El sufrimiento yo no empecé a conocerlo en mí, ni en mi casa, sino en los demás, porque para mi papá era importante que sus hijos supiéramos que no todos eran felices y afortunados como nosotros, y le parecía necesario que viéramos desde niños el padecimiento, casi siempre por desgracias y enfermedades asociadas a la pobreza, de muchos colombianos”.
Escribir para seguir recordando lo que no quiere ni debe ser olvidado es la función de la literatura. Escribir para recordar al padre es la función de los hijos que también escriben y son padres como aquél. Un relato sobre la formación del escritor viendo al padre ejemplar como su maestro y amigo, centro de su mundo en la niñez, adolescencia y juventud, es la lección de este bello libro. Mostrar la ternura paternal, la figura del padre tierno y risueño, que también sufre y llora, junto con las lecciones de respeto y justicia hacia los demás, es la gran virtud del libro de Héctor Abad.
“Con mi papá yo podía hablar de todas estas materias íntimas, y consultárselas directamente, porque siempre me oía sin escandalizarse, tranquilo, y me contestaba en un tono entre amoroso y didáctico, nunca de censura. En la mitad de mi adolescencia, en el colegio de solos varones donde yo estudiaba, me ocurrió algo que me pareció muy extraño, y que llegó a atormentarme durante años. La vista de los genitales de mis compañeros de clase, y sus juegos eróticos, me excitaba, y yo llegué a pensar con angustia, por eso, que era marica. Se lo conté a mi papá con el ánimo transido de miedo y de vergüenza, y él me contestó, sonriendo tranquilamente, que era pronto para saberlo definitivamente, que tenía que esperar a tener más experiencia del mundo y de las cosas, que en la adolescencia estábamos tan cargados de hormonas que todo podía ser motivo de excitación, una gallina, una burra, unas salamandras o unos perros acoplándose, porque eso no significaba que yo era homosexual. Y ante todo me quiso aclarar que, de ser así, eso tampoco tendría ninguna importancia, siempre y cuando yo escogiera aquello que me hiciera feliz, lo que mis inclinaciones más hondas me indicaran, porque uno no debía contradecir a la naturaleza con la que hubiera nacido, fuera la que fuera, y ser homosexual o heterosexual era lo mismo que ser diestro o zurdo, sólo que los zurdos eran un poco numerosos que los diestros, y que el único problema, aunque llevadero, que podía tener en caso de que me definiera homosexual, sería un poco de discriminación social, en un medio tan obtuso como el nuestro, pero que también eso podía manejarse con dosis parejas de indiferencia y orgullo, de discreción y escándalo, y sobre todo con sentido del humor, porque lo peor en la vida es no ser lo que no es, y esto último me lo dijo con un énfasis y un acento que le salían como de un fondo muy hondo de su conciencia, y advirtiéndome que en todo caso lo más grave, siempre, lo más devastador para la personalidad, era la simulación o el disimulo, esos males simétricos que consisten en esconder lo que no se es o en esconder lo que se es, recetas amabas seguras para la infelicidad y también para el mal gusto”.
Hay momentos emocionantes y sensibles, que llegan profundos al lector que se entrega a la radiografía narrativa del padre y del hijo. Como la muerte de Marta, hermana del autor. (Con este suceso, las lágrimas tienen un motivo para rodar por las mejillas de los lectores). Este es el momento más dramático del relato tanto para quien lee como para el padre protagonista, pues marca el rumbo de lo que serán sus últimos años y el desenlace que ellos tienen en un país donde la justicia es una mera palabra retórica.
“Después de la muerte de mi hermana el compromiso social de mi papá se hizo más fuerte y más claro. Su pasión de justicia creció y sus preocupaciones y cautelas se redujeron. Todo esto aumentó aún más cuando mi hermana menor y yo entramos a la Universidad y, si no me engaño, ya podía decirse que su compromiso de crianza con nosotros había concluido «Si me mataran por lo que hago, ¿no sería una muerte hermosa?», se preguntaba mi papá cuando algún familiar le decía que se estaba exponiendo mucho en sus denuncias de torturas, secuestros, asesinatos o detenciones arbitrarias, que fue a lo que se dedicó en los últimos años de su vida, a la defensa de los derechos humanos. Pero él no iba a renunciar a sus denuncias por nuestros miedos, y estaba seguro de que estaba haciendo lo que tenía que hacer”.
Porque ha sido escrito con la sangre del escritor consagrado y con la pasión del hijo agradecido, y el mensaje es la vindicación de la justicia y la verdad en la memoria colectiva de un país sin recuerdos, el libro El olvido que seremos no puede y no debe dejarnos indiferentes. Debe ser leído (y llorado).
“Corremos y ahí está, boca arriba, en un charco de sangre, debajo de una sábana que se mancha cada vez más de un rojo oscuro, espeso. Sé que le cojo la mano y que le doy un beso en la mejilla y que esa mejilla todavía está caliente. Sé que grito y que insulto, y que mi mamá se tira a sus pies y lo abraza (…) Trato de pensar, trato de entender. Contra los asesinos, me lo prometo, toda la vida, voy a mantener la calma. Estoy a punto de derrumbarme, pero no me voy a dejar derrumbar. ¡Hijueputas!, grito, es lo único que grito, ¡hijueputas! Y todavía por dentro, todos los días, les grito lo mismo, lo que son, lo que fueron, lo que siguen siendo si están vivos: ¡Hijueputas!”.