martes, 17 de junio de 2008

LAS GRANDES MEMORIAS DE JOSÉ SARAMAGO

El libro tiene un título irónico, casi que también se diría modesto: "Las pequeñas memorias". Y más irónico es como empieza: tres páginas que no dejan ver el hermoso bosque que se esconde en las 179. Amable lector: salte las tres primeras páginas y empiece ahí donde se puede leer: “Dicen los entendidos que la aldea nació y creció a lo largo de una vereda, de una azinhaga, término que viene de la palabra árabe, as-zinaik, «calle estrecha»”. Pero antes deténgase y medite, una y otra vez por favor, la frase que le da vida al relato, no la dedicatoria, bella por cierto, sino la que está a la vuelta de la siguiente hoja: “Déjate llevar por el niño que fuiste”. Así, de una manera un tanto camuflada y por qué no, tímida, inicia sus memorias el nobel de literatura José Saramago. Y qué memorias.

Porque como empieza termina, obsérvese en las últimas páginas el sentimiento y la gratitud que expresa el autor por los suyos. Con retratos antiquísimos de sus allegados, abuelos analfabetos, madre también, padre guardia municipal, hermano muerto prematuramente y él mismo con corbata o sin ella, Saramago le dirige al lector la sensibilidad que él tiene por los que le dieron todo, así no tuvieran casi nada. Se puede leer en un castellano enrevesado, que recuerda las recetas médicas de antes, la leyenda de cada fotografía. Por ejemplo: “En este tiempo ya tenía novia. Se me ve en la cara…” O esta otra, no menos reveladora: “Los años pasaron y ésta tal vez sea la última foto de mi padre. A pesar de sus devaneos nunca fue mala persona. Un día, yo ya era hombre, me dijo: «Tú, sí, siempre has sido un buen hijo». En ese momento le perdoné todo. Nunca habíamos estado tan juntos”.

No hay duda: es un buen libro y un mejor escritor. Aunque también por lo que se ve, y por lo que leeremos, mejor hijo y nieto. Sólo que él nunca sabrá lo que es ser hermano, una lástima. “Éste es Francisco, al que no me atreví a robarle la imagen. Vivió tan poco, quién sabe lo que podría haber sido. A veces pienso que, viviendo, me he esforzado para darle una vida”.

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En alguna parte al final del libro dice: “Las cosas son como son, ahora se nace, luego se vive, por fin se muere, no vale la pena darle más vueltas”. Es la vida. Y sobre ésta, hecha de “memorias”, reconstruye su infancia y juventud José Saramago. El relato no tiene una continuidad en el tiempo, va y viene; salta de un suceso a otro. Está hecho más bien de instantes, momentos, experiencias, recuerdos, pequeñas cosas que se interrumpen cuando quien escribe tiene, aunque no lo diga -y el lector tiene que hacer cuentas- contados 14 ó 15 años.

Hay párrafos nostálgico, por eso profundos y muy bien escritos, como este sobre el río de la niñez: “No se sabe todo, nunca se sabrá todo, pero hay horas en que somos capaces de creer que sí, tal vez porque en ese momento nada más nos podría caber en el alma, en la conciencia, en la mente, comoquiera que se llame eso que nos va haciendo más o menos humanos. Miro desde lo alto del ribazo la corriente que apenas se mueve, el agua casi plomiza, y absurdamente imagino que todo volvería a ser lo que fue si en ella pudiese volver a zambullir mi desnudez de la infancia, si pudiese retomar en las manos que tengo hoy la larga y húmeda vara o los sonoros remos de antaño, e impeler, sobre la lisa piel del agua, el barco rústico que condujo hasta la frontera del sueño a un cierto ser que fui y que dejé encallado en algún lugar del tiempo”.

Entre la casa de los abuelos y la de los padres se mueve la vida de Saramago. Reconstruyendo la casa y la vida campesina con aquéllos seres analfabetos que eran sus abuelos maternos, pobres, pero muy laboriosos, nos dice: “puedo levantar en cualquier momento sus paredes blancas, plantar el olivo que daba sombra a la entrada, abrir y cerrar el postigo de la puerta y la verja del huerto donde un día vi una pequeña culebra enroscada, entrar en las pocilgas para ver mamar a los lechones, ir a la cocina y echar del cántaro a la jícara de latón esmaltado el agua que por milésima vez me matará la sed de aquel verano”. Una infancia signada por la escasez económica, las vacaciones, la escuela y muchas vivencias compartidas con sus mayores son Las pequeñas memorias.

El río, los cultivos de maíz, sus abuelos, las puestas de sol, los animales domésticos hacen el mundo de Saramago en las partes más sensibles del relato, reconstruido casi ocho décadas después. Su ambiente con los abuelos es emotivo y aleccionador, acompañado por la paradisiaca geografía de la aldea. “No tengo mucho donde elegir: o el río, y la casi inextricable vegetación que la cubre y protege las márgenes, o los olivares y los duros rastrojos del trigo ya segado, o la densa mata de rosáceas, hayas, fresnos y chopos que bordean el río Tajo…”. “No había mucho donde elegir, es cierto, pero, para el niño melancólico, para el adolescente contemplativo y tan frecuentemente triste, éstas eran las cuatro partes en que se dividía el universo, de no ser cada una de ellas el universo entero”.

Vivencias y más vivencias bellamente registradas con los abuelos, donde el relato es, como se sabe ya, más nostálgico; nostálgico porque involucra la vegetación, los animales del campo, las salidas o puestas del sol o la luna. En fin: la naturaleza y Saramago. “A este adolescente, por ejemplo, nadie le preguntó cómo se sentía de humor y qué interesantes vibraciones le estaba registrando el sismógrafo del alma cuando, todavía noche, en una madrugada inolvidable, al salir de la caballeriza donde entre caballos había dormido, fue tocado en la frente, en la cara, en todo el cuerpo, y en algo más allá del cuerpo, por la albura de la más resplandeciente de las lunas que algunas vez ojos humanos hayan visto. Y tampoco qué sintió cuando, con el sol ya nacido, mientras iba conduciendo a los cerdos por cerros y valles en el regreso de la feria donde se vendió la mayor parte, se dio cuenta de que estaba pisando un trecho de calzada tosca, formada por lajas que parecían mal ajustadas, insólito descubrimiento en un descampado que parecía desierto y abandonado desde el principio del mundo. Sólo mucho más tarde, muchos años después, comprendería que había pisado lo que con toda seguridad era un resto de camino romano”.

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También están sus emotivos e inolvidables encuentros con las mujeres: “Con esta mujer, de cuyo nombre no tengo la certeza de acordarme exactamente (tal vez fuese Isaura, tal vez Irene, Isaura sería), tuve unas sabrosas luchas cuerpo a cuerpo y unos juegos de manos, empuja tú, empujo yo, que siempre acababan con ella (yo debía de tener entonces alrededor de catorce años) echada sobre una de las camas de la casa, pecho contra pecho, pubis contra pubis, mientras la abuela Josefa, sabida o inocente, se reía con buen reír y decía que yo tenía mucha fuerza”. Sus descripciones no dejan pie para las suposiciones. Su relato es directo, sin artilugios, sincero. “Es decir, siendo yo un sujeto de mundo, también tendría que ser, al menos por simple «inherencia de cargo», sede de todos los deseo y objeto de todas las tentaciones (…) Así como al santo lo asediaron los monstruos de la imaginación, al niño que yo fui lo persiguieron los más horrendos pavores de la noche, y las mujeres desnudas que lascivamente siguen bailando ante todos los Antonios del planeta no son diferentes de aquella prostituta gorda que, una noche iba yo caminando hacia el cine Salón Lisboa, solo como era habitual, me preguntó con voz cansada e indiferente: «¿Quieres venir conmigo?» Fue en la calle del Bom-Formoso, en la esquina de unas escalinatas que había allí, y yo debía de tener alrededor de doce años”.

Un discurso en primera persona sencillo, real, no sofisticado o imaginado con las argucias de la metáfora, los símiles o las hipérboles. Sencillez, es lo que define a Saramago. Obsérvese la forma como nos induce en sus lecciones: “En cuanto a Domitila, fuimos sorprendidos, ella y yo, dentro de la cama jugando a lo que juegan los novios, activos, curiosos de todo cuanto el cuerpo existe para ser tocado, penetrado y removido. Me pregunto qué edad tendría en esos momentos y creo que andaría en torno a los once años o tal vez un poco menos (verdaderamente me resulta imposible precisarlo, ya que vivimos dos veces en la calle Carrilho Videira, en la misma casa). Los atrevidos, (vaya usted a saber cuál de los dos tuvo la idea, aunque lo más seguro es que la iniciativa partiera de mí) recibieron unos azotes en el culo, creo recordar que bastante pro-forma. Sin demasiada fuerza. No dudo de que las mujeres de la casa, incluida mi madre, debieron de reírse después las unas con las otras, a escondidas de los precoces pecadores que no habían podido aguantar la larga espera del tiempo apropiado para tan íntimos descubrimientos (…) Pero no hicimos propósito de enmienda. Unos años después, ya vivía yo en el número 11 de la calle Padre Sena Freitas, ella fue a visitar a la tía Concepción, y el caso es que no estaban allí ni la tía, ni mis padres tampoco estaban en casa, gracias a lo cual tuvimos tiempo de sobra para acercamientos e investigaciones que, aunque sin llegar a hechos consumados, dejaron impagables recuerdos en el uno y en la otra, o por lo menos en mí, que todavía la estoy viendo, desnuda de cintura para abajo”.

En seguida encontramos la siguiente vivencia entre amorosa y pecadora, o mejor, pecadoramente amorosa: “También fue en la calle Padre Sena Freitas donde dormí (o no dormí) parte de una noche con una prima (…) un poco mayor que yo, acostados en la misma cama, ella de la cabecera a los pies, y yo de los pies a la cabecera. Preocupación inútil de las ingenuas madres (…) nosotros, después de algunos minutos de ansiosa espera, con el corazón dando brincos, bajo la sábana y la manta, a oscuras, dimos comienzo a una minuciosa y mutua exploración táctil de nuestros cuerpos, con precisión y ansiedad justificadas, aunque también de una manera que fue no sólo metódica, sino también de lo más instructiva que estaba a nuestro alcance desde el punto de vista anatómico. Recuerdo que el primer movimiento de mi parte, el primer abordaje, por decirlo así, encaminó mi pie derecho hasta el pubis ya florido de Piedad. Fingimos dormir como dos angelitos cuando, iba ya la noche bien entrada, la tía María Magas, que estaba casada con un hermano de mi padre llamado Francisco, vino a recogernos a la cama para regresar a casa. Aquéllos, sí, eran tiempos de inocencia”.

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Perteneciente a las “clases bajas”, Saramago recrea también los momentos donde la pobreza de su familia y de él mismo se revelaba en los pequeños detalles: “tuve poquísimos juguetes, e, incluso esos, por lo general de lata, comprados en la calle a los vendedores ambulantes”. Y también en los grandes: “Vivíamos en el último piso (vivimos casi siempre en los últimos pisos porque el alquiler era más barato), en una habitación realquilada con derecho a cocina, como antes informaban los anuncios. De cuarto de baño no se hablaba simplemente porque tales lujos no existían, un desagüe en un rincón de la cocina, a cielo abierto, por decirlo de una manera gráfica, servía para todo tipo de evacuaciones, tanto las sólidas como las líquidas”. “En lo que a mi respecta, dormía en la otra habitación de la casa que ocupábamos, en el suelo y con cucarachas (no me estoy inventando nada, de noche me pasaban por encima)”.

Sin embargo, la franqueza de las memorias también da pie para las inquietudes del escritor que supuestamente todo lo sabe pues lo ha vivido. “A veces me pregunto si ciertos recuerdos son realmente míos, si no serán otra cosa que memorias ajenas de episodios de los que fui actor inconsciente y de los que más tarde tuve conocimiento porque me los narraron personas que sí estuvieron presentes, si es que no hablaban, también ellas, por haberlos oído contar a otras personas”. E igualmente hay tiempo para la ingenuidad e inocencia: “No sé cómo lo perciban los niños de ahora, pero, en aquellas épocas remotas, para la infancia que fuimos, nos parecía que el tiempo estaba hecho de una especie particular de horas, todas lentas, arrastradas, interminables. Tuvieron que pasar algunos años para que comenzásemos a comprender, ya sin remedio, que cada una tenía sólo sesenta minutos, y, más tarde aún, tendríamos la certeza de que todos ellos, sin excepción, acababan al final de sesenta segundos…”

Obsérvese las picardías del niño y el estilo del escritor en tres hechos circunstanciales que a continuación relata: “Fuese como fuese, pese a que me sentaron con ellos en el banco delantero, mi asistencia a la iglesia, una o dos veces, no prometía mucho. Cuando el monaguillo tocaba la campanilla y los fieles bajaban obedientes la cabeza, no pude resistirme a torcer ligeramente el cuello y acechar con disimulo para ver qué era lo que pasaba que no debía ser visto”. “Avanzada la noche, con la habitación a oscuras, me levanté despacio y pasito a pasito fui a por la bolsa y luego, con tres zancadas furtivas, regresé a la cama y me metí entre las sábanas, feliz, masticando las dulcísimas chocolatinas, hasta cuando fui resbalando hacia la inconsciencia. Cuando abría los ojos por la mañana encontré, aplastado, debajo de mi pecho, lo que quedaba del ágape nocturno, una pasta marrón de chocolate, pegajosa y blanda, la cosa más sucia y repugnante que mis ojos habían visto hasta entonces. Lloré mucho, de pena, pero también de vergüenza y de frustración, y quizá sería por eso que mis padres no me castigaron ni me reprendieron”. “Miré y vi. El globo se había vaciado, iba arrastrándolo por el suelo sin darme cuenta, era una cosa sucia, arrugada, informe, y los dos hombres que venían detrás se reían y me señalaban con el dedo, a mí, en esa ocasión el más ridículo de los especímenes humanos. Ni siquiera lloré. Solté la cuerda, agarré a mi madre por el brazo como si fuese una tabla de salvación y seguí andando. Aquella cosa sucia, arrugada e informe era realmente el mundo”.

La vida pues está llena de pequeñas cosas, insignificantes muchas de ellas. Y en la niñez afloran como en un jardín tropical. Nótese también el sentido del humor: “Muchos años después mi abuela me contó, cuando me entregaban a sus cuidados, ella me sentaba en la habitación de fuera, sobre una manta extendida en el suelo, desde donde, de tarde en tarde, le llegaba mi voz: «Abuela, abuela». «¿Qué quieres tú, hijo mío?», preguntaba ella. Y yo respondía, lacrimoso, chupándome el dedo pulgar de la mano derecha (¿Será de la mano derecha?): «Yo quiero caca». Cuando ella acudía a la petición de socorro era demasiado tarde. «Ya te habías ensuciado encima», decía mi abuela riendo”. “En ese tiempo los Reyes Magos todavía no existían (o soy yo quien no se acuerda de ellos), ni existía la costumbre de montar belenes con la vaca, el buey y el resto de la compañía. Por lo menos en nuestra casa. Se dejaba por la noche el zapato («el zapatinho») en la chimenea, al lado de los hornillos de petróleo, y a la mañana siguiente se iba a ver lo que el Niño Jesús habría dejado. Sí, en aquel tiempo, era el Niño Jesús quien bajaba por la chimenea, no se quedaba acostado en la paja, con el ombligo al aire, a la espera de que los pastores le llevasen leche y queso, porque de esto, sí, iba a necesitar para vivir, no del oro-incienso-y-mirra de los magos, que, como se sabe, sólo le trajeron amargores para la boca. El Niño Jesús de aquella época todavía era un Niño Jesús que trabajaba, que se esforzaba por ser útil a la sociedad, en fin, un proletario como tantos otros. En todo caso, los más pequeños de la casa teníamos nuestras dudas: nos costaba creer que el Niño Jesús estuviera dispuesto a ensuciar de esa manera la blancura de sus vestimentas bajando y subiendo toda la noche por paredes cubiertas de ese hollín negro y pegajoso que revestía el olor de las chimeneas”.

Pero también está la crueldad y la indolencia del niño con los animales: “Verdaderamente la crueldad infantil no tiene límites (ésa es la razón profunda de que tampoco tenga límites la de los adultos): ¿qué mal podían hacerme los inocentes batracios, bien sentaditos tomando el sol en los limos fluctuantes, gozando al mismo tiempo del calorcillo que les venía de arriba y de la fuerza que llegaba desde abajo? La piedra, zumbando, las alcanzaba de lleno, y las infelices ranas daban la última voltereta de su vida y ahí se quedaban, patas arriba. Caritativo como no había sido el autor de aquellas muertes, el río les lavaba la escasa sangre que vertían, mientras que yo, triunfante, sin conciencia de mi estupidez, agua abajo, agua arriba, buscaba nuevas víctimas”.

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En ese recorrido por la tierna niñez, Saramago va contando desde la jovialidad cómo aprendió a leer cuando lo único cierto en su familia, hasta ese entonces, era el analfabetismo de sus mayores. “Aprendí a leer con rapidez. Gracias a los cuidados de la instrucción que había comenzado a recibir en la primera escuela (…) pasé, casi sin transición, a frecuentar de forma regular los niveles superiores de la lengua portuguesa en las páginas de un periódico, el Diario de Noticias, que mi padre traía todos los días a casa y que supongo que se lo regalaba algún amigo, un repartidor de periódicos de los de buena venta, tal vez el dueño de un estanco. Comprar, no creo que lo comprara, por la pertinente razón de que no nos sobraba el dinero para gastarlo en semejantes lujos. Para dejar una idea clara de la situación, baste decir que durante años, con la absoluta regularidad estacional, mi madre llevaba las mantas a la casa de empeños cuando el invierno terminaba, para sólo rescatarlas, ahorrando centavo a centavo y así poder pagar los intereses todos los meses y el levantamiento final, cuando los primeros fríos comenzaban a apretar. Obviamente, no podía leer de corrido el ya entonces histórico matutino, pero una cosa tenía clara: las noticias del diario estaban escritas con los mismos caracteres (letras los llamábamos, no caracteres) cuyos nombres, funciones y mutuas relaciones estaba aprendiendo en la escuela. De modo que, apenas supe deletrear, ya leía, aunque sin entender lo que estaba leyendo (…) Y así, de esta manera tan poco corriente, Diario tras Diario, mes tras mes, haciendo como que no oía las bromas de los adultos en mi casa, que se divertían como si fuera un muro, llegó mi media hora de dejarlos sin habla, cuando un día, de un tirón, leí en voz alta, sin titubear, nervioso pero triunfante, unas cuantas líneas seguidas. No entendía todo lo que decía, pero eso no me importaba”.

Leamos también el siguiente largo pasaje sobre la iniciación de sus estudios y la impronta que le quedó con los años y que el recuerdo reconstruye a la luz de la nostalgia: “Cuando fui a la escuela del Largo do Leao, la profesora de segundo grado, que ignoraba hasta dónde el recién llegado habría accedido en el provecho de las materias dadas y sin ningún motivo para esperar de mi persona cualquier reseñable sabiduría (hay que reconocer que no tenía obligación de pensar otra cosa), mandó que me sentara entre los más atrasados, los cuales, en virtud de la disposición del aula, estaban en una especie de limbo, a la derecha de la profesora y enfrente de los más adelantados, que debían servirles de ejemplo. Más tarde, a los pocos días de que empezaran las clases, la profesora, a fin de averiguar cómo estábamos de familiarizados de las ciencias ortográficas, nos hizo un dictado. Entonces yo tenía una caligrafía redonda y equilibrada, firme, buena para la edad. Pues bien, ocurrió que el Zezito (no tengo la culpa del diminutivo, así era como me llamaba la familia, mucho peor hubiera sido que mi nombre fuera Manuel y me dijeran Nelinho…) tuvo sólo una falta de ortografía en el dictado, e incluso ésa no lo era del todo, si consideramos que las letras de la palabra estaban allí todas: en vez de «clase» había puesto «calse». Exceso de concentración tal vez. Y fue aquí, ahora lo pienso, donde comenzó la historia de mi vida (…) Pues bien, la profesora, sorprendida por el talento ortográfico de un niño que acababa de llegar de otra escuela, o sea, sospechoso por definición de ser mal estudiante, me mandó sentarme en el lugar del primero de la clase, de donde, claro está, no tuvo otro remedio que levantarse el monarca destronado que ahí se encontraba. Me veo, como si ahora mismo estuviera sucediendo, recogiendo mis cosas apresuradamente, atravesando la clase en sentido longitudinal ante la mirada perpleja de los compañeros (¿admirativa?, ¿envidiosa?), y, con el corazón en desorden, sentándome en mi nuevo lugar”.

¿Un buen estudiante puede llegar a ser un buen escritor? O mejor aún: ¿de familia de analfabetos puede nacer un escritor y llegar a ser nobel de literatura? Parece que sí. Saramago está ahí para confirmarlo. Y nos lo dice con su estilo de la siguiente manera: “Cuando pasé del segundo grado al tercero, el profesor Vairinho mandó llamar a mi padre. Que yo era aplicado, buen estudiante, dijo, y por tanto muy capaz de hacer el tercer y cuarto grados en un solo año. Para tercer grado frecuentaría las clases normales, mientras que las complejas materias de cuarto grado me serían impartidas en lecciones particulares por el mismo Vairinho, que por cierto, tenía la casa en la propia escuela, en el último piso. Mi padre estuvo de acuerdo, tanto más que el arreglo le salía gratis, el profesor trabajaba por la buena causa. No iba a ser yo el único beneficiario de este trato especial, había tres compañeros en la misma situación, dos de ellos de familias más o menos acomodadas”. Los estudios pues le permitirán reconocerse entre los demás y ser incluso mejor que ellos. “Mi reputación alcanzó tal extremo que alguna que otra vez aparecían en nuestra clase alumnos mayores, de cursos más adelantados, preguntando, supongo que por las referencias que los profesores habrían hecho acerca de mi persona, quién era el tal Saramago. (Fue el tiempo feliz en el que mi padre iba con un papelito en el bolsillo para enseñárselo a los amigos, un papel escrito a máquina con mis notas, bajo el título «Notas de mi campeón». En mayúsculas.)”.

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Sobre la veracidad de los hechos que cuenta, rememora un significativo suceso. A saber: “La madre y los hijos llegaron a Lisboa en la primavera de 1924. En ese año, en diciembre, murió Francisco. Tenía cuatro años cuando una bronconeumonía se lo llevó. Fue enterrado en la víspera de Navidad. Hablando con el mayor rigor, pienso que las llamadas falsas memorias no existen, que la diferencia entre éstas y las que consideramos ciertas y seguras se limita a una simple cuestión de confianza, la confianza que en cada situación tengamos en esa incorregible vaguedad a la que llamamos certeza. ¿Es falsa la única memoria que guardo de Francisco? Tal vez lo sea, pero la verdad es que ya llevo ochenta y tres años teniéndola por auténtica…”

La fidelidad de la memoria puede ser contrastada, a propósito de lo que no se olvida y si eso es verídico o inventado con el tiempo. Pasemos, para comprobar esto, al siguiente recuerdo, que es muy vívido y melancólico: “Caía la lluvia, el viento zarandeaba los árboles deshojados, y de tiempos pasados viene una imagen, la de un hombre alto y delgado, viejo, ahora que está más cerca, por un camino inundado. Trae un cayado al hombro, un gabán embarrado y antiguo, y por él se deslizan todas las aguas del cielo. Delante vienen los cerdos, con la cabeza baja, rozando el suelo con el hocico. El hombre que así se aproxima, difuso entre las cuerdas de lluvia, es mi abuelo. Viene cansado, el viejo. Arrastra consigo setenta años de vida difícil, de privaciones, de ignorancia. Y no obstante es un hombre sabio, callado, que sólo abre la boca para decir lo indispensable. Habla tan poco que todos nos callamos para oírlo cuando en el rostro se le enciende algo así como una luz de aviso. Tiene una manera extraña de mirar a lo lejos, incluso siendo ese lejos la pared de enfrente. Su cara parece haber sido tallada con una azuela, fija aunque expresiva, y los ojos, pequeños y agudos, brillan de vez en cuando como si algo que estuviera pensando hubiera sido definitivamente comprendido. Es un hombre como tantos otros en esta tierra, en este mundo, tal vez un Einstein aplastado bajo una montaña de imposibles, un filósofo, un gran escritor analfabeto. Algo que no podrá ser nunca (…) Pero la imagen que no me abandona es la del viejo que avanza bajo la lluvia, obstinado, silencioso, como quien cumple un destino que no podrá modificar. A no ser la muerte. Este viejo, que casi toco con la mano, no sabe cómo va a morir. Todavía no sabe que pocos días antes de su último día tendrá el presentimiento de que ha llegado el fin, e irá, de árbol en árbol de su huerto, abrazando los troncos, despidiéndose de ellos, de las sombras amigas, de los frutos que no volverá a comer. Porque habrá llegado la gran sombra, mientras la memoria no lo resucite en el camino inundado o bajo el cielo cóncavo y la eterna interrogación de los astros. ¿Qué palabra dirá entonces?”. Y para cerrar la idea cargada de recuerdos, Saramago escribe: “Tú estabas, abuela, sentada en la puerta de tu casa, abierta ante la noche estrellada e inmensa, ante el cielo del que nada sabías y por donde nunca viajarías, ante el silencio de los campos y de los árboles encantados, y dijiste, con la serenidad de tus noventa años y el fuego de una adolescencia nunca perdida: «El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir», Así mismo. Yo estaba ahí”.

Como se ve el manto de la nostalgia y del recuerdo nunca olvidado es más que emotivo y cubre los días vividos con los abuelos. Las vivencias y experiencias, cuando son abiertos al corazón y al amor que en él se expresa, en los años de infancia nunca se olvidan. O si no leamos: “Entre los lechoncitos acabados de nacer aparecía de vez en cuando alguno que otro más débil que inevitablemente sufría con el frío de la noche, sobre todo si era invierno, y podía serle fatal. Sin embargo, que yo sepa, ninguno de esos animales murió. Todas las noches, mi abuelo y mi abuela iban a las pocilgas a buscar los tres o cuatro lechones más débiles, les limpiaban las patas y los acostaban en su propia cama. Ahí dormían juntos, las mismas mantas y las mismas sábanas que cubrían a los humanos cubrían también a los animales, mi abuela a un lado de la cama, mi abuelo en el otro, y, entre ellos, tres o cuatro cochinillos que ciertamente creían que estaban en el reino de los cielos…”.

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Y ahora llega el turno para el asombro. Saramago rememora y el lector se enternece: “Mucho más complejo era el sistema de señales que mi abuela utilizaba para saber cuánto dinero estaba gastando en la tienda, y nunca la vi equivocarse ni en un centavo. Trazaba en un cuaderno círculos con una cruz dentro, círculos sin cruz dentro, cruces fuera de los círculos, trazos a los que ella llamaba palitos, alguna otra sinalefa que ahora no recuerdo. Con el dueño de la tienda, que se llamaba Vieira, algunas veces la vi contraponer sus propias cuentas al papel que él le presentaba y ganaba siempre en el ajuste. Nunca me perdoné no haberle pedido uno de esos cuadernos, sería la prueba documental por excelencia, incluso podríamos decir que científica, de que mi abuela Josefa había reinventado la aritmética, hecho que en una familia como la mía nada tenía de extraordinario o simplemente de relevante”.

Para terminar detengámonos jocosamente en el apellido Saramago. Saramago “no era el apellido paterno, sino el apodo por el que era conocida la familia en la aldea”; “cuando mi padre fue a inscribir en el registro civil de Golega el nacimiento de su segundo hijo sucedió que el funcionario (Silvino se llamaba) estaba borracho (por despecho, de eso lo iba a acusar siempre mi padre), y que, bajo los efectos del alcohol y sin que nadie notara el onomástico fraude, decidió, por su cuenta y riesgo, añadir el Saramago al lacónico José de Sousa que mi padre pretendía que llevara (…) Suerte, gran suerte la mía, fue que no naciera en alguna de las familias de Azinhaga que, en aquel tiempo y durante muchos años más, tuvieron que arrostrar los obscenos alias de Pichatada, Culoroto y Caralhada. Entré en la vida marcado con este apellido de Saramago sin que la familia lo sospechase, y sólo a los siete años, al matricularme en la instrucción primaria, y siendo necesario presentar partida de nacimiento, la verdad salió desnuda del pozo burocrático, con gran indignación de mi padre, a quien, desde que se mudó a Lisboa, el apodo le disgustaba mucho. Pero lo peor de todo vino cuando, llamándose él únicamente José de Sousa, como se podía ver en sus papeles, la Ley, severa, desconfiada, quiso saber por qué burlas tenía entonces un hijo cuyo nombre completo era José de Sousa Saramago. Así, intimidado, y para que todo quedara en su lugar, en lo sano y en lo honesto, mi padre no tuvo otro remedio que proceder a una nueva inscripción de su nombre, pasando a llamarse, él también, José de Sousa Saramago. Supongo que habrá sido éste, el único caso, en la historia de la humanidad, en el que el hijo le dio el nombre al padre”.

7

Tales son algunas impresiones textuales que se pueden extraer de las memorias de José Saramago, modestas y sencillas. Todo ello con el único interés de invitar a la lectura del texto, que tiene un estilo coloquial, sincero y vivencial de los años de infancia del hoy octogenario y laureado escritor. Un autor portugués que entre una y otra página consigna las vivencias alegres y tristes del niño que no olvida. Tiempo en el que aprende a leer, estudia, va de vacaciones donde sus abuelos maternos, hace las veces de cazador o pescador, pero al tiempo es un disléxico, miente bastante, le tiene temor a la oscuridad y se desenamora con facilidad. Memorias que son grandes pese a su curioso título y en las que se aprecia la experiencia, la serenidad y la destreza del escritor que superó desde la niñez el analfabetismo de sus ancestros, con los cuales vivió por años. Y del que, como lectores, nos quedan sus libros, leídos al compás de las experiencias y dramas que también nos han acompañado en el tiempo presente y pasado.

Larga vida al escritor y eternidad al niño que fue.

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