A Miguel Ángel
“Vengo a expresar mi desazón suprema
Y a perpetuarme en la virtud del canto.
(…)
¡Sé digna de este horror y de esta nada,
Y activa y valerosa, oh alma mía!
(…)
La vida es mi enemigo violento,
y el amor mi enemigo sanguinario.”
PORFIRIO BARBA-JACOB. Acuarimántima
“He vivido a la desesperada”
Murió hace diez años, según cuenta él mismo. Estudió música en su niñez y juventud. Mozart fue su autor predilecto, el piano y el violín, sus instrumentos; dicen quienes lo escucharon que tocaba muy bien. Pero dejó la música clásica pues queriendo ser compositor no se limitó a repetir lo que otros componían. Quería ser original, pero no tenía oído musical: “no tenía música en el alma”. Así que se dedicó al cine. Viajó a Italia a estudiar su nueva pasión. Dirigió tres largometrajes salidos de la nada con poco o ningún reconocimiento, pero al final decidió que el cine es un “arte menor” comparado con la literatura, y también lo dejó. Estudió como profesión filosofía pero alejándose de la teología, que con los años despreciará al máximo, decidió graduarse de biólogo, y fue científico. De la filosofía le quedaron las enseñanzas de Martin Heidegger y Heráclito, de la ciencia su inclinación a la verdad. Su destino era otro, y se inclinó por la literatura, “uno saca la literatura de uno mismo”: ni músico, ni director de cine, ni biólogo. Literato y más que todo un gramático defensor del idioma. Un alma libre, anárquica y con “desazón suprema”. Lo dice la Canción de la soledad de Porfirio Barba-Jacob: “¡Alma mía, qué cosa tan vana!”.
“Yo pienso que el gran idioma literario es la lengua escrita con sus procedimientos y vocabulario enormes, pero vivificada por el habla. Y uno puede vivificar este idioma español, común a todos los hispanohablantes, con el idioma regional. Yo creo que ese es el eje de la gran literatura. Ese fue el cálculo que yo me hice”.
Fue su propio maestro: tuvo que aprender a escribir por sí mismo. “Nadie enseña lo que no sabe”. Consumado lector en su juventud, leyó cuanto pudo: novelas más que todo. Pero descubrió una de tantas verdades: “todos los libros en lengua española están muy mal escritos. La mayoría de los escritores de este idioma no saben escribir”. Una cosa es leer y muy otra escribir, es cierto: "hoy nadie sabe qué es eso de leer"; la lección no puede ser otra: “para dominar un libro hay que acostarse con él”. Por eso cuando se decidió por el camino de las letras una verdad lo sobrecogió: no sabía cómo escribir. Investigó, pensó y escribió, y el resultado fue un libro único de cuatrocientas páginas: Logoi. Una gramática del lenguaje literario. Ni los premios nobeles de literatura escriben algo así pues ellos no revelan cómo aprendieron a escribir. Un repaso gramatical desde Homero hasta Proust y muchos otros: Voltaire, Valéry, Stendhal, Maupassant, Borges, D´Annunzio, Conrad, Brancati, Reyes, Bécquer. Muchos; demasiados para aquel novel literato que no sabía escribir y donde, como él lo dice, ni en la facultad de filosofía le enseñaron ese arte.
“El gran principio de la literatura tiene que ser el de la verdad y hay que decir las cosas con toda la fuerza: lo que es verdad es verdad y no hay para qué mentir ni hacer líos de personajes, ciudades, acciones como hace la novela de tercera persona”.
Logoi fue hecho para aprender a escribir la biografía de un poeta, un poeta maldito, muy colombiano él. Diez años de investigaciones por varios países de América Latina, encerrado en las bibliotecas, hemerotecas, periódicos y visitando ciudades del Caribe, del trópico, de la costa; gente y más gente de aquí y de allá pasó por su registro; incluso algunos fueron entrevistados pocas semanas antes de morir y cuando la desmemoria ya era mucha. Todo, sin querer, lo llevó a ser el hombre que más conocía la vida y la obra del poeta Porfirio Barba-Jacob, muerto cuatro décadas atrás en un cuchitril de mala vida en Ciudad de México. Barba-Jacob, el mensajero, fue el resultado final de la investigación: cuatrocientas páginas de datos, anécdotas, sufrimientos, pobrezas, reconocimientos y mucha vitalidad expresada en poemas y párrafos extensos. No puede el lector apasionado dejar de sentirse identificado con las aventuras del último poeta maldito y más que todo con el amor del biógrafo hacia el biografiado. La biografía novelada creada a partir de la vida de este poeta, hoy olvidado, parece pues prolongación de su Canción delirante:
“Nosotros somos los delirantes,
los delirantes de la pasión:
ved nuestras vagas huellas errantes,
y en nuestras manos febricitantes
rojas piltrafas de corazón”.
Sin embargo, nuestro autor, Fernando Vallejo, no se sintió identificado con lo que hizo y lo redacto de nuevo. Una década después bajo el título de El mensajero Vallejo volvía a sus andanzas con Barba-Jacob, marihuano y homosexual, expulsado de varios países y admirado en otros tantos. Uno y otro son dos libros distintos. Éste último es más corto que aquél, pero es más novelado: el autor va “camino de la muerte”, según dice. Hay más de Vallejo que del poeta en un discurso en primera persona exquisitamente apasionado y entrelazado con el personaje. Una novela biográfica o biografía novelada. Tanto el primero como el segundo de los libros sobre el poeta de Aretal, el hombre que parecía un caballo, fueron hechos con dos géneros literarios distintos, pero que para el biógrafo que escribe sobre el poeta en cuestión, son, en ese momento, uno solo: la biografía debe identificarse con el personaje.
“Mis libros son libros en los que el amor desempeña una función muy importante: amor por los animales, por mi familia y por mis amigos. Aunque, también, demasiado amor empalaga, por eso la importancia de la violencia”.
Vallejo no sólo escribió dos biografías sobre el bardo antioqueño, cuyo nombre de pila era Miguel Ángel Osorio. También contribuyó a sacar de las marchitas páginas de periódicos antiguos y de papeles personales olvidados y refundidos, perdidos por doquier, una prolija literatura sobre el maldito Barba-Jacob: un libro con su poesía completa y otro con las 90 cartas que se conservan del tiempo miserable que todo lo borra. A fuer de investigar dos libros: Poesía completa y Cartas de Barba-Jacob.
A ese primer ejercicio de mezcolanza y de insubordinación de géneros literarios, Vallejo le dedicará otro ejemplar tiempo después, Chapolas negras. Más que la vida, lo que se registra en esta obra es la muerte del poeta modernista José Asunción Silva, quien se disparó un tiro en el corazón cuando contaba los 30 años; suicidio por las deudas impagables contraídas aquí y allá: “Dios no existe. Existe el crédito. Dios es el crédito”. En esta también biografía novelada, sobre un poeta maldito excomulgado llamado Asunción, el apasionamiento se gana a favor del biógrafo en aras de hacerla más vivencial para el lector, puesto que del poeta, más de un siglo de desaparecido, no se tiene mayor información: ni obras sin publicar, ni poemas sin encontrar, ni aventuras fabulosas, ni hombres o mujeres que hablan de su vida trashumante, salvo casos únicos, como fue el caso de Barba-Jacob. Así que el soporte y las fuentes del biógrafo, en su mayoría, fueron otras publicaciones, algunos relatos personales y el libro de contabilidad del poeta, autor de Nocturno:
“Una noche,
Una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de alas
Una noche
En que ardían en la sombra nupcial y húmeda las luciérnagas fantásticas,
A mi lado, lentamente, contra mí ceñida toda,
Muda y pálida
Como si un presentimiento de amarguras infinitas,
Hasta el más secreto fondo de tus fibras te agitara…”
Pero como siempre: a Vallejo no le gustó lo que escribió y abandonó el género por él recreado, la biografía novelada. Atrás quedó su innovación en el campo de la gramática rebelde sobre poetas malditos, homosexual uno y suicida el otro; marihuano aquél y éste último dizque con relaciones incestuosas. Según dijo, no quedó conforme con los libros sobre Barba-Jacob y menos con el de Silva, los dos poetas más grandes de Colombia, país de gramáticos y de presidentes que también eran gramáticos. Hoy la biografía novelada o la novela biográfica es sólo un recuerdo para Vallejo. Acaso, este género en prosa, sea lo mejor de su obra, para los lectores que aprecian a aquel que enseña a escribir lo que no cualquiera enseña, al tiempo que investiga y hurga en la historia, modificando la lógica del discurso y la lógica del tiempo.
“Escribo para olvidar”
Luego de su paso experimental por las biografías, en tres volúmenes y con dos poetas muertos trágicamente y vidas ídem, nuestro autor sólo contará lo que ve, lo que escucha, lo que siente. Más realista, más verídico, más cotidiano. No el verso, sino la prosa. No la biografía, sino la novela. No la vida de los otros, sino la de él. No otro tiempo, sino el presente. Enseña a escribir olvidando lo vivido: no sólo comunica al lector su gramática, sino que quiere olvidar enseñando el arte de escribir: ¡ qué maravilla! Se muestra así mismo. “La palabra no es artificiosa, la palabra está íntimamente ligada a lo que es el ser humano”. Y por eso la palabra es lo propio del hombre:
“Yo no sería capaz de ponerme en un libro. Porque soy demasiado caótico, y enredado, y contradictorio, y no me puedo apresar en palabras. Yo no tengo más que dos causas en mi vida: la defensa de los animales y el amor por la lengua española. Siempre he buscado escribir en un español correcto, sin los descuidos de casi toda la gente que escribe en español”.
Las cinco novelas contenidas en El rio del tiempo son autobiografías parciales del autor que cuenta la historia de su vida y la vida de su historia en un personaje. En cada una de ellas hay un narrador que se mira a sí mismo desde su niñez, adolescencia, juventud, adultez . Es un narrador en primera persona nostálgico, sensible, solitario y muy vivencial: con sus hermanos, con su abuela, con sus muchachos, con sus recuerdos, con sus animales. El narrador se llama Fernando pero no es Fernando Vallejo. El rio del tiempo son cinco novelas autobiográficas: hay ficción y realidad, así como hombres y mujeres que hablan de sí mismos (más hombres que mujeres, es claro). “Yo no sé cuánto hay de verdad o de mentira en mis libros”. Sin embargo, la literatura debe basarse en lo real, sabiendo antes que “el desafío de la literatura es mentir sin que nos demos cuenta”.
“El narrador que hice en los libros míos es un loco para muchos. Decidí hacerlo excesivo, exagerado, contradictorio. Hice de él una subjetividad rabiosa, contraria a la objetividad del resto. Habla con exabruptos y en un lenguaje que parece local. Tiene un toque de locura. A pesar de su disidencia, mi narrador es sincero. Yo nunca he pretendido ser ni políticamente correcto ni objetivo. Siempre he visto, dicho o escrito la realidad desde mi perspectiva. Aunque no suelo sostener mis ideas con mi personaje a veces sí lo hago”.
Fernando cuenta su niñez en Medellín, sus primeras inclinaciones sexuales, su apego al padre, sus vacaciones en la finca de la abuela, sus viajes a Italia y a México, sus opiniones sobre la vida, los papas y los presidentes. Fernando es un hombre que se está muriendo, y lo que le pide a la vida es que se acabe, que no vuelva. Fernando es un recuerdo, un hombre que escribe sobre sí mismo y sólo lo que él ha sentido. Y a partir del sufrimiento y el olvido experimentado cuando sabe que la vida no tiene sentido: “El sentido del hombre en la vida es ninguno”. Es también un personaje más como personajes han sido y son sus familiares, sus amigos y sus amores. La vida de Fernando es terrible puesto que la vida en sí misma lo es. “He escrito libros que muestran que la vida es terrible en la mejor de las circunstancias, con dinero, con salud, con educación”.
Vallejo novela la vida de Fernando siendo que éste, el gramático en primera persona que estará en sus últimos trabajos, es un personaje de novela, de novela autobiográfica creado por aquél. Vallejo se confunde con Fernando, y se funde en el discurso y en la vivencia por aquél recreada. Confundir el autor con el que relata la historia es el mayor hito de Vallejo como escritor de sí mismo. Y es al tiempo el mayor escándalo para el lector conservador, no acostumbrado a escuchar una voz propia. Leer a Vallejo es un reto, no requiere lectores pasivos.
“Durante los últimos doscientos años, la novela (entendiendo por novela la ficción en tercera persona) ha sido el gran género de la literatura. Ya no puede serlo más, ése es un camino recorrido, trillado, y no lleva a ninguna parte. ¿Qué originalidad hay en tomar, por ejemplo, una persona de la vida (o varias armando un híbrido) y cambiarle el nombre dizque para crear un personaje? Yo resolví hablar en nombre propio porque no me puedo meter en las mentes ajenas, al no haberse inventado todavía el lector de pensamientos; ni ando con una grabadora por los cafés y las calles y los cuartos grabando lo que dice el prójimo y metiéndome en las camas y en las conciencias ajenas para contarlo de chismoso en un libro. Balzac y Flaubert eran comadres. Todo lo que escribieron me suena a chisme. A chisme en prosa cocinera”.
El río del tiempo es una gran novela autobiográfica que en cinco ediciones vindica la vida de la infancia y la juventud al filo de la muerte. No es pues una apología a la vida, sino una alegoría sobre lo que se vivió cuando la muerte toca a la puerta. Es un discurso gramatical sobre la vida pasada: la gramática es un arte del tiempo pasado. Aquí el género literario de la novela se funde y se potencia con la autobiografía. Vallejo crea esta mezcla literaria con base en lo que ha sido la novela en tercera persona durante el siglo XIX y XX, género literario que él cuestiona a cual más. La innovación de Vallejo está en la primera persona: sólo se puede narrar lo que se ha visto, lo que se ha oído, lo que se ha vivido. Sólo se puede contar lo real y lo que ha pasado. Y el relato debe en lo posible ceñirse a lo que pasa o pasó. Realismo literario, lo llamamos.
“Yo he vivido siempre enfermo de nostalgia, pero una nostalgia incurable, porque la Colombia que yo dejé no es la de ahora. La Colombia que yo añoro es la de mi niñez y de mi juventud. Esa ya no existe, y la gran mayoría de los que me acompañaron en la vida ya se han muerto. Esa desapareció”.
La gran función de estas novelas autobiográficas no sólo está en la forma discursiva del realismo literario, sino en el cometido que tiene quien cuenta la historia de su vida: olvidar lo vivido. Sólo se puede olvidar lo que se ha vivido si lo contamos tal cual ha pasado: con todas las sensaciones, con todos los pensamientos, con todas las palabras, con todas las imprecaciones. Aquí no importa la forma tradicional de la gramática y menos los moralismos; en realidad importa el fondo: olvidar lo pasado contándolo en un presente violento. Lo que se quiere es escandalizar el presente con la verdad del protagonista, exorcizando el pasado con la mentira. En tanto que el pasado es una carga, un recuerdo que ata, una vivencia que determina y condiciona el presente, es necesario olvidarlo, dejarlo atrás. Decir la verdad. Olvidar los días azules, la infancia y los regalos de la vida; esa es la tarea del escritor que habla en primera persona. Vallejo es un gran lector que describe su alma: seductor, jocoso, grosero, exquisito. Vallejo es un músico del lenguaje escrito y un conocedor de la melodía de las palabras. O como él lo enseña: “La literatura ante todo es ritmo”. Y ese ritmo acompaña las vivencias de la infancia y los recuerdos no olvidados, en estas novelas autobiográficas como en las que le siguen. Eso recuerda al poeta José Asunción Silva:
“Infancia, valle ameno,
De calma y de frescura bendecida
Donde es suave el rayo
Del sol que abrasa el resto de la vida…”
“La vida es una desgracia”
El escándalo literario que causa su prosa es para molestar llamando la atención, para concientizar la miseria del presente, para enfadarse y burlarse con lo que se cree eterno, para dejar de ser ignorante y a cambio ser irónico, jocoso y crítico de todo y contra todo.
“Lo que yo he ido sosteniendo en los libros míos ha sido, más a mi pesar, que el viejo piensa así, así y así, para burlarme de todo. Son libros terroristas porque, a fin de cuentas, como no tengo a nada que aferrarme tengo el derecho a burlarme de todo y no hay nada de lo que no me pueda burlar. Bueno, excepto de los animales porque esto no me provoca burla sino compasión”.
La literatura que viene inmediatamente después de El rio del tiempo es la más escandalosa: el autor ha llegado a oír su propia voz, es inconfundible, los improperios se suceden unos a otros, los hijueputazos cambian el ritmo de la prosa: la vuelven más violenta, más verídica. La virgen de los sicarios, El desbarrancadero, Mi hermano el alcalde y La rambla paralela hacen la ruptura definitiva de Vallejo con el arte de la gramática tradicional. No son tales obras continuidad de las cinco novelas de El rio del tiempo, aunque tengan elementos comunes. La política del discurso sigue siendo la que ya se conocía, el narrador sigue hablando en primera persona, Medellín sigue estando en la vivencia, la infancia sigue sin ser olvidada del todo y la violencia aparece con mayor realismo. Hay pues mucho de su vida en los libros, así como fantasía y crítica implacable a las doctrinas religiosas, políticas y psicoanalíticas:
“El "yo" que hice en los libros míos es un loco. Resolví hacerlo excesivo, exagerado. Habla con exabruptos, es contradictorio. Decidí darle un toque de locura y de una subjetividad rabiosa, contraria a la objetividad que pretende todo el mundo. Todo el mundo pretende ser bien objetivo. Y últimamente, políticamente correcto. Yo nunca he pretendido ser ni políticamente correcto ni objetivo. Siempre he dicho la realidad desde los ojos míos. Digamos... la individualidad rabiosa. No sostengo mis ideas con mi personaje. Aunque a veces sí: si la gran verdad es que el autor no puede sostener sus ideas en la ficción, entonces por molestar...”
Ahora el acento criminal de la violencia adquiere connotaciones catastróficas y rabiosas en una forma de diatriba: todos estamos implicados. La vida no vale nada. El ser humano ha llegado al desprecio máximo: el sufrimiento y la crueldad no se detienen. El odio es parte de lo colectivo. La pasión está en matar. La mentira es cosa de todos los días: se odia, se mata, se engaña. Colombia es asesina. Colombia es la muerte. Y se cuenta por millones: sicarios y asesinos, guerreros y más guerreros. Y muertos, desde los años cuarenta, cincuenta, hasta el presente: del machete a la pistola. Adiós realismo mágico, bienvenido realismo político. Todos somos culpables, por haber nacido acá, por aceptar el sufrimiento y el odio; y no sólo por eso: porque nos seguimos reproduciendo. Dar vida es un crimen, dice Vallejo. La sexualidad no está para la reproducción sino para el disfrute y la homosexualidad es también una normalidad humana. La familia no es ya una institución válida. El psicoanálisis quedó atrás: ¡en la mierda!
“Yo a Colombia la quiero mucho y mientras más me acerco a la muerte más la quiero. Y su derrumbe, y su desplome, y su desintegración se suman a los míos”.
En La rambla paralela el narrador finalmente muere: sus recuerdos dejan de existir. La nostalgia confirma que la vida no vale la pena y que su pasado ha sido borrado para siempre. A propósito de los incontables muertos en sus novelas, Vallejo afirma: “Todos los muertos que allí aparecen los maté yo en mi corazón”. Fueron para olvidar, para dejar atrás la nostalgia de la infancia y la juventud. No es esta la mejor obra de Vallejo, pero es la que cierra el ciclo del realismo literario; cierra con ello el discurso del narrador en primera persona y de una vida que se entrega a la muerte, en una novela autobiográfica que muere con el recuerdo de la abuela. Hay en esta obra una diferencia frente a todas las anteriores: el coqueteo entre la primera y la tercera persona que se explaya en largos diálogos circunscritos a la identidad del personaje principal en Barcelona.
Vallejo a través de Fernando también cuenta la vida de sus hermanos. Hay pues una prolongación de su amor familiar casi maternal hacia estos seres. Un reconocimiento a ellos, antes de morir y cuando mueren. La muerte, que ha rondado al autor, es la constante en estas obras, sus dos hermanos son ejemplo de ello: uno se suicida y el otro muere de sida. La muerte es un tema reiterativo en la literatura del prosista colombiano. Es el caso de Mi hermano el alcalde y El desbarrancadero. En Mi hermano el alcalde el discurso es político en su gran mayoría. Es la imposibilidad de cambiar las cosas y de vivir de modo distinto en un pueblo llamado Támesis, Antioquia. La tozudez se impone a descredito de todo lo existente en un país que ya no es políticamente correcto y donde la muerte es cosa recurrente. Esta obra es una novela autobiográfica en forma de sátira, jocosa y mordaz, pero no tiene la contundencia de otras y menos la violencia verbal que le conocemos al autor. Lo que prima en su forma discursiva es la primera persona del narrador y extensos diálogos, circunloquios o diatribas.
“Yo estuve muchas veces al borde de matarme; no soportaba tantas locuras, tantas cosas”.
Capitulo aparte merecen dos obras significativas del mismo autor: La virgen de los sicarios y El desbarrancadero. En ambas hay una continuidad argumental, expositiva y gramatical muy bien logradas: con drama y aventuras trágicas casi épicas. Son pequeñas obras maestras en el lenguaje literario de la novela autobiográfica. Por eso podemos decir que El desbarrancadero es la continuidad de La virgen de los sicarios. Aunque en aquélla se aluda a la muerte del padre y del hermano, acompañada de madrazos a la madre y al país, es cierto que ésta última también lidia con el tema de la guerra, de la muerte y la historia del odio en Medellín y Colombia. En una no se quiere la muerte de los familiares, en la otra la muerte es necesaria: hay que atajar el odio. En ambas está el mismo narrador, Fernando; en ambas está un lenguaje de imprecación y denuncia; en ambas está el realismo literario que se acompaña del realismo político; en ambas está Vallejo y se nota su maestría discursiva en los exabruptos.
Cuenta el autor que es una tragedia la vida en Colombia. Un drama de no acabar. La muerte es la verdadera cara de la vida, en este país, como también en otras partes. La desolación y la soledad extrema, sazonada con dosis de amor explícito e implícito hacen las delicias de una lectura sin moralismos y sin prejuicios. Vallejo es un autor para librepensadores y el reto de éstos es leerse ellos mismos en Vallejo. En estas dos últimas obras que glosamos ese reto literario es evidente; es lo que no se entiende por parte de muchos lectores. El país como los protagonistas se van al barranco y con ellos también lo que somos y lo que queremos ser, incluso el idioma, escrito y hablado, refleja el desbarrancadero. Nuestro autor se mira a sí mismo y mira al país desde esta óptica, país en el que le tocó en suerte nacer, crecer y morir. La autobiografía de Vallejo y su derrumbe mortal es la misma de la madre que lo parió, Colombia. Sus obras no dejan posibilidad al silencio, sino a las pasiones, a la rabia, a la maledicencia, a la desazón: “me divierte hacer rabiar a la gente”.
“La sinceridad puede ser demoledora”
“Todo, todo se puede medir. ¿Por qué no habremos de medir entonces la impostura, la maliciosa capacidad de mentir del ser humano que es su esencia?”.
La frase sacada de Manualito de impustorología física nos revela el espíritu de crítica que anida en Vallejo. Debate científico en el que se ha embarcado de tiempo atrás; investigaciones hechas para sí mismo y para matar el tiempo escribiendo. Sus distintos ensayos científicos dan cuentas de esa impusturología y no sólo sus novelas autobiográficas. Vallejo es un autor polifacético y polémico, se ha dicho. Es un autor que debate con filósofos y teóricos, con la física, con la biología, con la teología, con la historia, con la gramática, con el marxismo, con el psicoanálisis. Cuestiona gramaticalmente la novela y va más allá, al campo de las ciencias sociales y naturales. Recordemos que es biólogo de profesión y antiteólogo por convicción. Es decir, un científico literato. De ahí que todo su discurso literario gira sobre la verdad y la mentira, sobre la vida y la muerte. Sobre el dolor y el sufrimiento:
“No puede ser feliz quien no es egoísta. Si estás rodeado de un mundo de dolor y no lo quieres ver, puedes ser feliz. Si lo vez, no puedes serlo”.
La mentira es una posición permanente. Mienten no sólo los presidentes y los papas, también los científicos y los novelistas. La mentira es una rutina discursiva de todos los hombres. Y ante ella y contra ella el literato dirige sus baterías. Su política discursiva es a favor de la verdad, del debate, de la polémica y del realismo; siempre decir su verdad, lo que piensa: “La palabra es el ser humano”. Sólo ser uno mismo en lo escrito y en lo hablado: “uno es como habla”. Vallejo investiga y escribe, y sus ensayos de biología y física están para demostrarlo. Manualito de impustorología se acompaña de La tautología darwinista y otros ensayos de biología, en los que la ciencia sale al ruedo. Darwin, Newton, Einstein, mienten y han mentido, según el autor. Y no sólo ellos, también la iglesia, los papas y la teología cristiana. La puta de babilonia es su último ensayo, el más polémico de todos, en lo histórico y en lo gramatical. Es un texto antiteológico, porque como él mismo lo reconoce: “yo conozco el monstruo por dentro”:
“La ramera de las rameras, la meretriz de las meretrices, la puta de Babilonia, la impune bimilenaria tiene cuentas pendientes conmigo desde mi infancia y aquí se las voy a cobrar”.
Y el cobro no es otro que un ensayo histórico en tres idiomas: castellano, griego y latín. El autor se apoya para su crítica en textos bíblicos oficiales y no oficiales, ensayos históricos, hechos verídicos y mucha personalidad. Si la primera crítica es la crítica a la religión, Vallejo se ha tomado toda una vida para explicar el derrumbe de la Iglesia Católica y de las religiones monoteístas de occidente. Esa gran mentira que siempre está con los poderosos, cual puta, como lo afirma hasta el cansancio.
Mentira, violencia, odio, niñez, soledad, amor, egoísmo, nostalgia, muerte: son los temas de Vallejo en sus novelas autobiográficas. Un autor realista para nada idealista, materialista y para nada ideologista. Dichos temas se acompañan de tres formas literarias publicadas en su versátil prosa: biografías, novelas y ensayos. En cada uno de ellas hay un narrador creado por el autor, hay un yo personal y hay un debate abierto: ora contra los biógrafos, ora contra los novelistas, ora contra los científicos, psicoanalistas o teólogos. Por eso, entiéndase bien, el acento discursivo de sus escritos es uno sólo: “el personaje mío es, a fin de cuentas, un gramático del idioma”. La constante discursiva de Vallejo es a partir de su personaje la denuncia, la polémica, pues dice lo que piensa, y como hemos dicho la vindicación de la palabra, la misma que registra su verdad: “El gran lenguaje del hombre es la palabra”. Vallejo es un librepensador, un prosista dionisiaco, un Hamlet del discurso. Y en tal práctica es considerado un artista o un loco. Primera canción delirante de Barba-Jacob dice así:
“Goza tu instante, goza tu locura:
todo se ciñe al ritmo del amor
y son sólo fantasmas de la vida
el bien y el mal, la sobra y el fulgor”
Un hombre que se ha hecho a sí mismo, (“mi patria es mi idioma”), que enseña a sus lectores el arte de la escritura y el respeto por el idioma, tanto el hablado como el escrito, ese es el mismo que se dedicó de tiempo completo al arte literario: “La vida mía es un vacío muy grande, que yo la llené escribiendo mucho tiempo”. Vallejo pues es un escritor posmoderno, un revolucionario del tiempo presente donde decir la verdad, su verdad, es escandalizar a los sinvergüenzas. Sus grandes temas hablan por sí solos: homosexualismo, anarquismo, ateísmo. La sociedad burguesa se escandaliza: ¡que se escandalice! Pero también está la defensa radical de los animales y su lucha contra la pobreza y la sobrepoblación: la plebe, la chusma. “¿Cómo voy a ser fascista si estoy insultando a Cristo, al Papa, a la religión cristiana, a la familia y a la procreación?”. Un hombre signado por la maldición, cronista de la devastación como se le ha llamado, lector y escritor diestro en la hábil prédica del desastre. Ha dicho que insulta a Colombia “porque la quiero”, “y porque la quiero, quiero que se acabe: para que no sufra más”. Por eso, sentencia: “soy artista de la supervivencia”. Y como artista cuestiona el idioma: “en la actualidad casi nadie puede distinguir quién escribe bien y quién escribe mal. Hay quienes creen que el idioma literario y el coloquial son lo mismo”.
También Vallejo disuelve con su crítica mordaz y castiza las instituciones burgueses más tradicionales: el matrimonio, la nación, la sexualidad, la moral. "La literatura está para molestar a los hipócritas”, ha dicho. “Yo sólo escribo la estricta verdad”, reitera una y otra vez. ¿Hasta dónde una sociedad llamada democrática acepta a Fernando Vallejo? Y en ese empeño que escandaliza a muchos hombres políticamente correctos, tartufos, los llamaría él, su tarea también ha sido deconstruir los ortodoxos géneros literarios (por ejemplo, enseñando los qués galicados y los dequeísmos), y afirmar el yo en el discurso escrito y hablado. Claro: en la literatura todo se puede, por eso por precaución: “No hay que tomar mis libros tan en serio”.
Un gramático eximio, un hábil conocedor de los géneros literarios y de las letras castellanas es nuestro autor maldito. Un melómano de la música clásica y de los boleros, los tangos y las rancheras. Un escritor anormal en un mundo considerado normal. Un prosista que enseña: “no hay más verdad que la de uno, como principio literario”. Un narrador vivencial y realista (¿qué más realista que un madrazo?); maldito para los poderes oligárquicos establecidos; pervertido, invertido o degenerado para muchos; apátrida, apóstata, hereje, malnacido para otros. Pero, en verdad, prosista como pocos, con sintaxis versátil, fluida y concisa, con precisa puntuación, un gran humorista, con giros gramaticales rítmicos y sonoros, hasta pedagogo del idioma. Un hombre que escribiría contra todo, menos contra una cosa: “Nunca escribiría contra los que quieren a los animales”. Un vegetariano extremo, un ateo insultante, un aristócrata de la palabra amante de Azorín, Mujica, Cuervo y Caro, un anarquista contra la violencia, un hombre heideggeriano e incluso sartriano que predica que “vivir es morir”. Ese es Fernando Vallejo en sus nueve novelas, cuatro ensayos y tres biografías: el mejor escritor de Colombia.
“Lo que mis lectores están oyendo detrás de las palabras impresas es mi voz. Y no están leyendo un libro: me están leyendo el alma.”
martes, 17 de junio de 2008
RAUL GOMEZ JATTIN: EL DIOS QUE ADORA
“Yo fui tan lúcido que hasta loco fui”. La frase sólo puede ser dicha por un poeta o un loco. O por ambos. Y es que Raúl Gómez Jattin, su autor, fue justamente eso: un poeta loco. Enamorado, marihuano y vulgar. Poeta y loco: dos vidas en un solo hombre. Algo terrible. O maravilloso.
El poeta vagó por la costa norte de Colombia, desde su natal Cartagena hasta su amada Cereté, y de ésta a aquélla. El poeta antes de ser tal vivió del teatro. El poeta escribió un número generoso de poemas que iban saliendo así: sin artificios, sin complicaciones, sin tapujos. El poeta anunciaba sus versos en recitales acá y allá con la voz fuerte del hombre costeño que era. El poeta vivía de sus letras y palabras. En cambio el loco fue algo más: las aceras fueron su cama habitual, las cárceles sus lugares de paso obligado y los hospitales los sitios más crueles donde malvivía su locura. El loco no vivía, sobrevivía. El poeta murió hace diez años en un absurdo accidente de tránsito; el loco se suicidó tirándose a un auto. Del poeta se dice que escribía bien, que recitaba mejor y que pensaba como poeta: escribía, recitaba y pensaba sólo versos. Bellísimo. Poesía vulgar, dicen muchos. Poesía, dicen otros. En cambio el loco es inclasificable, cuando no inentendible: que violentaba a los transeúntes, que su sexualidad era asquerosa, que la marihuana lo desquiciaba, que no se bañaba, que era un mendigo solitario y triste, que moría todos los días. “Si quieres saber del Raúl / que habita estas prisiones / lee estos duros versos / nacidos de la desolación / Poemas amargos / Poemas simples y soñados / crecidos como crece la hierba / entre el pavimento de las calles”. Ese es el loco: una hierba que crece entre el pavimento de las calles. Y calles son lo que hay.
El poeta se decía a sí mismo que era un Dios: “Soy un Dios en mi pueblo y mi valle / No porque me adoren Sino porque yo lo hago”. Un Dios que sufre y llora y ríe y ama. Un Dios humano. Un Dios que roba versos: “como estos versos míos que le robo a la muerte”. Vida y muerte, tal es el péndulo temático que registra los movimientos del hombre poeta, del poeta loco. Es claro que un poeta es más que un hombre sin penas, es un Hombre con todas ellas. “Intemperie y soledad / faltan en tu vida amigo de mi alma / Lo lamento De verdad lo lamento/ (…) No te ha azotado el desamparo / Ni la injusticia Ni la traición / No has sido perseguido”. No eres poeta aún. Para ser poeta se requiere de una receta infalible: soledad, amor, desengaño, angustia, nostalgia…
El loco se sabe hijo menor, “el más inteligente”: “En vez de abogado respetable / marihuana conocido / En vez del esposo amante / un solterón precavido / En vez de hijos / unos menesterosos poemas”. El pecado fue haber sabido más: “Lo cierto es que el padre le habló en su niñez de libertad / De que Honoré de Balzac era un hombre notable / De La canción de la vida profunda / Sin darse cuenta de lo que estaba cometiendo”. Un loco pues: “Porque a la riqueza miro de perfil / mas no con odio”; “Porque no defendí el capital siendo abogado”; “Porque sé dar una trompada al amigo ladrón”. La metamorfosis del loco se da aquí: en lo que escribe en tanto que lo vive, en la poesía que le inunda sus venas cual si fuera la sangre de un renegado a morir y un condenado a vivir. Ese fue Raúl. Un poeta maldito. Un bello poeta. Un Dios que entre acera y acera describía la vida de un Hombre enamorado y solitario.
Dos personas en una, el poeta y el loco. Y a la vez ni lo uno ni lo otro: “Por qué querrá esa gente mi persona / si Raúl no es nadie Pienso yo / Si es mi vida una reunión de ellos / que pasan por su centro y se llevan mi dolor/ (…) Será porque los amo / Porque está repartido en ellos mi corazón/ (…) Así vive en ellos Raúl Gómez / Llorando riendo y en veces sonriendo / Siendo ellos y siendo a veces también yo”. No pregunten quién ganó la partida, si el poeta o el loco. Sólo se puede decir que el hombre se hizo Hombre, Raúl Gómez Jattin. Un Dios humano. Por eso: “Nadie soy yo Nadie soy yo”.
Cereté fue el lugar en el que el poeta y el loco se enfrentaron hasta fundirse en herejía; hasta ser el renegado que quiso ser: un verdadero nadaista cual poeta maldito del siglo XIX. “Allí amé dos veces al Amor / Y el Amor dijo una vez que sí / Y otra vez que no / Que ni para el putas”. “Allí tuve una familia que amaba el arte y la naturaleza”. “Allí soñé escribir y cantar”. Cereté con sus gentes, “Sol sobre los tejados y los transeúntes presurosos”, con sus “noches estrelladas”. La tierra nunca olvidada: “Laberinto correteado por mi niñez de siempre”. “Los amo más en el exilio / Los recuerdo con un sollozo a punto de estallar / en mi loca garganta He aquí la prueba”. Esta soledad, con sus tristezas y añoranzas, fue la gran concubina del poeta loco, su cómplice de todos los días. La concubina de sus pesares y recuerdos: la soledad de Gómez Jattin. Por eso a la “desgracia” le anuncia sin más: “Perdóname señora oscura y venerable / mi atrevimiento de hijo bastardo / que no puede más con su vacío corazón”. Entre la soledad y la locura: así vivió el poeta. Y así murió.
Su herencia sólo puede ser el placer de vivir, de amar, de soñar, de sentir. “Corrompimos al niño y corrompimos a la niña / Por separado y luego juntos ¡Qué espectáculo! / Buenas noticias dices / ¿Han preguntado por mi? / Sólo al principio / El placer los ha vuelto insensibles / Dígales que me alegro por ellos”. Así como el poeta loco sabe lo que es la soledad y el placer, la tristeza y la gratitud, también sabe quién ha sido su mejor amigo: “Casi no conozco a mi mejor amigo / Nos vemos por la calle / Un cómo estás cálido y sentido / Casi no lo he tratado / pero presiento en él / a un hombre de valor (…) No me importa que no me reconozca / Es mi mejor amigo / Son los suyos los ojos más sinceros / que jamás me han visto (…) Mi mejor amigo vive en mí / y yo aspiro a vivir en él / sencillamente / Sin estorbarnos”. Soledad: qué gran conspiración es tu compañía. Soledad: no hay mejor amistad.
Soledad, soledad, soledad: ah, la inspiración de todo poeta loco. “Me envenenó la vida / Me sustrajo de mi movimiento natural / y me entregó a las sombras / de los amores no correspondidos / Me trastocó los sueños / metiéndose como un conspirador entre sus grietas / Desempolvó recuerdos / que hablaban de partidas y de adioses / Mientras tanto mi alma / acostumbrada a la desgracia / lo veía hacer / como un condenado que presencia / el levantamiento del patíbulo”. Y es que la soledad sólo puede anunciar los años vividos y la vejez que asecha con su martirio: “Emborráchate de nostalgia Empieza un verso / Apúrate pendejo que por ahí entre tus glándulas / transita la vejez inerme”.
La nostalgia, y su compañera la soledad, también hacen parte del Amor, del verdadero Amor: “el amor es / el peor enemigo / del amor”. No hay escapatoria: estamos condenados. Por eso el poeta es un loco que descubrió el secreto del Amor volviéndose el loco empedernido que siempre sueña: “Valorad al loco / Su indiscutible propensión a la poesía / Su árbol que le crece por la boca / con raíces enredadas en el cielo (…) Él nos representa ante el mundo / con su sensibilidad dolorosa como un parto”. Un poeta con dolor de hombre, con sensibilidad de mujer; una locura hecha Hombre. Ese es Raúl: “Los habitantes de mi aldea / dicen que soy un hombre / despreciable y peligroso / Y no andan muy equivocados (…) Despreciado y Peligroso / Eso ha hecho de mí la poesía y el amor (…) Señores habitantes / Tranquilos / que sólo a mí / suelo hacer daño”. Un poeta despreciable y despreciado que ha probado el sabor de la amargura y también a “esa mula vieja de mi angustia”. Por eso los alucinógenos son para él los acompañantes de su inspiración virtuosa; la dosis de ilusión que le da fuerza de ánimo entre noche y noche: “Del hongo stropharia y su herida mortal / derivó mi alma una locura alucinada / de entregarle a mis palabras de siempre / todo el sentido decisivo de la plena vida (…) Toda esa gran vida a los alucinógenos debo / La delicadeza de un alma no está casi / en lo que se apropia Sino en el desprecio de ese estorbo / sangriento cual banquete de Tiestes / que la opulencia inconsciente ofrece vana y fútil”.
Y, sin embargo, el Raúl no es de nadie aunque esté en todas partes y con todos. “No soy de ti pero tampoco me pertenezco Soy de esos / momentos que habitas incluso con violencia Pero / la herida es tuya Y el dolor que te imagina olvidándome”. El dolor es producto del amor, de la pasión encontrada o perdida. No se le puede huir y menos exorcizar, sólo vivir: “No soy malvado Trato de enamorarte / Intento ser sincero con lo enfermo que estoy / y entrar en el maleficio de tu cuerpo / como un río que teme al mar pero siempre muere en él”. Amor y soledad van al unísono, hacen juego con la locura. La vida al ser vivida como una locura. “No sé dónde arderás ahora corazón mío / Necesito entregarte siempre como esclavo Pobre de ti / Es urgente que enfermes otra vez y otra vez / (…) Qué voy a hacer contigo ahí desocupado / como estúpida biología Vamos deshazte / de tu pesadumbre y emprende vuelo”.
Sólo hay un Raúl Gómez Jattin, poeta y loco. Un Dios que adora: “En este cuerpo / en el cual la vida ya anochece / vivo yo / Vientre blando y cabeza calva / Pocos dientes / Y yo adentro / como un condenado / Estoy adentro y estoy enamorado / y estoy viejo / Descifro mi dolor con la poesía / y el resultado es especialmente doloroso / voces que anuncian: ahí vienen tus angustias / Voces quebradas: pasaron ya tus días / (…) La poesía es la única compañera / acostúmbrate a sus cuchillos / que es la única”.
Los amores que pasan o se quedan, pero siempre se recuerdan, son los grandes temas de la poesía maldita de Raúl. “Ellos me enseñaron que cuando se aman así / se pierde / y que cuanto se pierde en el amar / se gana en el alma”. Amores naufragados en las aguas del destino incierto: “Pero antes de mi deseo estaba mi futuro / Estabas tú antes que mi deseo de ti / antes que el deseo estaba el amor / Antes que el amor estaba la vida y su maldad”. Locura y amor: qué gran pareja de inspiración, un noviazgo eterno. “Cuando te conocí venía de estar muerto / Muerto y amortajado en mis propios recuerdos / Venía de esconderme en una grave locura / que tomaba mi vida y se la ofrecía al viento / para que él la llevara a un lugar ciego lejos / libre de aquellas cosas que parecen la vida / y que la ocultan a costas de nuestra lozanía / Libre de la desdicha de ser amargo y solo / (…) Cuando te conocí hasta el sol era enemigo / (…) Las palabras habían huido de mi voz / (…) Llevaba tantas noches sin tomar una mano / que era de dolor y hielo el hueso de las mías”.
Así llegamos al amor con sus realidades y fantasmas. El amor, el secreto revelado del Dios que adora. Un hombre que siente como ninguno. “No tengo miedo de mí / sólo amar me llena / y naturalmente no tengo / a nadie a quién querer / Porque si tuviera no tendría amor sino zozobra-miedo”. Poesía y realidades, amores y desengaños, soledades y traiciones. Tal es la vida con sus emociones, luces y sombras. “Isabel ojos de pavo real / ahora que tienes cinco hijos con el alcalde / y te pasea por el pueblo un chofer endomingado / ahora que usas anteojos / cuando nos vemos me tiras un "Qué hay de tu vida" / Frío e impersonal / Como si yo tuviera de eso/ Como si yo todavía usara eso."
Por todo lo dicho, y a 10 años de la muerte de Raúl, del poeta con alma de Dios y voluntad de niño, aún hoy recordamos su poesía, sus versos, nacidos de la soledad, de la nostalgia y acompañados del demonio del amor, siempre vigilante. Poesía maldita que sigue recordando a todo aquel que recuerde que morir es también la otra cara de la vida: “Caigo de mí / hacia mí / ¿Dolor? No / ¿Angustia? No / ¿Qué pues? / vacío que me espera / Anuncios de la muerte”.
“Vuelo hacia la muerte”…
El poeta vagó por la costa norte de Colombia, desde su natal Cartagena hasta su amada Cereté, y de ésta a aquélla. El poeta antes de ser tal vivió del teatro. El poeta escribió un número generoso de poemas que iban saliendo así: sin artificios, sin complicaciones, sin tapujos. El poeta anunciaba sus versos en recitales acá y allá con la voz fuerte del hombre costeño que era. El poeta vivía de sus letras y palabras. En cambio el loco fue algo más: las aceras fueron su cama habitual, las cárceles sus lugares de paso obligado y los hospitales los sitios más crueles donde malvivía su locura. El loco no vivía, sobrevivía. El poeta murió hace diez años en un absurdo accidente de tránsito; el loco se suicidó tirándose a un auto. Del poeta se dice que escribía bien, que recitaba mejor y que pensaba como poeta: escribía, recitaba y pensaba sólo versos. Bellísimo. Poesía vulgar, dicen muchos. Poesía, dicen otros. En cambio el loco es inclasificable, cuando no inentendible: que violentaba a los transeúntes, que su sexualidad era asquerosa, que la marihuana lo desquiciaba, que no se bañaba, que era un mendigo solitario y triste, que moría todos los días. “Si quieres saber del Raúl / que habita estas prisiones / lee estos duros versos / nacidos de la desolación / Poemas amargos / Poemas simples y soñados / crecidos como crece la hierba / entre el pavimento de las calles”. Ese es el loco: una hierba que crece entre el pavimento de las calles. Y calles son lo que hay.
El poeta se decía a sí mismo que era un Dios: “Soy un Dios en mi pueblo y mi valle / No porque me adoren Sino porque yo lo hago”. Un Dios que sufre y llora y ríe y ama. Un Dios humano. Un Dios que roba versos: “como estos versos míos que le robo a la muerte”. Vida y muerte, tal es el péndulo temático que registra los movimientos del hombre poeta, del poeta loco. Es claro que un poeta es más que un hombre sin penas, es un Hombre con todas ellas. “Intemperie y soledad / faltan en tu vida amigo de mi alma / Lo lamento De verdad lo lamento/ (…) No te ha azotado el desamparo / Ni la injusticia Ni la traición / No has sido perseguido”. No eres poeta aún. Para ser poeta se requiere de una receta infalible: soledad, amor, desengaño, angustia, nostalgia…
El loco se sabe hijo menor, “el más inteligente”: “En vez de abogado respetable / marihuana conocido / En vez del esposo amante / un solterón precavido / En vez de hijos / unos menesterosos poemas”. El pecado fue haber sabido más: “Lo cierto es que el padre le habló en su niñez de libertad / De que Honoré de Balzac era un hombre notable / De La canción de la vida profunda / Sin darse cuenta de lo que estaba cometiendo”. Un loco pues: “Porque a la riqueza miro de perfil / mas no con odio”; “Porque no defendí el capital siendo abogado”; “Porque sé dar una trompada al amigo ladrón”. La metamorfosis del loco se da aquí: en lo que escribe en tanto que lo vive, en la poesía que le inunda sus venas cual si fuera la sangre de un renegado a morir y un condenado a vivir. Ese fue Raúl. Un poeta maldito. Un bello poeta. Un Dios que entre acera y acera describía la vida de un Hombre enamorado y solitario.
Dos personas en una, el poeta y el loco. Y a la vez ni lo uno ni lo otro: “Por qué querrá esa gente mi persona / si Raúl no es nadie Pienso yo / Si es mi vida una reunión de ellos / que pasan por su centro y se llevan mi dolor/ (…) Será porque los amo / Porque está repartido en ellos mi corazón/ (…) Así vive en ellos Raúl Gómez / Llorando riendo y en veces sonriendo / Siendo ellos y siendo a veces también yo”. No pregunten quién ganó la partida, si el poeta o el loco. Sólo se puede decir que el hombre se hizo Hombre, Raúl Gómez Jattin. Un Dios humano. Por eso: “Nadie soy yo Nadie soy yo”.
Cereté fue el lugar en el que el poeta y el loco se enfrentaron hasta fundirse en herejía; hasta ser el renegado que quiso ser: un verdadero nadaista cual poeta maldito del siglo XIX. “Allí amé dos veces al Amor / Y el Amor dijo una vez que sí / Y otra vez que no / Que ni para el putas”. “Allí tuve una familia que amaba el arte y la naturaleza”. “Allí soñé escribir y cantar”. Cereté con sus gentes, “Sol sobre los tejados y los transeúntes presurosos”, con sus “noches estrelladas”. La tierra nunca olvidada: “Laberinto correteado por mi niñez de siempre”. “Los amo más en el exilio / Los recuerdo con un sollozo a punto de estallar / en mi loca garganta He aquí la prueba”. Esta soledad, con sus tristezas y añoranzas, fue la gran concubina del poeta loco, su cómplice de todos los días. La concubina de sus pesares y recuerdos: la soledad de Gómez Jattin. Por eso a la “desgracia” le anuncia sin más: “Perdóname señora oscura y venerable / mi atrevimiento de hijo bastardo / que no puede más con su vacío corazón”. Entre la soledad y la locura: así vivió el poeta. Y así murió.
Su herencia sólo puede ser el placer de vivir, de amar, de soñar, de sentir. “Corrompimos al niño y corrompimos a la niña / Por separado y luego juntos ¡Qué espectáculo! / Buenas noticias dices / ¿Han preguntado por mi? / Sólo al principio / El placer los ha vuelto insensibles / Dígales que me alegro por ellos”. Así como el poeta loco sabe lo que es la soledad y el placer, la tristeza y la gratitud, también sabe quién ha sido su mejor amigo: “Casi no conozco a mi mejor amigo / Nos vemos por la calle / Un cómo estás cálido y sentido / Casi no lo he tratado / pero presiento en él / a un hombre de valor (…) No me importa que no me reconozca / Es mi mejor amigo / Son los suyos los ojos más sinceros / que jamás me han visto (…) Mi mejor amigo vive en mí / y yo aspiro a vivir en él / sencillamente / Sin estorbarnos”. Soledad: qué gran conspiración es tu compañía. Soledad: no hay mejor amistad.
Soledad, soledad, soledad: ah, la inspiración de todo poeta loco. “Me envenenó la vida / Me sustrajo de mi movimiento natural / y me entregó a las sombras / de los amores no correspondidos / Me trastocó los sueños / metiéndose como un conspirador entre sus grietas / Desempolvó recuerdos / que hablaban de partidas y de adioses / Mientras tanto mi alma / acostumbrada a la desgracia / lo veía hacer / como un condenado que presencia / el levantamiento del patíbulo”. Y es que la soledad sólo puede anunciar los años vividos y la vejez que asecha con su martirio: “Emborráchate de nostalgia Empieza un verso / Apúrate pendejo que por ahí entre tus glándulas / transita la vejez inerme”.
La nostalgia, y su compañera la soledad, también hacen parte del Amor, del verdadero Amor: “el amor es / el peor enemigo / del amor”. No hay escapatoria: estamos condenados. Por eso el poeta es un loco que descubrió el secreto del Amor volviéndose el loco empedernido que siempre sueña: “Valorad al loco / Su indiscutible propensión a la poesía / Su árbol que le crece por la boca / con raíces enredadas en el cielo (…) Él nos representa ante el mundo / con su sensibilidad dolorosa como un parto”. Un poeta con dolor de hombre, con sensibilidad de mujer; una locura hecha Hombre. Ese es Raúl: “Los habitantes de mi aldea / dicen que soy un hombre / despreciable y peligroso / Y no andan muy equivocados (…) Despreciado y Peligroso / Eso ha hecho de mí la poesía y el amor (…) Señores habitantes / Tranquilos / que sólo a mí / suelo hacer daño”. Un poeta despreciable y despreciado que ha probado el sabor de la amargura y también a “esa mula vieja de mi angustia”. Por eso los alucinógenos son para él los acompañantes de su inspiración virtuosa; la dosis de ilusión que le da fuerza de ánimo entre noche y noche: “Del hongo stropharia y su herida mortal / derivó mi alma una locura alucinada / de entregarle a mis palabras de siempre / todo el sentido decisivo de la plena vida (…) Toda esa gran vida a los alucinógenos debo / La delicadeza de un alma no está casi / en lo que se apropia Sino en el desprecio de ese estorbo / sangriento cual banquete de Tiestes / que la opulencia inconsciente ofrece vana y fútil”.
Y, sin embargo, el Raúl no es de nadie aunque esté en todas partes y con todos. “No soy de ti pero tampoco me pertenezco Soy de esos / momentos que habitas incluso con violencia Pero / la herida es tuya Y el dolor que te imagina olvidándome”. El dolor es producto del amor, de la pasión encontrada o perdida. No se le puede huir y menos exorcizar, sólo vivir: “No soy malvado Trato de enamorarte / Intento ser sincero con lo enfermo que estoy / y entrar en el maleficio de tu cuerpo / como un río que teme al mar pero siempre muere en él”. Amor y soledad van al unísono, hacen juego con la locura. La vida al ser vivida como una locura. “No sé dónde arderás ahora corazón mío / Necesito entregarte siempre como esclavo Pobre de ti / Es urgente que enfermes otra vez y otra vez / (…) Qué voy a hacer contigo ahí desocupado / como estúpida biología Vamos deshazte / de tu pesadumbre y emprende vuelo”.
Sólo hay un Raúl Gómez Jattin, poeta y loco. Un Dios que adora: “En este cuerpo / en el cual la vida ya anochece / vivo yo / Vientre blando y cabeza calva / Pocos dientes / Y yo adentro / como un condenado / Estoy adentro y estoy enamorado / y estoy viejo / Descifro mi dolor con la poesía / y el resultado es especialmente doloroso / voces que anuncian: ahí vienen tus angustias / Voces quebradas: pasaron ya tus días / (…) La poesía es la única compañera / acostúmbrate a sus cuchillos / que es la única”.
Los amores que pasan o se quedan, pero siempre se recuerdan, son los grandes temas de la poesía maldita de Raúl. “Ellos me enseñaron que cuando se aman así / se pierde / y que cuanto se pierde en el amar / se gana en el alma”. Amores naufragados en las aguas del destino incierto: “Pero antes de mi deseo estaba mi futuro / Estabas tú antes que mi deseo de ti / antes que el deseo estaba el amor / Antes que el amor estaba la vida y su maldad”. Locura y amor: qué gran pareja de inspiración, un noviazgo eterno. “Cuando te conocí venía de estar muerto / Muerto y amortajado en mis propios recuerdos / Venía de esconderme en una grave locura / que tomaba mi vida y se la ofrecía al viento / para que él la llevara a un lugar ciego lejos / libre de aquellas cosas que parecen la vida / y que la ocultan a costas de nuestra lozanía / Libre de la desdicha de ser amargo y solo / (…) Cuando te conocí hasta el sol era enemigo / (…) Las palabras habían huido de mi voz / (…) Llevaba tantas noches sin tomar una mano / que era de dolor y hielo el hueso de las mías”.
Así llegamos al amor con sus realidades y fantasmas. El amor, el secreto revelado del Dios que adora. Un hombre que siente como ninguno. “No tengo miedo de mí / sólo amar me llena / y naturalmente no tengo / a nadie a quién querer / Porque si tuviera no tendría amor sino zozobra-miedo”. Poesía y realidades, amores y desengaños, soledades y traiciones. Tal es la vida con sus emociones, luces y sombras. “Isabel ojos de pavo real / ahora que tienes cinco hijos con el alcalde / y te pasea por el pueblo un chofer endomingado / ahora que usas anteojos / cuando nos vemos me tiras un "Qué hay de tu vida" / Frío e impersonal / Como si yo tuviera de eso/ Como si yo todavía usara eso."
Por todo lo dicho, y a 10 años de la muerte de Raúl, del poeta con alma de Dios y voluntad de niño, aún hoy recordamos su poesía, sus versos, nacidos de la soledad, de la nostalgia y acompañados del demonio del amor, siempre vigilante. Poesía maldita que sigue recordando a todo aquel que recuerde que morir es también la otra cara de la vida: “Caigo de mí / hacia mí / ¿Dolor? No / ¿Angustia? No / ¿Qué pues? / vacío que me espera / Anuncios de la muerte”.
“Vuelo hacia la muerte”…
SOBRE "LAS INTERMITENCIAS DE LA MUERTE" DE SARAMAGO
“No es la vida que retrocede con horror frente a la muerte y se preserva pura de la destrucción, sino la vida que incluye la muerte, y se mantiene en la muerte misma, la que constituye la vida del espíritu”. F. G. HEGEL
“El saber de la muerte es el que confiere a la vida su significado”. ESTANISLAO ZULETA
“¿Quién me untó la muerte en la planta de los pies el día de mi nacimiento?” JAIME SABINES
“La muerte, por sí misma, sola, sin ninguna ayuda exterior, siempre ha matado menos que el hombre”. JOSÉ SARAMAGO
Anónimo lector: ¿cómo leer un libro que empieza y termina con la misma expresión, “Al día siguiente no murió nadie”? Sólo si es una obra de arte. Y no exageramos: a Las intermitencias de la muerte (2005) no le falta ni le sobra nada: es una sinfonía perfecta. José Saramago, su autor, reflexiona y con él sus lectores sobre la humanidad: sus absurdos, sus luchas, sus ilusiones, sus miedos, sus amores, cuando la muerte (nuestra “visceral enemiga”) hace de las suyas en “una sociedad dividida entre la esperanza de vivir siempre y el temor de no morir nunca”. Eso que se llama Hombre, con mayúscula, es puesto en un debate filosófico y ético bajo la forma de una novela en alguna sociedad contemporánea, tan actual como posible.
¿Pensar la muerte, como “atenta servidora” es también pensar la vida? Claro que sí: es lo lógico. Y, pensar la vida sólo se da si se piensa la cotidianidad del ser humano. O como dice uno de los personajes de la novela: “cada uno de nosotros es por el momento la vida”. Pero para ello preguntémonos por el significado de vivir: ¿vivir es lo mismo para todos?, ¿morir es la consecuencia natural de lo primero?, ¿estamos condenados a morir así como a vivir?, ¿podemos conocer la muerte y detener su curso inevitable?, ¿si sabemos que moriremos cómo vivir la vida?, ¿por qué podemos llegar a ser finitos y terrenales?, ¿dónde queda la trascendencia y la espiritualidad si afirmamos la vida? Preguntas y más preguntas: eso es lo mejor del libro en sus 274 páginas.
Por supuesto, en Las intermitencias de la muerte el presupuesto no puede ser otro: no es posible separar la vida de la muerte y la muerte de la vida: sin la una no hay la otra. Dos caras de la misma moneda: vida y muerte como complemento. El autor nos sorprende y ese es su objetivo deliberado: la novela es una gran alegoría sobre el poder de la vida, siendo que alude a la mismísima muerte como personaje principal. Pero es explicable: sólo si conocemos el poder de la muerte podemos reconocernos y aceptarnos en la vida, tan difícil de vivir: “la vida es una orquesta que siempre está tocando, afinada, desafinada, un titanic que siempre se hunde y siempre regresa a la superficie”.
Este es un libro filosófico, el mejor logrado por el nobel de literatura. Si Saramago en Ensayo sobre la lucidez reflexiona sobre la participación democrática de la multitud en un caso hipotético y muy posible de oposición mayoritaria del voto en blanco, en Las intermitencias de la muerte el gobierno también aparece como problema: ¿cómo gobernar a seres que se saben inmortales y eternos? Si en El hombre duplicado el tema es la soledad de los individuos concretos en una sociedad indiferente y obtusa, en Las intermitencias de la muerte, cuando se retira la parca de la vida, el temor es la falta de identidad: sin la muerte la vida pierde valor. Si en Ensayo sobre la ceguera la referencia es que estamos ciegos y creemos estar muy videntes, en Las intermitencias de la muerte la ceguera es saber qué hacemos con la vida cuando lo evidente es que nadie muere. Si en La caverna el tema gira en torno a la alegoría del consumismo desbocado y la desvalorización de la vida cotidiana, en Las intermitencias de la muerte el tema no puede ser otro que las dificultades de vivir en una sociedad construida sobre la materialidad del ser humano, donde el “momento” se pierde y el único resultado es que el valor de cambio de la vida es la muerte. Si se deja atrás “nuestra humana voluntad de vivir”, ¿qué somos?
Léase bien y entiéndase mejor: sobre la muerte se ha construido la vida. Tal es la crítica central del autor. Vale decir: si sabemos que somos mortales, el hombre y la mujer son fuerzas productivas, pertenecen a una sociedad de trabajadores, tienen una época productiva así como una niñez, adultez y vejez que hay que gobernar de la mejor manera. Igual como se vive de los vivos, también se vive de los muertos: las iglesias, las funerarias, los cementerios, las aseguradoras, etc. Todo gira sobre un solo eje: nos vamos a morir, hay que prepararnos para ella. La vida sólo es un largo camino, las más de las veces sufrida, para llegar a morir un día no determinado: “está adscrita a la especie humana con carácter de exclusividad”. Pensamos siempre en la muerte, pues sabemos que nos vamos a morir: “como tienen obligación de hacer todos los seres humanos”.
Por eso Saramago le da la vuelta a la idea dominante, y alecciona: sobre la vida y sus momentos se debe construir la vida. Sin embargo, una verdad de Perogrullo es que la muerte es absoluta: todos estamos “condenados a morir”. “Nadie escapa a su destino”. La “normalidad” es la muerte. Pero, ¿es cierto dicho fatalismo?
Si sólo pensamos la vida como etapa productiva, la desvalorización de ésta es más que evidente. Tanto que no lo advertimos pues estamos ciegos. Una sociedad levantada sobre el tiempo finito es una sociedad condenada a la fatalidad: la pobreza del sentido social es vivir en una comunidad alienada, desvalorizada, estúpidamente muerta así se presente muy viva. En una palabra, el egoísmo organizado. En dicha sociedad la preocupación principal está en cada uno de los habitantes, toda vez que la muerte determina una conducta social en tanto obstáculo, es imposible reconocerse en la vida colectiva.
De ahí que Saramago en Las intermitencias de la muerte reflexione sobre el valor de la vida en cuanto tal, como valor en sí. La imaginación y la fantasía, en la novela es deslumbrante: ¿qué pasaría en un país cualquiera donde la gente de un momento a otro dejara de morir? ¿Afectaría o no a los hombres y mujeres el que la sociedad fuera eterna? ¿Dónde quedarían las instituciones y las verdades por siempre inmortales cuando la vida también lo es? Todo cambiará, es la respuesta del lector atento que se sumerge en las páginas del relato novelado. ¿Cómo se gobierna una sociedad que sabe que no hay un más allá? ¿Qué hacer con los ancianos, con los moribundos, con los enfermos terminales si se acumulan por cientos y miles? ¿Habría esperanza, fe, credulidad?
Como hemos dicho renglones atrás: la novela está perfectamente bien escrita. Como en sus últimas novelas, Saramago construye personajes que se ajustan a su historia, no al contrario. A cada uno le da una identidad definida que se va consolidando a partir de los eventos que les suceden, curiosos y llamativos, cuando no jocosos y muy entretenidos. Los personajes hablan, tiene un yo que se inscribe en la misma forma discursiva del narrador que se pregunta por todo y que para ello parte del sentido común. Su gran mérito como novelista es partir del sentido común, al que cuestiona, le formula preguntas, le induce otro tipo de realidades para que el lector también se enfrente al relato, a las pasiones del mismo y a las circunstancias contextuales de los protagonistas en ellos inscritos. En Las intermitencias de la muerte la crítica al sentido común es, como se advierte, partir desde la cotidianidad de la vida, esos momentos, cuando la muerte ha dejado de existir o cuando ella se enseñorea con su objeto natural.
En cuanto sinfonía la novela también tiene ritmo, melodía y sonidos varios. El discurso es sencillo, muy inquietante y aventurero: siempre el tema filosófico de la existencia humana acompaña el relato. El lector no deja de sorprenderse por lo que encuentra a su paso por los distintos capítulos: cada vez más el relato se vuelve concreto y ejemplarizante, retomando vivencias particulares y preguntas generales que no dejan de aparecer. Tan es así que el libro impele a seguirlo leyendo desde el principio hasta el final. Y hay que ver el final, los últimos cinco o seis capítulos: ¡maravillosos!
A no dudarlo, Saramago después de recibir el nobel de literatura escribe cada vez mejor. Como los buenos vinos, cada novela la escribe mejor, en cuanto a tema, profundidad discursiva, personajes, diálogos, y desenlace. Su forma estilizada de narrador cotidiano, con párrafos vivenciales y dialogados, y su estilo filosófico y ético que deja entrever su formación literaria, le ha valido una forma depurada en la novela, de la cual es digno exponente.
¿Será verdad pues que tenemos temor de vivir por siempre, que requerimos que la muerte haga su tarea para saber que vivimos, para tener esperanza? Porque es justamente ese el tema: ¿sólo hay esperanza en la vida cuando ella es finita? Pero si estamos habituados a creer en dios y la muerte, como “omnipotencias supremas”, ¿será que no puede haber lugar para la imaginación y para el valor de la vida en tanto momentos de un todo colectivo? ¿Cuál es la ley de la naturaleza? ¿Será la muerte o será la vida?
“El saber de la muerte es el que confiere a la vida su significado”. ESTANISLAO ZULETA
“¿Quién me untó la muerte en la planta de los pies el día de mi nacimiento?” JAIME SABINES
“La muerte, por sí misma, sola, sin ninguna ayuda exterior, siempre ha matado menos que el hombre”. JOSÉ SARAMAGO
Anónimo lector: ¿cómo leer un libro que empieza y termina con la misma expresión, “Al día siguiente no murió nadie”? Sólo si es una obra de arte. Y no exageramos: a Las intermitencias de la muerte (2005) no le falta ni le sobra nada: es una sinfonía perfecta. José Saramago, su autor, reflexiona y con él sus lectores sobre la humanidad: sus absurdos, sus luchas, sus ilusiones, sus miedos, sus amores, cuando la muerte (nuestra “visceral enemiga”) hace de las suyas en “una sociedad dividida entre la esperanza de vivir siempre y el temor de no morir nunca”. Eso que se llama Hombre, con mayúscula, es puesto en un debate filosófico y ético bajo la forma de una novela en alguna sociedad contemporánea, tan actual como posible.
¿Pensar la muerte, como “atenta servidora” es también pensar la vida? Claro que sí: es lo lógico. Y, pensar la vida sólo se da si se piensa la cotidianidad del ser humano. O como dice uno de los personajes de la novela: “cada uno de nosotros es por el momento la vida”. Pero para ello preguntémonos por el significado de vivir: ¿vivir es lo mismo para todos?, ¿morir es la consecuencia natural de lo primero?, ¿estamos condenados a morir así como a vivir?, ¿podemos conocer la muerte y detener su curso inevitable?, ¿si sabemos que moriremos cómo vivir la vida?, ¿por qué podemos llegar a ser finitos y terrenales?, ¿dónde queda la trascendencia y la espiritualidad si afirmamos la vida? Preguntas y más preguntas: eso es lo mejor del libro en sus 274 páginas.
Por supuesto, en Las intermitencias de la muerte el presupuesto no puede ser otro: no es posible separar la vida de la muerte y la muerte de la vida: sin la una no hay la otra. Dos caras de la misma moneda: vida y muerte como complemento. El autor nos sorprende y ese es su objetivo deliberado: la novela es una gran alegoría sobre el poder de la vida, siendo que alude a la mismísima muerte como personaje principal. Pero es explicable: sólo si conocemos el poder de la muerte podemos reconocernos y aceptarnos en la vida, tan difícil de vivir: “la vida es una orquesta que siempre está tocando, afinada, desafinada, un titanic que siempre se hunde y siempre regresa a la superficie”.
Este es un libro filosófico, el mejor logrado por el nobel de literatura. Si Saramago en Ensayo sobre la lucidez reflexiona sobre la participación democrática de la multitud en un caso hipotético y muy posible de oposición mayoritaria del voto en blanco, en Las intermitencias de la muerte el gobierno también aparece como problema: ¿cómo gobernar a seres que se saben inmortales y eternos? Si en El hombre duplicado el tema es la soledad de los individuos concretos en una sociedad indiferente y obtusa, en Las intermitencias de la muerte, cuando se retira la parca de la vida, el temor es la falta de identidad: sin la muerte la vida pierde valor. Si en Ensayo sobre la ceguera la referencia es que estamos ciegos y creemos estar muy videntes, en Las intermitencias de la muerte la ceguera es saber qué hacemos con la vida cuando lo evidente es que nadie muere. Si en La caverna el tema gira en torno a la alegoría del consumismo desbocado y la desvalorización de la vida cotidiana, en Las intermitencias de la muerte el tema no puede ser otro que las dificultades de vivir en una sociedad construida sobre la materialidad del ser humano, donde el “momento” se pierde y el único resultado es que el valor de cambio de la vida es la muerte. Si se deja atrás “nuestra humana voluntad de vivir”, ¿qué somos?
Léase bien y entiéndase mejor: sobre la muerte se ha construido la vida. Tal es la crítica central del autor. Vale decir: si sabemos que somos mortales, el hombre y la mujer son fuerzas productivas, pertenecen a una sociedad de trabajadores, tienen una época productiva así como una niñez, adultez y vejez que hay que gobernar de la mejor manera. Igual como se vive de los vivos, también se vive de los muertos: las iglesias, las funerarias, los cementerios, las aseguradoras, etc. Todo gira sobre un solo eje: nos vamos a morir, hay que prepararnos para ella. La vida sólo es un largo camino, las más de las veces sufrida, para llegar a morir un día no determinado: “está adscrita a la especie humana con carácter de exclusividad”. Pensamos siempre en la muerte, pues sabemos que nos vamos a morir: “como tienen obligación de hacer todos los seres humanos”.
Por eso Saramago le da la vuelta a la idea dominante, y alecciona: sobre la vida y sus momentos se debe construir la vida. Sin embargo, una verdad de Perogrullo es que la muerte es absoluta: todos estamos “condenados a morir”. “Nadie escapa a su destino”. La “normalidad” es la muerte. Pero, ¿es cierto dicho fatalismo?
Si sólo pensamos la vida como etapa productiva, la desvalorización de ésta es más que evidente. Tanto que no lo advertimos pues estamos ciegos. Una sociedad levantada sobre el tiempo finito es una sociedad condenada a la fatalidad: la pobreza del sentido social es vivir en una comunidad alienada, desvalorizada, estúpidamente muerta así se presente muy viva. En una palabra, el egoísmo organizado. En dicha sociedad la preocupación principal está en cada uno de los habitantes, toda vez que la muerte determina una conducta social en tanto obstáculo, es imposible reconocerse en la vida colectiva.
De ahí que Saramago en Las intermitencias de la muerte reflexione sobre el valor de la vida en cuanto tal, como valor en sí. La imaginación y la fantasía, en la novela es deslumbrante: ¿qué pasaría en un país cualquiera donde la gente de un momento a otro dejara de morir? ¿Afectaría o no a los hombres y mujeres el que la sociedad fuera eterna? ¿Dónde quedarían las instituciones y las verdades por siempre inmortales cuando la vida también lo es? Todo cambiará, es la respuesta del lector atento que se sumerge en las páginas del relato novelado. ¿Cómo se gobierna una sociedad que sabe que no hay un más allá? ¿Qué hacer con los ancianos, con los moribundos, con los enfermos terminales si se acumulan por cientos y miles? ¿Habría esperanza, fe, credulidad?
Como hemos dicho renglones atrás: la novela está perfectamente bien escrita. Como en sus últimas novelas, Saramago construye personajes que se ajustan a su historia, no al contrario. A cada uno le da una identidad definida que se va consolidando a partir de los eventos que les suceden, curiosos y llamativos, cuando no jocosos y muy entretenidos. Los personajes hablan, tiene un yo que se inscribe en la misma forma discursiva del narrador que se pregunta por todo y que para ello parte del sentido común. Su gran mérito como novelista es partir del sentido común, al que cuestiona, le formula preguntas, le induce otro tipo de realidades para que el lector también se enfrente al relato, a las pasiones del mismo y a las circunstancias contextuales de los protagonistas en ellos inscritos. En Las intermitencias de la muerte la crítica al sentido común es, como se advierte, partir desde la cotidianidad de la vida, esos momentos, cuando la muerte ha dejado de existir o cuando ella se enseñorea con su objeto natural.
En cuanto sinfonía la novela también tiene ritmo, melodía y sonidos varios. El discurso es sencillo, muy inquietante y aventurero: siempre el tema filosófico de la existencia humana acompaña el relato. El lector no deja de sorprenderse por lo que encuentra a su paso por los distintos capítulos: cada vez más el relato se vuelve concreto y ejemplarizante, retomando vivencias particulares y preguntas generales que no dejan de aparecer. Tan es así que el libro impele a seguirlo leyendo desde el principio hasta el final. Y hay que ver el final, los últimos cinco o seis capítulos: ¡maravillosos!
A no dudarlo, Saramago después de recibir el nobel de literatura escribe cada vez mejor. Como los buenos vinos, cada novela la escribe mejor, en cuanto a tema, profundidad discursiva, personajes, diálogos, y desenlace. Su forma estilizada de narrador cotidiano, con párrafos vivenciales y dialogados, y su estilo filosófico y ético que deja entrever su formación literaria, le ha valido una forma depurada en la novela, de la cual es digno exponente.
¿Será verdad pues que tenemos temor de vivir por siempre, que requerimos que la muerte haga su tarea para saber que vivimos, para tener esperanza? Porque es justamente ese el tema: ¿sólo hay esperanza en la vida cuando ella es finita? Pero si estamos habituados a creer en dios y la muerte, como “omnipotencias supremas”, ¿será que no puede haber lugar para la imaginación y para el valor de la vida en tanto momentos de un todo colectivo? ¿Cuál es la ley de la naturaleza? ¿Será la muerte o será la vida?
TIEMPO, NOSTALGIA Y SOLEDAD EN "VIVIR PARA CONTARLA"
Cada escritor escribe como puede, pues lo más difícil de este oficio azaroso no es sólo el buen manejo de sus instrumentos, sino la cantidad de corazón que se entregue en el único método inventado hasta ahora para escribir, que es poner una letra después de la otra. G.G.M.
Exceptuando La hojarasca del año 1955 y algunas crónicas periodísticas de la primera época, entre ellas la más significativa Relato de un náufrago del mismo año, Gabriel García no escribe sus novelas o cuentos en la primera persona del singular. En aquélla obra asume como narrador las vivencias de los protagonistas de Macondo, un viejo coronel, su hija Isabel y su nieto: todos hablan desde un yo existente. En ésta cuenta las desventuras de Luis Alejandro Velasco, un náufrago para nada anónimo de la Armada Nacional. En uno y otro la forma que asume el relato es de monólogo; en ambos hay fantasía. En ninguno está el novelista como el cronista empírico, es decir Gabriel García Márquez. Ese es su mérito.
En Vivir para contarla (2002) el monólogo vuelve a acompañar las aventuras y desventuras de los protagonistas. La variante en estas memorias tiene que ver con la familia García Márquez, sus amigos, sus conocidos, sus allegados y el estilo de historiar una vida. Gente y más gente: es una novela intensa con infinidad de personajes. A no ser por la ficción y la magia discursiva que se entreteje entre ellos y uno que otro drama, se diría que la vida de García estaba predestinada: iba a ser escritor.
Así como el estilo hace al hombre, el discurso hace al escritor. Y sobre este punto se observa que el nobel colombiano tiene una única forma de escribir, es cierto laureada, pero agotada por lo conocida: Vivir para contarla lo confirma. Un viaje por el tiempo, la nostalgia y la soledad en sus memorias probará que es cierto.
I
El lector advierte que Vivir para contarla termina por donde empieza: por un viaje y el recuerdo de una mujer. Ni el viaje es el mismo ni la mujer tampoco. Al comienzo está el recuerdo de su madre, al final la figura de su futura esposa, Mercedes Barcha; al comienzo el viaje es al pasado, a la niñez en Aracataca, acompañado por Luisa Santiaga Márquez, al final el viaje solitario es al futuro, a Ginebra como periodista. La imagen bíblica de su madre explica por qué García escribió Vivir para contarla.
El tiempo es muy importante para el autor: es circular al comienzo y lineal al final. Y así son sus protagonistas: vuelven sobre lo mismo, más en los primeros cuatro capítulos. Son seres nostálgicos, si se quiere también solitarios. García es ambas cosas a la vez.
No hay duda: el primer capítulo es el más vivencial, el más emotivo. Lo que no quiere decir que sea el más verídico. Acaso es el más vivencial pues el autor está reconstruyendo un “cándido paseo”, cincuenta años atrás, cuando fue atrapado por la nostalgia. En el viaje que realiza a Aracataca García es un veinteañero que rememora su niñez de siempre; niñez que él cree olvidada. Es decir, el primer capítulo es un relato en tres tiempos y con el mismo protagonista en el trasfondo de la historia familiar: he ahí su destreza discursiva. La nostalgia y la soledad también se hacen presentes una y otra vez.
Vivir para contarla es de hecho una novela. Su método de exposición está encausado por la crónica que reconstruye las vivencias del escritor cuando apenas es un infante hasta cuando la vida le depara el oficio de cronista. La novela en realidad no es la obra como tal, sino la vida de García con su familia, sus amigos, sus amores, sus maestros, sus sueños, sus escritos. Y es así porque sus novelas y cuentos, publicados en más de cincuenta años, son la reconstrucción detallada de las esencias y formas del mundo caribeño de Aracataca, Sincé, Barranquilla, Cartagena, Zipaquirá y Bogotá, donde vivió. En eso, Vivir para contarla se ajusta a la realidad.
Es una novela distinta y extraña: es una novela que reconstruye novelas y cuentos ya conocidos y por eso leídos. La lectura es sabrosa porque permite que el lector conozca la carpintería de las obras de García. Pero no por ser conocidos carece de importancia volver sobre lo dicho en las memorias autobiográficas de un escritor. Es justamente la forma en que el autor las presenta, en un recuento pormenorizado que se impregna de un tiempo nostálgico, el que atrapa tanto al lector desprevenido como al especialista.
La vida de García está ligada al oficio que eligió pese a toda clase de incertidumbres con que se encontró al nacer y al crecer. La fortuna y la suerte también hacen causa común en Vivir para contarla para que el escritor logre sortear infinidad de imprevistos y apuros económicos o sociales, tanto personales como familiares. Azares y destinos complejos acompañan el día a día de García, siendo que el destino hace también de las suyas. Desde cuando su madre le pide que la acompañe a vender la casa, hasta cuando le escribe a Mercedes la carta sobre el viaje a Europa. Todo el relato parece medido y atravesado por el regreso a Aracataca después de varios años y lo que esa experiencia fue la más importante en su vida como escritor.
Pero no es el viaje como tal el que impresiona al lector, sino el vínculo con la madre en los dos primeros capítulos. Vínculo que es casi inexistente, y sí muy inestable: el hijo le habla de “usted” mientras ella lo trata de “tú”. Cualquiera diría que el primogénito es muy frío frente a su progenitora. Distante, más bien. No así con sus amigos de trabajo, cuyos lazos de familiaridad son más intensos, como se advierte en el segundo capítulo y en el sexto, séptimo y octavo. García es distante, con la madre y con el padre y es más cercano al abuelo coronel, acaso porque era un niño que sólo vivió sus primeros ocho años con él.
Lo anterior obedece más bien a que los afectos y sentimientos en Vivir para contarla son más fuertes y emotivos con los hombres que con las mujeres. Eso da muestra de la ascendencia masculina en la vida del autor. Las mujeres, pareciera, no son relevantes en el mundo caribeño y por eso mismo macondiano: ni en los cuentos ni en las novelas. O cuando menos, no son lo que representan los hombres en el niño que se vuelve escritor. Aunque García reconozca que el influjo femenino fue fundamental, otra conclusión le queda al lector de las memorias. La mujer tiene un segundo plano en la obra y en la vida de García. Y paradójicamente las memorias comienzan por la madre y terminan con su futura esposa.
Los primeros tres capítulos aluden a la niñez y adolescencia del escritor; dejan ver detalles secretos de su vida e influencias personales. Lo más relevante para el análisis son tanto el primero como el segundo capítulo, hasta cuando García vuelve a El Heraldo, donde trabaja como periodista. Ahí empieza a perderse el interés por la nostalgia y los recovecos de la memoria pasada; ahí el lector se enfrenta a otro tiempo histórico y otros personajes que salen intempestivamente: evidencia de la fractura del tiempo histórico.
Por eso, lo atractivo de las memorias es la reconstrucción al detalle de los tiempos más antiguos, cuando el autor, siendo periodista, recuerda su niñez y lo acompaña su madre, también nostálgica y afectada por los recuerdos. Esas páginas, creemos, son las más logradas de todas las 579, y nos presentan tres momentos históricos: el autor cuando escribe, el joven periodista que cuenta y el niño que se va describiendo.
La imagen del abuelo es más importante que la de la madre. Y eso lo reconocemos en el segundo capítulo cuando el autor lidia con la influencia del coronel en su vida. El abuelo, ya un anciano, será la representación de la autoridad en la casa; una casa donde García y su abuelo son los únicos hombres. Una influencia central en un hogar con gobierno matriarcal pero con autoridad masculina. Tan es así que el mismo autor nos anuncia que en su niñez pensó ser como el abuelo.
Si con la madre el diálogo es tan vivencial e intenso en el primer capítulo, con el abuelo en el segundo capítulo el recuerdo y la gratitud parece que son más evidentes y acaso más coherentes. El abuelo hace una suerte de faro en el discurso de García, así como en el primer capítulo era la madre; sólo que la madre es la clave de toda la obra. La novedad discursiva está en que el abuelo le enseña las primeras letras, lo lleva de paseo, le cuenta historias: lo saca del mundo de la casa que la abuela dirige. En cambio la madre, y eso se verá desde el tercer capítulo, representará el gobierno del hogar con sus cuidados y dedicaciones, el mundo de lo privado y de los afectos, más bien distantes por lo que cuenta el autor.
II
Pero la imagen del padre es más distante que la de la madre. Ya en el segundo capítulo aparece la figura paterna un tanto marginal pese a ser el mismísimo padre, poco visto pero referencia al fin. Ese será la constante hasta el capítulo tercero cuando el ambiente social que acompaña Vivir para contarla se vuelve algo más que una anécdota: cobra vida como drama la pobreza. Pobreza que ya se advierte en el primer capítulo y que es el fantasma constante en la vida del escritor.
La carencia de recursos económicos de la familia, la insuficiencia de dinero del padre en su trabajo y de la madre en el hogar, serán decisivos en la constitución del relato vital. Sin duda es el único drama constante que tiene García en todos los ocho capítulos. Y por eso también es su mayor falencia: no hay dramas subjetivos, no hay crisis radicales, no hay fracturas trágicas ni conversiones definitivas. A no ser las del país, pero no las del personaje. En ese sentido, pareciera que todo estuviera definido desde el comienzo del relato: está hablando un escritor sobre cómo se hizo escritor. Es decir, salvo los dos primeros capítulos la trama del escritor se pierde con las páginas.
Frente a la pobreza García juega con el discurso para dar la impresión, no errada por cierto, de las condiciones de la clase social a la que perteneció, que siempre fueron adversas; y con todo ello, o justamente por ello, aprende a escribir.
García quiere que el lector de sus memorias encuentre en su esfuerzo y superación la clave de su heroísmo: que no llegó por suerte al oficio de escritor, que todo conllevó también dificultades y pesares. Son las impresiones de la lectura desde el comienzo hasta el final; más al comienzo que al final. Es cierto que la pobreza hace parte del mundo caribeño y será la realidad del Macondo mítico, reconozcamos pues que se siente orgulloso de haber sido pobre. La pobreza como parte de la historia no sólo familiar sino como reconocimiento de un orden social que no da idea en el relato de ser justo o injusto, sino verídico y muy sensible.
Sin embargo, poco a poco la pobreza se vuelve repetitiva y agotadora como sustrato social en el tercero y cuarto capítulos. Valiosas son las formas en las que el autor nos la presenta en tanto que las pequeñas cosas de la vida están signadas por lo económico: el valor del periódico, un pasaje de ferrocarril, unos cigarrillos. Pero sus condiciones sociales como estudiante o cronista no logra explicarlas a la luz de lo que pasa en Colombia, salvo casos particulares. No hay una relación entre lo social y lo político en un autor catalogado como comunista y más bien existe una pesadumbre: los cachacos son los que gobiernan y los caribeños son los gobernados; el frío determina unas condiciones de vida monásticas y el calor permite enfrentar más la pobreza; la provincia es fantasiosa y la capital es realista.
Por otro lado, la historia convulsa del país ocurre pese a que García parece no interesarle, y da la impresión de que se la misma se le diluye en uno u otro párrafo. El sabor que se tiene al leer sus vivencias es que la historia política no es importante en la vida de un escritor: es sólo una referencia como tantas otras. Su historia de lo ocurrido está hecha de anécdotas, de versiones sobre lo ocurrido, y de una que otra vivencia fundamental.
La historia política que encontramos en Vivir para contarla es la del siglo XX: desde la guerra de los mil hasta el bombardeo a Villa Rica, pasando por la masacre de las bananeras, la guerra contra el Perú, el nueve de abril, el golpe de Estado de Rojas Pinilla, la masacre de los estudiantes en la séptima. Pero no hay ninguna explicación de por qué ocurren las guerras; se afirma sí que Colombia ha sido un país de guerras desde la independencia.
El autor propone que se perdió el espíritu del caribe con la independencia de Panamá y que esa es la causa de que Colombia sea un país andino y no caribeño. Empero, no hay una lectura ni política ni social de la historia colombiana. Salvo las referencias a la familia, la guerra se le representa al autor en los recuerdos del abuelo coronel, de sus amistades, y de la pensión que nunca llegó y una que otra afugia de la madre, no como drama o tragedia sino como relato. Y al final del texto, en los capítulos séptimo y octavo, la guerra reaparece con la censura de prensa en los gobiernos conservadores.
Pobreza y guerra. Parecería que una no explica a la otra en el imaginario político del autor. No hay duda que la lectura política de García es contra los gobiernos conservadores, a los que sindica de ansias de poder. Los liberales en sus memorias son los progresistas, los librepensadores, más cercanos a las prostitutas que a los curas. Viniendo como viene de una familia liberal por parte de la madre, con abuelo coronel incluido, no vale la pena preguntarse si su relato es o no liberal: es evidente. El capítulo cinco es el más histórico y político, y por eso mismo el más dramático.
III
Pero volvamos al relato de los primeros capítulos. La forma discursiva autobiográfica que se acompaña de la nostalgia, la soledad y el sopor del caribe en los primeros tres capítulos, muy bien logrados por cierto, pierde fuerza y va decayendo capítulo tras capítulo cuando el autor llega a Zipaquirá como estudiante de bachillerato y luego, en la última parte, cuando es periodista de El Espectador. El cuarto capítulo aún logra tener el ambiente costeño con las vacaciones de García, pero ya se siente que tiende a ser marginal en la lectura.
El relato cambia y es también demostrable que eso ocurre porque no están los dos personajes más importantes de sus memorias: ni el abuelo ni la madre. Y no sólo eso: hacen falta las emociones que da la vida de la provincia y la niñez y juventud del protagonista. La característica más importante es que la formación del estudiante, a propósito de su deseo por la escritura y sus estudios literarios, se hace notable en el cuarto capítulo, si se quiere ineludible cuando lo atrapa y lo embruja la poesía.
El cuarto capítulo que transcurre en la remota Bogotá y en Zipaquirá, le permiten al lector ir tejiendo paso a paso el ascenso de García como escritor en ciernes; el germen de su inclinación se hace explícito en el frío y no en la provincia. Parece una paradoja pero son los años en el frío del altiplano lo que le permite acercarse a la escritura, cuando conoce a través de la lectura un mundo inexplorado que acompañará con la oratoria de vez en vez. Paradoja, pues la esencia del laureado escritor será contar el mundo de la provincia como si fuera un mundo único y conectado con el mundo latinoamericano que recrea Macondo. Cosa curiosa pues si algo se advierte en Vivir para contarla es que el altiplano es distinto al caribe. Lector insaciable y fumador empedernido son las dos características del autor en su paso por el bachillerato; obsesiones que conservará hasta el final en sus memorias.
Interesante es leer que el hoy nobel fue una cabeza dura para la ortografía, un dicharachero consumado siendo buen estudiante y reconocido poeta imberbe. Esta influencia con el frío a cuestas también es una oportunidad para la confabulación con la radio, los periódicos y las revistas literarias, amén de los libros. La vida cultural para el joven García no está en la costa, sino en la lejana capital. Conoce también en esta travesía el contraste social, no sólo de cachacos y costeños sino de ricos y pobres. La idea que subyace es que los pobres son los costeños. La representación de los dos polos está bien construida y queda la sensación de que Colombia en realidad no es un país sino muchos.
Si desde el cuarto capítulo se delinea la ascensión del escritor neófito que quiere aprender la técnica de novelar, en el quinto se confirma con la publicación de sus primeros cuentos en El Espectador. Sus primeros escritos llevan el influjo de La metamorfosis de Kafka, lo que da cuenta de la ascendencia del joven escritor que absurdamente estudia derecho en la Universidad Nacional. Bogotá pues es el epicentro de la literatura, de la poesía y de la bohemia en los cafés del centro, en los cuales el joven caribeño sacia sus ansias de bohemia. El ambiente perfecto para el cuentista. Por eso, Bogotá y no el caribe es la meca de las enseñas de García como escritor. Es decir, donde aprende a escribir cuentos que valieron reconocimiento y promesas de un selecto público.
El cuento, acaso el género más difícil en la literatura, es la prueba de fuego para un escritor empírico que lo único que había aprendido era su voracidad como lector más que su adicción al cigarrillo. De ahí que en el quinto capítulo se presenta el empirismo del escritor y sus influencias determinantes. Pero como él mismo lo reconoce, Colombia no es un país para cuentistas o novelistas, sino para poetas.
La ruptura que hace García es justamente esa: dejar atrás la tradición literaria en la fría Bogotá con sus seiscientos mil habitantes solitarios. Es en la capital donde madura la idea de que la novela y el reportaje son hijos de la misma madre, como dirá. Pero el comienzo de este género se da con el cuento. Y para llegar a él sus primeros trabajos son en la prensa universitaria, aunque ya había tenido la experiencia inicial en el colegio de Zipaquirá. En Bogotá, como decimos, aprende la carpintería en la estructura del cuento. En los capítulos seis y siete confirmará, en Cartagena y Barranquilla, lo aprendido en la capital, para continuar aprendiendo el arte de escribir no sólo cuentos sino novelas como La hojarasca, su primera obra.
En el quinto capítulo se recrea la historia del magnicidio del nueve de abril de 1948; es lo mejor que hace en términos políticos. La forma que adopta es a partir de las referencias periodísticas e históricas de Arturo Alape. Pero el discurso vivencial del día y de las jornadas que le siguieron es de la cosecha de García. El drama del asesinato por ese mismo estilo literario del realismo se le convierte en más que una anécdota pues él está presente en la rebelión. Pareciera que el autor está creando la historia, de la que retoma recuerdos personales y diálogos con protagonistas. Y esa es, por qué no, una debilidad: reconstruir una tragedia sólo desde el realismo mágico.
La pregunta es si el realismo mágico permite relatar todas las cosas o sólo en el género de la crónica, el cuento y la novela tiene cabida. Para García, creemos, el realismo mágico da para todo, incluso para contar la historia de las guerras en Colombia. Sin embargo, las páginas del nueve de abril logran captar el drama personal y colectivo de una revolución social trunca. El lector se ve atrapado por la angustia y la desolación que impregnan esas páginas y por lo que pudo haber pasado y no pasó.
IV
En los capítulos seis y siete el giro en el formato de lo que acontece cambia de principio a fin. No tenemos ya al niño ni al adolescente ni al estudiante de derecho: va quedando atrás la nostalgia y sólo queda la soledad esparcida en las páginas. Tenemos al periodista empírico en el oficio de cronista en las tropicales ciudades del caribe colombiano. Un hombre ya bohemio, acosado por la pobreza, buen amigo y mejor escritor.
La nostalgia, el sopor del medio día, los relatos de sus mayores, los diálogos con su madre, el recuerdo de su padre, las travesuras con sus hermanos ya no están representados. La nostalgia terminó. La familia sigue estando presente pero no como referencia vital, cuyo lugar ahora lo ocupa la empresa periodística por la costa atlántica, tanto en Cartagena como en Barranquilla.
Lo que tenemos es un García inmiscuido de lleno en la faena periodística de sacar notas editoriales o columnas bajo el seudónimo de Septimus o críticas de cine. Un hombre, solitario empedernido, que piensa y respira periodismo, así no lo quiera; un hombre que se suma a amigos escritores, libreros, periodistas, costeños todos, fumadores o bebedores, y casi ninguna mujeres.
Como él mismo lo reconoce, el oficio de periodista le llega a su vida más por necesidad que por vocación. No es el periodismo lo que busca, sino el ser escritor. Un escritor muy distinto al estilo de la tradicional Colombia: no el costumbrismo de Carrasquilla o Isacs, sino el realismo de García.
La necesidad de ganarse la vida cuando su único patrimonio es a duras penas una máquina de escribir le permite enfrentarse al arte de ejercitar la escritura todos los días con sus noches; leer y escribir sobre todo. Lo que va descubriendo es la forma estilizada de la crónica bajo el influjo de la tradición oral llevada a las páginas de El Universal o El Heraldo. Lo que se perfila es el estilo del realismo mágico, no como un hombre novelista o cuentista profesional, cuanto como cronista de prensa. Como aquel que persigue los detalles y está atento a las pequeñas cosas de las descripciones periodísticas. Así pues García no se hace periodista, se hace escritor.
Sin embargo, todos sus maestros son periodistas con tradición reconocida, ninguna mujer por demás. El oficio lo realizan los hombres y el arte no se enseña: se aprende al pie de la vaca. Con ellos, amigos y maestros, asiste a las tertulias literarias, a los cafés inolvidables, a los burdeles conocidos y por conocer. El periodismo es un mundo de hombres y de la vida en el bajo mundo. Y no cualesquier hombres, sino los bohemios, los lectores enfermizos, los intelectuales entregados a la palabra y al licor. Es el ambiente de García. Es el ambiente de la costa atlántica. Con ese embrujo deja de ser estudiante de derecho y adquiere el correspondiente reconocimiento de periodista de planta. Si no quiere ser periodista, menos aún quiere ser abogado. Sólo quieres ser escritor: qué cosa tan extraña.
Pero las páginas no nos presentan en realidad el apasionamiento ni la obsesión por la escritura; en ningún momento se observa la conversión del personaje en su lucha contra el mundo. Claro: hay momentos alegres o tristes, pero la forma en la que cuenta sus memorias cobra vida como novela y con un formato ficcioso en el que García es el héroe indiscutible. Todo transcurre como si las dificultades hubieran sido las necesarias para ser escritor: no hay una rebelión absoluta en su vida, a no ser la de no contarle a sus padres el abandono del derecho.
Los lectores de sus memorias no conocerán los secretos que como escritor guarda el nobel colombiano. Hay pistas aquí y allá, pero no hay un discurso construido sobre cómo escribir bien. Si en realidad hay o no una técnica para escribir Vivir para contarla no lo muestra. Y eso, como decimos, es porque la obsesión se pierde a medida que los capítulos se suceden unos a otros. Se hace relevante la obsesión por el cigarrillo y la lectura más que por mostrarles a los lectores cómo aprendió a escribir. Por supuesto: como lectores nos quedan un montón de escritores, obras literarias y maestros que García anuncia y enuncia.
En los capítulos seis y siete leemos las aventuras y desventuras del periodista en Cartagena o Barranquilla. Presenta sus amistades más entrañables, las cuales describe como sacados de novelas increíbles o textos sagrados cuyo epicentro está en las librerías que frecuenta. Y como siempre con descripciones míticas: cada hombre o mujer que conoce es único, un personaje en resumidas cuentas fantasioso. Pareciera que todo se vuelve ficción, cosas cercanas a lo increíble, fabuladas incluso, a no ser por la pobreza que siempre se respira en cada página. Pobreza personal y familiar que hacen una suerte de complejo drama para nada mágico. La soledad nunca termina y el tiempo sigue su destino incierto.
Pero al final de sus memorias, la vida del escritor se hace realidad en la costa atlántica: empieza a ser conocido y tratado como periodista, siendo que no busca eso. Ese periodo de cronista acaso sea el mejor de toda su vida de escritor. Y lo continuará en Bogotá.
V
El último capítulo, el octavo, es el recuento pormenorizado de su ingreso a El Espectador durante dieciocho meses, donde se dará a conocer como Gabo. Como periodista en Bogotá, García recibe incontables lecciones en el periódico de la familia Cano y todas tienen que ver con el reportaje. Vuelve a la fría realidad de la capital, de la que tuvo que huir con las últimas llamas del nueve de abril. Y vuelve para aprender no el arte de novelar, sino el arte del reportaje.
En esta parte de Vivir para contarla se diluye todo lo que queda del interés por conocer la vida consumida por la nostalgia de un escritor. Ni en el octavo y menos en el séptimo y sexto capítulos el zarpazo de la nostalgia y de la soledad se encuentra explícito. El relato cae definitivamente: los días y las noches de un periodista no son tan interesantes como las aventuras amorosas o parrandas de su juventud.
De hecho las memorias ya habían empezado a venirse abajo en el capítulo seis. Lo cual sucedió no tanto por la forma en la que rememora los sucesos de hace décadas -una forma magistral de contar la realidad-, sino a la nostalgia e influencias que le llevan de una lado para otro y que en la adultez se pierden con la seriedad gris del trabajo. Es más emotiva la vida de niñez y de juventud. En cambio en la vida adulta el relato se vuelve repetitivo, cansón a veces. Salvo por las aventuras joviales que va contando y las desventuras con las que se encuentra en Bogotá siendo reportero.
Las memorias terminan sin asombro alguno, no dan pie para preguntarse por lo que vendrá después, o por lo que pasará en el viaje a Europa. El final, frente al comienzo, es desabrido y nada intrigante. No deja dudas, más bien silencios. Atrás quedaron las añoranzas de Aracataca, el abuelo sabio, el calor endiablado, las desdichas amorosas, la seriedad de su madre. Cuanto más se aleja de su casa y de su familia más el discurso pierde en profundidad y emoción. Más se sale de las novelas y de los cuentos en los que está impregnado su mundo macondiano y más cerca se está de un mundo en blanco y negro, poco interesante.
En sus novelas y cuentos, que describen un mundo moderno por ser familiar, encontramos muchas cosas de sus memorias, y en éstas muchas de aquéllas. Pero éstas son más emotivas y sentimentales porque el relato involucra un niño, un adolescente, un joven que hace el tránsito a la vida adulta llevado de la mano por sus mayores, de los cuales hereda la soledad y la nostalgia.
En Vivir para contarla el discurso en primera persona, hasta el capítulo tres, es lo mejor que ha escrito el nobel. La primera persona del singular le da vida al relato, lo llena de identidad, le da fuerza emotiva, pero va diluyéndose desde el cuarto capítulo en un monólogo sin fin, para desparecer definitivamente en el sexto y no quedar nada de lo anterior en el octavo.
Desde el cuarto capítulo las memorias se convierten en un monólogo y la parte final es decepcionante, claudicante. Como lectores de García sabemos que su vida está inscrita en sus novelas y cuentos y éstos en su vida familiar; reconocemos su estilo e imaginación en cada una de sus obras y nos maravillamos con sus descripciones precisas. Pero lo que no se puede aceptar es la quietud desconsoladora con la que termina sus memorias: el ingreso de Mercedes en el relato es desconcertante.
Si en los dos primeros capítulos se alude a tres tiempos en el relato -algo maravilloso-, desde el tercero sólo hay dos tiempos históricos, quedando la impresión de que los tres últimos capítulos sólo tienen un mismo trasfondo vivencial que vuelve sobre sí mismo. Lo cual significa que el tiempo en Vivir para contarla se vuelve desde el sexto capítulo lineal, perdiendo su fuerza de ser circular desde el comienzo. La nostalgia queda atrás y la soledad también y sólo nos queda cerrar el libro.
Exceptuando La hojarasca del año 1955 y algunas crónicas periodísticas de la primera época, entre ellas la más significativa Relato de un náufrago del mismo año, Gabriel García no escribe sus novelas o cuentos en la primera persona del singular. En aquélla obra asume como narrador las vivencias de los protagonistas de Macondo, un viejo coronel, su hija Isabel y su nieto: todos hablan desde un yo existente. En ésta cuenta las desventuras de Luis Alejandro Velasco, un náufrago para nada anónimo de la Armada Nacional. En uno y otro la forma que asume el relato es de monólogo; en ambos hay fantasía. En ninguno está el novelista como el cronista empírico, es decir Gabriel García Márquez. Ese es su mérito.
En Vivir para contarla (2002) el monólogo vuelve a acompañar las aventuras y desventuras de los protagonistas. La variante en estas memorias tiene que ver con la familia García Márquez, sus amigos, sus conocidos, sus allegados y el estilo de historiar una vida. Gente y más gente: es una novela intensa con infinidad de personajes. A no ser por la ficción y la magia discursiva que se entreteje entre ellos y uno que otro drama, se diría que la vida de García estaba predestinada: iba a ser escritor.
Así como el estilo hace al hombre, el discurso hace al escritor. Y sobre este punto se observa que el nobel colombiano tiene una única forma de escribir, es cierto laureada, pero agotada por lo conocida: Vivir para contarla lo confirma. Un viaje por el tiempo, la nostalgia y la soledad en sus memorias probará que es cierto.
I
El lector advierte que Vivir para contarla termina por donde empieza: por un viaje y el recuerdo de una mujer. Ni el viaje es el mismo ni la mujer tampoco. Al comienzo está el recuerdo de su madre, al final la figura de su futura esposa, Mercedes Barcha; al comienzo el viaje es al pasado, a la niñez en Aracataca, acompañado por Luisa Santiaga Márquez, al final el viaje solitario es al futuro, a Ginebra como periodista. La imagen bíblica de su madre explica por qué García escribió Vivir para contarla.
El tiempo es muy importante para el autor: es circular al comienzo y lineal al final. Y así son sus protagonistas: vuelven sobre lo mismo, más en los primeros cuatro capítulos. Son seres nostálgicos, si se quiere también solitarios. García es ambas cosas a la vez.
No hay duda: el primer capítulo es el más vivencial, el más emotivo. Lo que no quiere decir que sea el más verídico. Acaso es el más vivencial pues el autor está reconstruyendo un “cándido paseo”, cincuenta años atrás, cuando fue atrapado por la nostalgia. En el viaje que realiza a Aracataca García es un veinteañero que rememora su niñez de siempre; niñez que él cree olvidada. Es decir, el primer capítulo es un relato en tres tiempos y con el mismo protagonista en el trasfondo de la historia familiar: he ahí su destreza discursiva. La nostalgia y la soledad también se hacen presentes una y otra vez.
Vivir para contarla es de hecho una novela. Su método de exposición está encausado por la crónica que reconstruye las vivencias del escritor cuando apenas es un infante hasta cuando la vida le depara el oficio de cronista. La novela en realidad no es la obra como tal, sino la vida de García con su familia, sus amigos, sus amores, sus maestros, sus sueños, sus escritos. Y es así porque sus novelas y cuentos, publicados en más de cincuenta años, son la reconstrucción detallada de las esencias y formas del mundo caribeño de Aracataca, Sincé, Barranquilla, Cartagena, Zipaquirá y Bogotá, donde vivió. En eso, Vivir para contarla se ajusta a la realidad.
Es una novela distinta y extraña: es una novela que reconstruye novelas y cuentos ya conocidos y por eso leídos. La lectura es sabrosa porque permite que el lector conozca la carpintería de las obras de García. Pero no por ser conocidos carece de importancia volver sobre lo dicho en las memorias autobiográficas de un escritor. Es justamente la forma en que el autor las presenta, en un recuento pormenorizado que se impregna de un tiempo nostálgico, el que atrapa tanto al lector desprevenido como al especialista.
La vida de García está ligada al oficio que eligió pese a toda clase de incertidumbres con que se encontró al nacer y al crecer. La fortuna y la suerte también hacen causa común en Vivir para contarla para que el escritor logre sortear infinidad de imprevistos y apuros económicos o sociales, tanto personales como familiares. Azares y destinos complejos acompañan el día a día de García, siendo que el destino hace también de las suyas. Desde cuando su madre le pide que la acompañe a vender la casa, hasta cuando le escribe a Mercedes la carta sobre el viaje a Europa. Todo el relato parece medido y atravesado por el regreso a Aracataca después de varios años y lo que esa experiencia fue la más importante en su vida como escritor.
Pero no es el viaje como tal el que impresiona al lector, sino el vínculo con la madre en los dos primeros capítulos. Vínculo que es casi inexistente, y sí muy inestable: el hijo le habla de “usted” mientras ella lo trata de “tú”. Cualquiera diría que el primogénito es muy frío frente a su progenitora. Distante, más bien. No así con sus amigos de trabajo, cuyos lazos de familiaridad son más intensos, como se advierte en el segundo capítulo y en el sexto, séptimo y octavo. García es distante, con la madre y con el padre y es más cercano al abuelo coronel, acaso porque era un niño que sólo vivió sus primeros ocho años con él.
Lo anterior obedece más bien a que los afectos y sentimientos en Vivir para contarla son más fuertes y emotivos con los hombres que con las mujeres. Eso da muestra de la ascendencia masculina en la vida del autor. Las mujeres, pareciera, no son relevantes en el mundo caribeño y por eso mismo macondiano: ni en los cuentos ni en las novelas. O cuando menos, no son lo que representan los hombres en el niño que se vuelve escritor. Aunque García reconozca que el influjo femenino fue fundamental, otra conclusión le queda al lector de las memorias. La mujer tiene un segundo plano en la obra y en la vida de García. Y paradójicamente las memorias comienzan por la madre y terminan con su futura esposa.
Los primeros tres capítulos aluden a la niñez y adolescencia del escritor; dejan ver detalles secretos de su vida e influencias personales. Lo más relevante para el análisis son tanto el primero como el segundo capítulo, hasta cuando García vuelve a El Heraldo, donde trabaja como periodista. Ahí empieza a perderse el interés por la nostalgia y los recovecos de la memoria pasada; ahí el lector se enfrenta a otro tiempo histórico y otros personajes que salen intempestivamente: evidencia de la fractura del tiempo histórico.
Por eso, lo atractivo de las memorias es la reconstrucción al detalle de los tiempos más antiguos, cuando el autor, siendo periodista, recuerda su niñez y lo acompaña su madre, también nostálgica y afectada por los recuerdos. Esas páginas, creemos, son las más logradas de todas las 579, y nos presentan tres momentos históricos: el autor cuando escribe, el joven periodista que cuenta y el niño que se va describiendo.
La imagen del abuelo es más importante que la de la madre. Y eso lo reconocemos en el segundo capítulo cuando el autor lidia con la influencia del coronel en su vida. El abuelo, ya un anciano, será la representación de la autoridad en la casa; una casa donde García y su abuelo son los únicos hombres. Una influencia central en un hogar con gobierno matriarcal pero con autoridad masculina. Tan es así que el mismo autor nos anuncia que en su niñez pensó ser como el abuelo.
Si con la madre el diálogo es tan vivencial e intenso en el primer capítulo, con el abuelo en el segundo capítulo el recuerdo y la gratitud parece que son más evidentes y acaso más coherentes. El abuelo hace una suerte de faro en el discurso de García, así como en el primer capítulo era la madre; sólo que la madre es la clave de toda la obra. La novedad discursiva está en que el abuelo le enseña las primeras letras, lo lleva de paseo, le cuenta historias: lo saca del mundo de la casa que la abuela dirige. En cambio la madre, y eso se verá desde el tercer capítulo, representará el gobierno del hogar con sus cuidados y dedicaciones, el mundo de lo privado y de los afectos, más bien distantes por lo que cuenta el autor.
II
Pero la imagen del padre es más distante que la de la madre. Ya en el segundo capítulo aparece la figura paterna un tanto marginal pese a ser el mismísimo padre, poco visto pero referencia al fin. Ese será la constante hasta el capítulo tercero cuando el ambiente social que acompaña Vivir para contarla se vuelve algo más que una anécdota: cobra vida como drama la pobreza. Pobreza que ya se advierte en el primer capítulo y que es el fantasma constante en la vida del escritor.
La carencia de recursos económicos de la familia, la insuficiencia de dinero del padre en su trabajo y de la madre en el hogar, serán decisivos en la constitución del relato vital. Sin duda es el único drama constante que tiene García en todos los ocho capítulos. Y por eso también es su mayor falencia: no hay dramas subjetivos, no hay crisis radicales, no hay fracturas trágicas ni conversiones definitivas. A no ser las del país, pero no las del personaje. En ese sentido, pareciera que todo estuviera definido desde el comienzo del relato: está hablando un escritor sobre cómo se hizo escritor. Es decir, salvo los dos primeros capítulos la trama del escritor se pierde con las páginas.
Frente a la pobreza García juega con el discurso para dar la impresión, no errada por cierto, de las condiciones de la clase social a la que perteneció, que siempre fueron adversas; y con todo ello, o justamente por ello, aprende a escribir.
García quiere que el lector de sus memorias encuentre en su esfuerzo y superación la clave de su heroísmo: que no llegó por suerte al oficio de escritor, que todo conllevó también dificultades y pesares. Son las impresiones de la lectura desde el comienzo hasta el final; más al comienzo que al final. Es cierto que la pobreza hace parte del mundo caribeño y será la realidad del Macondo mítico, reconozcamos pues que se siente orgulloso de haber sido pobre. La pobreza como parte de la historia no sólo familiar sino como reconocimiento de un orden social que no da idea en el relato de ser justo o injusto, sino verídico y muy sensible.
Sin embargo, poco a poco la pobreza se vuelve repetitiva y agotadora como sustrato social en el tercero y cuarto capítulos. Valiosas son las formas en las que el autor nos la presenta en tanto que las pequeñas cosas de la vida están signadas por lo económico: el valor del periódico, un pasaje de ferrocarril, unos cigarrillos. Pero sus condiciones sociales como estudiante o cronista no logra explicarlas a la luz de lo que pasa en Colombia, salvo casos particulares. No hay una relación entre lo social y lo político en un autor catalogado como comunista y más bien existe una pesadumbre: los cachacos son los que gobiernan y los caribeños son los gobernados; el frío determina unas condiciones de vida monásticas y el calor permite enfrentar más la pobreza; la provincia es fantasiosa y la capital es realista.
Por otro lado, la historia convulsa del país ocurre pese a que García parece no interesarle, y da la impresión de que se la misma se le diluye en uno u otro párrafo. El sabor que se tiene al leer sus vivencias es que la historia política no es importante en la vida de un escritor: es sólo una referencia como tantas otras. Su historia de lo ocurrido está hecha de anécdotas, de versiones sobre lo ocurrido, y de una que otra vivencia fundamental.
La historia política que encontramos en Vivir para contarla es la del siglo XX: desde la guerra de los mil hasta el bombardeo a Villa Rica, pasando por la masacre de las bananeras, la guerra contra el Perú, el nueve de abril, el golpe de Estado de Rojas Pinilla, la masacre de los estudiantes en la séptima. Pero no hay ninguna explicación de por qué ocurren las guerras; se afirma sí que Colombia ha sido un país de guerras desde la independencia.
El autor propone que se perdió el espíritu del caribe con la independencia de Panamá y que esa es la causa de que Colombia sea un país andino y no caribeño. Empero, no hay una lectura ni política ni social de la historia colombiana. Salvo las referencias a la familia, la guerra se le representa al autor en los recuerdos del abuelo coronel, de sus amistades, y de la pensión que nunca llegó y una que otra afugia de la madre, no como drama o tragedia sino como relato. Y al final del texto, en los capítulos séptimo y octavo, la guerra reaparece con la censura de prensa en los gobiernos conservadores.
Pobreza y guerra. Parecería que una no explica a la otra en el imaginario político del autor. No hay duda que la lectura política de García es contra los gobiernos conservadores, a los que sindica de ansias de poder. Los liberales en sus memorias son los progresistas, los librepensadores, más cercanos a las prostitutas que a los curas. Viniendo como viene de una familia liberal por parte de la madre, con abuelo coronel incluido, no vale la pena preguntarse si su relato es o no liberal: es evidente. El capítulo cinco es el más histórico y político, y por eso mismo el más dramático.
III
Pero volvamos al relato de los primeros capítulos. La forma discursiva autobiográfica que se acompaña de la nostalgia, la soledad y el sopor del caribe en los primeros tres capítulos, muy bien logrados por cierto, pierde fuerza y va decayendo capítulo tras capítulo cuando el autor llega a Zipaquirá como estudiante de bachillerato y luego, en la última parte, cuando es periodista de El Espectador. El cuarto capítulo aún logra tener el ambiente costeño con las vacaciones de García, pero ya se siente que tiende a ser marginal en la lectura.
El relato cambia y es también demostrable que eso ocurre porque no están los dos personajes más importantes de sus memorias: ni el abuelo ni la madre. Y no sólo eso: hacen falta las emociones que da la vida de la provincia y la niñez y juventud del protagonista. La característica más importante es que la formación del estudiante, a propósito de su deseo por la escritura y sus estudios literarios, se hace notable en el cuarto capítulo, si se quiere ineludible cuando lo atrapa y lo embruja la poesía.
El cuarto capítulo que transcurre en la remota Bogotá y en Zipaquirá, le permiten al lector ir tejiendo paso a paso el ascenso de García como escritor en ciernes; el germen de su inclinación se hace explícito en el frío y no en la provincia. Parece una paradoja pero son los años en el frío del altiplano lo que le permite acercarse a la escritura, cuando conoce a través de la lectura un mundo inexplorado que acompañará con la oratoria de vez en vez. Paradoja, pues la esencia del laureado escritor será contar el mundo de la provincia como si fuera un mundo único y conectado con el mundo latinoamericano que recrea Macondo. Cosa curiosa pues si algo se advierte en Vivir para contarla es que el altiplano es distinto al caribe. Lector insaciable y fumador empedernido son las dos características del autor en su paso por el bachillerato; obsesiones que conservará hasta el final en sus memorias.
Interesante es leer que el hoy nobel fue una cabeza dura para la ortografía, un dicharachero consumado siendo buen estudiante y reconocido poeta imberbe. Esta influencia con el frío a cuestas también es una oportunidad para la confabulación con la radio, los periódicos y las revistas literarias, amén de los libros. La vida cultural para el joven García no está en la costa, sino en la lejana capital. Conoce también en esta travesía el contraste social, no sólo de cachacos y costeños sino de ricos y pobres. La idea que subyace es que los pobres son los costeños. La representación de los dos polos está bien construida y queda la sensación de que Colombia en realidad no es un país sino muchos.
Si desde el cuarto capítulo se delinea la ascensión del escritor neófito que quiere aprender la técnica de novelar, en el quinto se confirma con la publicación de sus primeros cuentos en El Espectador. Sus primeros escritos llevan el influjo de La metamorfosis de Kafka, lo que da cuenta de la ascendencia del joven escritor que absurdamente estudia derecho en la Universidad Nacional. Bogotá pues es el epicentro de la literatura, de la poesía y de la bohemia en los cafés del centro, en los cuales el joven caribeño sacia sus ansias de bohemia. El ambiente perfecto para el cuentista. Por eso, Bogotá y no el caribe es la meca de las enseñas de García como escritor. Es decir, donde aprende a escribir cuentos que valieron reconocimiento y promesas de un selecto público.
El cuento, acaso el género más difícil en la literatura, es la prueba de fuego para un escritor empírico que lo único que había aprendido era su voracidad como lector más que su adicción al cigarrillo. De ahí que en el quinto capítulo se presenta el empirismo del escritor y sus influencias determinantes. Pero como él mismo lo reconoce, Colombia no es un país para cuentistas o novelistas, sino para poetas.
La ruptura que hace García es justamente esa: dejar atrás la tradición literaria en la fría Bogotá con sus seiscientos mil habitantes solitarios. Es en la capital donde madura la idea de que la novela y el reportaje son hijos de la misma madre, como dirá. Pero el comienzo de este género se da con el cuento. Y para llegar a él sus primeros trabajos son en la prensa universitaria, aunque ya había tenido la experiencia inicial en el colegio de Zipaquirá. En Bogotá, como decimos, aprende la carpintería en la estructura del cuento. En los capítulos seis y siete confirmará, en Cartagena y Barranquilla, lo aprendido en la capital, para continuar aprendiendo el arte de escribir no sólo cuentos sino novelas como La hojarasca, su primera obra.
En el quinto capítulo se recrea la historia del magnicidio del nueve de abril de 1948; es lo mejor que hace en términos políticos. La forma que adopta es a partir de las referencias periodísticas e históricas de Arturo Alape. Pero el discurso vivencial del día y de las jornadas que le siguieron es de la cosecha de García. El drama del asesinato por ese mismo estilo literario del realismo se le convierte en más que una anécdota pues él está presente en la rebelión. Pareciera que el autor está creando la historia, de la que retoma recuerdos personales y diálogos con protagonistas. Y esa es, por qué no, una debilidad: reconstruir una tragedia sólo desde el realismo mágico.
La pregunta es si el realismo mágico permite relatar todas las cosas o sólo en el género de la crónica, el cuento y la novela tiene cabida. Para García, creemos, el realismo mágico da para todo, incluso para contar la historia de las guerras en Colombia. Sin embargo, las páginas del nueve de abril logran captar el drama personal y colectivo de una revolución social trunca. El lector se ve atrapado por la angustia y la desolación que impregnan esas páginas y por lo que pudo haber pasado y no pasó.
IV
En los capítulos seis y siete el giro en el formato de lo que acontece cambia de principio a fin. No tenemos ya al niño ni al adolescente ni al estudiante de derecho: va quedando atrás la nostalgia y sólo queda la soledad esparcida en las páginas. Tenemos al periodista empírico en el oficio de cronista en las tropicales ciudades del caribe colombiano. Un hombre ya bohemio, acosado por la pobreza, buen amigo y mejor escritor.
La nostalgia, el sopor del medio día, los relatos de sus mayores, los diálogos con su madre, el recuerdo de su padre, las travesuras con sus hermanos ya no están representados. La nostalgia terminó. La familia sigue estando presente pero no como referencia vital, cuyo lugar ahora lo ocupa la empresa periodística por la costa atlántica, tanto en Cartagena como en Barranquilla.
Lo que tenemos es un García inmiscuido de lleno en la faena periodística de sacar notas editoriales o columnas bajo el seudónimo de Septimus o críticas de cine. Un hombre, solitario empedernido, que piensa y respira periodismo, así no lo quiera; un hombre que se suma a amigos escritores, libreros, periodistas, costeños todos, fumadores o bebedores, y casi ninguna mujeres.
Como él mismo lo reconoce, el oficio de periodista le llega a su vida más por necesidad que por vocación. No es el periodismo lo que busca, sino el ser escritor. Un escritor muy distinto al estilo de la tradicional Colombia: no el costumbrismo de Carrasquilla o Isacs, sino el realismo de García.
La necesidad de ganarse la vida cuando su único patrimonio es a duras penas una máquina de escribir le permite enfrentarse al arte de ejercitar la escritura todos los días con sus noches; leer y escribir sobre todo. Lo que va descubriendo es la forma estilizada de la crónica bajo el influjo de la tradición oral llevada a las páginas de El Universal o El Heraldo. Lo que se perfila es el estilo del realismo mágico, no como un hombre novelista o cuentista profesional, cuanto como cronista de prensa. Como aquel que persigue los detalles y está atento a las pequeñas cosas de las descripciones periodísticas. Así pues García no se hace periodista, se hace escritor.
Sin embargo, todos sus maestros son periodistas con tradición reconocida, ninguna mujer por demás. El oficio lo realizan los hombres y el arte no se enseña: se aprende al pie de la vaca. Con ellos, amigos y maestros, asiste a las tertulias literarias, a los cafés inolvidables, a los burdeles conocidos y por conocer. El periodismo es un mundo de hombres y de la vida en el bajo mundo. Y no cualesquier hombres, sino los bohemios, los lectores enfermizos, los intelectuales entregados a la palabra y al licor. Es el ambiente de García. Es el ambiente de la costa atlántica. Con ese embrujo deja de ser estudiante de derecho y adquiere el correspondiente reconocimiento de periodista de planta. Si no quiere ser periodista, menos aún quiere ser abogado. Sólo quieres ser escritor: qué cosa tan extraña.
Pero las páginas no nos presentan en realidad el apasionamiento ni la obsesión por la escritura; en ningún momento se observa la conversión del personaje en su lucha contra el mundo. Claro: hay momentos alegres o tristes, pero la forma en la que cuenta sus memorias cobra vida como novela y con un formato ficcioso en el que García es el héroe indiscutible. Todo transcurre como si las dificultades hubieran sido las necesarias para ser escritor: no hay una rebelión absoluta en su vida, a no ser la de no contarle a sus padres el abandono del derecho.
Los lectores de sus memorias no conocerán los secretos que como escritor guarda el nobel colombiano. Hay pistas aquí y allá, pero no hay un discurso construido sobre cómo escribir bien. Si en realidad hay o no una técnica para escribir Vivir para contarla no lo muestra. Y eso, como decimos, es porque la obsesión se pierde a medida que los capítulos se suceden unos a otros. Se hace relevante la obsesión por el cigarrillo y la lectura más que por mostrarles a los lectores cómo aprendió a escribir. Por supuesto: como lectores nos quedan un montón de escritores, obras literarias y maestros que García anuncia y enuncia.
En los capítulos seis y siete leemos las aventuras y desventuras del periodista en Cartagena o Barranquilla. Presenta sus amistades más entrañables, las cuales describe como sacados de novelas increíbles o textos sagrados cuyo epicentro está en las librerías que frecuenta. Y como siempre con descripciones míticas: cada hombre o mujer que conoce es único, un personaje en resumidas cuentas fantasioso. Pareciera que todo se vuelve ficción, cosas cercanas a lo increíble, fabuladas incluso, a no ser por la pobreza que siempre se respira en cada página. Pobreza personal y familiar que hacen una suerte de complejo drama para nada mágico. La soledad nunca termina y el tiempo sigue su destino incierto.
Pero al final de sus memorias, la vida del escritor se hace realidad en la costa atlántica: empieza a ser conocido y tratado como periodista, siendo que no busca eso. Ese periodo de cronista acaso sea el mejor de toda su vida de escritor. Y lo continuará en Bogotá.
V
El último capítulo, el octavo, es el recuento pormenorizado de su ingreso a El Espectador durante dieciocho meses, donde se dará a conocer como Gabo. Como periodista en Bogotá, García recibe incontables lecciones en el periódico de la familia Cano y todas tienen que ver con el reportaje. Vuelve a la fría realidad de la capital, de la que tuvo que huir con las últimas llamas del nueve de abril. Y vuelve para aprender no el arte de novelar, sino el arte del reportaje.
En esta parte de Vivir para contarla se diluye todo lo que queda del interés por conocer la vida consumida por la nostalgia de un escritor. Ni en el octavo y menos en el séptimo y sexto capítulos el zarpazo de la nostalgia y de la soledad se encuentra explícito. El relato cae definitivamente: los días y las noches de un periodista no son tan interesantes como las aventuras amorosas o parrandas de su juventud.
De hecho las memorias ya habían empezado a venirse abajo en el capítulo seis. Lo cual sucedió no tanto por la forma en la que rememora los sucesos de hace décadas -una forma magistral de contar la realidad-, sino a la nostalgia e influencias que le llevan de una lado para otro y que en la adultez se pierden con la seriedad gris del trabajo. Es más emotiva la vida de niñez y de juventud. En cambio en la vida adulta el relato se vuelve repetitivo, cansón a veces. Salvo por las aventuras joviales que va contando y las desventuras con las que se encuentra en Bogotá siendo reportero.
Las memorias terminan sin asombro alguno, no dan pie para preguntarse por lo que vendrá después, o por lo que pasará en el viaje a Europa. El final, frente al comienzo, es desabrido y nada intrigante. No deja dudas, más bien silencios. Atrás quedaron las añoranzas de Aracataca, el abuelo sabio, el calor endiablado, las desdichas amorosas, la seriedad de su madre. Cuanto más se aleja de su casa y de su familia más el discurso pierde en profundidad y emoción. Más se sale de las novelas y de los cuentos en los que está impregnado su mundo macondiano y más cerca se está de un mundo en blanco y negro, poco interesante.
En sus novelas y cuentos, que describen un mundo moderno por ser familiar, encontramos muchas cosas de sus memorias, y en éstas muchas de aquéllas. Pero éstas son más emotivas y sentimentales porque el relato involucra un niño, un adolescente, un joven que hace el tránsito a la vida adulta llevado de la mano por sus mayores, de los cuales hereda la soledad y la nostalgia.
En Vivir para contarla el discurso en primera persona, hasta el capítulo tres, es lo mejor que ha escrito el nobel. La primera persona del singular le da vida al relato, lo llena de identidad, le da fuerza emotiva, pero va diluyéndose desde el cuarto capítulo en un monólogo sin fin, para desparecer definitivamente en el sexto y no quedar nada de lo anterior en el octavo.
Desde el cuarto capítulo las memorias se convierten en un monólogo y la parte final es decepcionante, claudicante. Como lectores de García sabemos que su vida está inscrita en sus novelas y cuentos y éstos en su vida familiar; reconocemos su estilo e imaginación en cada una de sus obras y nos maravillamos con sus descripciones precisas. Pero lo que no se puede aceptar es la quietud desconsoladora con la que termina sus memorias: el ingreso de Mercedes en el relato es desconcertante.
Si en los dos primeros capítulos se alude a tres tiempos en el relato -algo maravilloso-, desde el tercero sólo hay dos tiempos históricos, quedando la impresión de que los tres últimos capítulos sólo tienen un mismo trasfondo vivencial que vuelve sobre sí mismo. Lo cual significa que el tiempo en Vivir para contarla se vuelve desde el sexto capítulo lineal, perdiendo su fuerza de ser circular desde el comienzo. La nostalgia queda atrás y la soledad también y sólo nos queda cerrar el libro.
LAS GRANDES MEMORIAS DE JOSÉ SARAMAGO
El libro tiene un título irónico, casi que también se diría modesto: "Las pequeñas memorias". Y más irónico es como empieza: tres páginas que no dejan ver el hermoso bosque que se esconde en las 179. Amable lector: salte las tres primeras páginas y empiece ahí donde se puede leer: “Dicen los entendidos que la aldea nació y creció a lo largo de una vereda, de una azinhaga, término que viene de la palabra árabe, as-zinaik, «calle estrecha»”. Pero antes deténgase y medite, una y otra vez por favor, la frase que le da vida al relato, no la dedicatoria, bella por cierto, sino la que está a la vuelta de la siguiente hoja: “Déjate llevar por el niño que fuiste”. Así, de una manera un tanto camuflada y por qué no, tímida, inicia sus memorias el nobel de literatura José Saramago. Y qué memorias.
Porque como empieza termina, obsérvese en las últimas páginas el sentimiento y la gratitud que expresa el autor por los suyos. Con retratos antiquísimos de sus allegados, abuelos analfabetos, madre también, padre guardia municipal, hermano muerto prematuramente y él mismo con corbata o sin ella, Saramago le dirige al lector la sensibilidad que él tiene por los que le dieron todo, así no tuvieran casi nada. Se puede leer en un castellano enrevesado, que recuerda las recetas médicas de antes, la leyenda de cada fotografía. Por ejemplo: “En este tiempo ya tenía novia. Se me ve en la cara…” O esta otra, no menos reveladora: “Los años pasaron y ésta tal vez sea la última foto de mi padre. A pesar de sus devaneos nunca fue mala persona. Un día, yo ya era hombre, me dijo: «Tú, sí, siempre has sido un buen hijo». En ese momento le perdoné todo. Nunca habíamos estado tan juntos”.
No hay duda: es un buen libro y un mejor escritor. Aunque también por lo que se ve, y por lo que leeremos, mejor hijo y nieto. Sólo que él nunca sabrá lo que es ser hermano, una lástima. “Éste es Francisco, al que no me atreví a robarle la imagen. Vivió tan poco, quién sabe lo que podría haber sido. A veces pienso que, viviendo, me he esforzado para darle una vida”.
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En alguna parte al final del libro dice: “Las cosas son como son, ahora se nace, luego se vive, por fin se muere, no vale la pena darle más vueltas”. Es la vida. Y sobre ésta, hecha de “memorias”, reconstruye su infancia y juventud José Saramago. El relato no tiene una continuidad en el tiempo, va y viene; salta de un suceso a otro. Está hecho más bien de instantes, momentos, experiencias, recuerdos, pequeñas cosas que se interrumpen cuando quien escribe tiene, aunque no lo diga -y el lector tiene que hacer cuentas- contados 14 ó 15 años.
Hay párrafos nostálgico, por eso profundos y muy bien escritos, como este sobre el río de la niñez: “No se sabe todo, nunca se sabrá todo, pero hay horas en que somos capaces de creer que sí, tal vez porque en ese momento nada más nos podría caber en el alma, en la conciencia, en la mente, comoquiera que se llame eso que nos va haciendo más o menos humanos. Miro desde lo alto del ribazo la corriente que apenas se mueve, el agua casi plomiza, y absurdamente imagino que todo volvería a ser lo que fue si en ella pudiese volver a zambullir mi desnudez de la infancia, si pudiese retomar en las manos que tengo hoy la larga y húmeda vara o los sonoros remos de antaño, e impeler, sobre la lisa piel del agua, el barco rústico que condujo hasta la frontera del sueño a un cierto ser que fui y que dejé encallado en algún lugar del tiempo”.
Entre la casa de los abuelos y la de los padres se mueve la vida de Saramago. Reconstruyendo la casa y la vida campesina con aquéllos seres analfabetos que eran sus abuelos maternos, pobres, pero muy laboriosos, nos dice: “puedo levantar en cualquier momento sus paredes blancas, plantar el olivo que daba sombra a la entrada, abrir y cerrar el postigo de la puerta y la verja del huerto donde un día vi una pequeña culebra enroscada, entrar en las pocilgas para ver mamar a los lechones, ir a la cocina y echar del cántaro a la jícara de latón esmaltado el agua que por milésima vez me matará la sed de aquel verano”. Una infancia signada por la escasez económica, las vacaciones, la escuela y muchas vivencias compartidas con sus mayores son Las pequeñas memorias.
El río, los cultivos de maíz, sus abuelos, las puestas de sol, los animales domésticos hacen el mundo de Saramago en las partes más sensibles del relato, reconstruido casi ocho décadas después. Su ambiente con los abuelos es emotivo y aleccionador, acompañado por la paradisiaca geografía de la aldea. “No tengo mucho donde elegir: o el río, y la casi inextricable vegetación que la cubre y protege las márgenes, o los olivares y los duros rastrojos del trigo ya segado, o la densa mata de rosáceas, hayas, fresnos y chopos que bordean el río Tajo…”. “No había mucho donde elegir, es cierto, pero, para el niño melancólico, para el adolescente contemplativo y tan frecuentemente triste, éstas eran las cuatro partes en que se dividía el universo, de no ser cada una de ellas el universo entero”.
Vivencias y más vivencias bellamente registradas con los abuelos, donde el relato es, como se sabe ya, más nostálgico; nostálgico porque involucra la vegetación, los animales del campo, las salidas o puestas del sol o la luna. En fin: la naturaleza y Saramago. “A este adolescente, por ejemplo, nadie le preguntó cómo se sentía de humor y qué interesantes vibraciones le estaba registrando el sismógrafo del alma cuando, todavía noche, en una madrugada inolvidable, al salir de la caballeriza donde entre caballos había dormido, fue tocado en la frente, en la cara, en todo el cuerpo, y en algo más allá del cuerpo, por la albura de la más resplandeciente de las lunas que algunas vez ojos humanos hayan visto. Y tampoco qué sintió cuando, con el sol ya nacido, mientras iba conduciendo a los cerdos por cerros y valles en el regreso de la feria donde se vendió la mayor parte, se dio cuenta de que estaba pisando un trecho de calzada tosca, formada por lajas que parecían mal ajustadas, insólito descubrimiento en un descampado que parecía desierto y abandonado desde el principio del mundo. Sólo mucho más tarde, muchos años después, comprendería que había pisado lo que con toda seguridad era un resto de camino romano”.
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También están sus emotivos e inolvidables encuentros con las mujeres: “Con esta mujer, de cuyo nombre no tengo la certeza de acordarme exactamente (tal vez fuese Isaura, tal vez Irene, Isaura sería), tuve unas sabrosas luchas cuerpo a cuerpo y unos juegos de manos, empuja tú, empujo yo, que siempre acababan con ella (yo debía de tener entonces alrededor de catorce años) echada sobre una de las camas de la casa, pecho contra pecho, pubis contra pubis, mientras la abuela Josefa, sabida o inocente, se reía con buen reír y decía que yo tenía mucha fuerza”. Sus descripciones no dejan pie para las suposiciones. Su relato es directo, sin artilugios, sincero. “Es decir, siendo yo un sujeto de mundo, también tendría que ser, al menos por simple «inherencia de cargo», sede de todos los deseo y objeto de todas las tentaciones (…) Así como al santo lo asediaron los monstruos de la imaginación, al niño que yo fui lo persiguieron los más horrendos pavores de la noche, y las mujeres desnudas que lascivamente siguen bailando ante todos los Antonios del planeta no son diferentes de aquella prostituta gorda que, una noche iba yo caminando hacia el cine Salón Lisboa, solo como era habitual, me preguntó con voz cansada e indiferente: «¿Quieres venir conmigo?» Fue en la calle del Bom-Formoso, en la esquina de unas escalinatas que había allí, y yo debía de tener alrededor de doce años”.
Un discurso en primera persona sencillo, real, no sofisticado o imaginado con las argucias de la metáfora, los símiles o las hipérboles. Sencillez, es lo que define a Saramago. Obsérvese la forma como nos induce en sus lecciones: “En cuanto a Domitila, fuimos sorprendidos, ella y yo, dentro de la cama jugando a lo que juegan los novios, activos, curiosos de todo cuanto el cuerpo existe para ser tocado, penetrado y removido. Me pregunto qué edad tendría en esos momentos y creo que andaría en torno a los once años o tal vez un poco menos (verdaderamente me resulta imposible precisarlo, ya que vivimos dos veces en la calle Carrilho Videira, en la misma casa). Los atrevidos, (vaya usted a saber cuál de los dos tuvo la idea, aunque lo más seguro es que la iniciativa partiera de mí) recibieron unos azotes en el culo, creo recordar que bastante pro-forma. Sin demasiada fuerza. No dudo de que las mujeres de la casa, incluida mi madre, debieron de reírse después las unas con las otras, a escondidas de los precoces pecadores que no habían podido aguantar la larga espera del tiempo apropiado para tan íntimos descubrimientos (…) Pero no hicimos propósito de enmienda. Unos años después, ya vivía yo en el número 11 de la calle Padre Sena Freitas, ella fue a visitar a la tía Concepción, y el caso es que no estaban allí ni la tía, ni mis padres tampoco estaban en casa, gracias a lo cual tuvimos tiempo de sobra para acercamientos e investigaciones que, aunque sin llegar a hechos consumados, dejaron impagables recuerdos en el uno y en la otra, o por lo menos en mí, que todavía la estoy viendo, desnuda de cintura para abajo”.
En seguida encontramos la siguiente vivencia entre amorosa y pecadora, o mejor, pecadoramente amorosa: “También fue en la calle Padre Sena Freitas donde dormí (o no dormí) parte de una noche con una prima (…) un poco mayor que yo, acostados en la misma cama, ella de la cabecera a los pies, y yo de los pies a la cabecera. Preocupación inútil de las ingenuas madres (…) nosotros, después de algunos minutos de ansiosa espera, con el corazón dando brincos, bajo la sábana y la manta, a oscuras, dimos comienzo a una minuciosa y mutua exploración táctil de nuestros cuerpos, con precisión y ansiedad justificadas, aunque también de una manera que fue no sólo metódica, sino también de lo más instructiva que estaba a nuestro alcance desde el punto de vista anatómico. Recuerdo que el primer movimiento de mi parte, el primer abordaje, por decirlo así, encaminó mi pie derecho hasta el pubis ya florido de Piedad. Fingimos dormir como dos angelitos cuando, iba ya la noche bien entrada, la tía María Magas, que estaba casada con un hermano de mi padre llamado Francisco, vino a recogernos a la cama para regresar a casa. Aquéllos, sí, eran tiempos de inocencia”.
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Perteneciente a las “clases bajas”, Saramago recrea también los momentos donde la pobreza de su familia y de él mismo se revelaba en los pequeños detalles: “tuve poquísimos juguetes, e, incluso esos, por lo general de lata, comprados en la calle a los vendedores ambulantes”. Y también en los grandes: “Vivíamos en el último piso (vivimos casi siempre en los últimos pisos porque el alquiler era más barato), en una habitación realquilada con derecho a cocina, como antes informaban los anuncios. De cuarto de baño no se hablaba simplemente porque tales lujos no existían, un desagüe en un rincón de la cocina, a cielo abierto, por decirlo de una manera gráfica, servía para todo tipo de evacuaciones, tanto las sólidas como las líquidas”. “En lo que a mi respecta, dormía en la otra habitación de la casa que ocupábamos, en el suelo y con cucarachas (no me estoy inventando nada, de noche me pasaban por encima)”.
Sin embargo, la franqueza de las memorias también da pie para las inquietudes del escritor que supuestamente todo lo sabe pues lo ha vivido. “A veces me pregunto si ciertos recuerdos son realmente míos, si no serán otra cosa que memorias ajenas de episodios de los que fui actor inconsciente y de los que más tarde tuve conocimiento porque me los narraron personas que sí estuvieron presentes, si es que no hablaban, también ellas, por haberlos oído contar a otras personas”. E igualmente hay tiempo para la ingenuidad e inocencia: “No sé cómo lo perciban los niños de ahora, pero, en aquellas épocas remotas, para la infancia que fuimos, nos parecía que el tiempo estaba hecho de una especie particular de horas, todas lentas, arrastradas, interminables. Tuvieron que pasar algunos años para que comenzásemos a comprender, ya sin remedio, que cada una tenía sólo sesenta minutos, y, más tarde aún, tendríamos la certeza de que todos ellos, sin excepción, acababan al final de sesenta segundos…”
Obsérvese las picardías del niño y el estilo del escritor en tres hechos circunstanciales que a continuación relata: “Fuese como fuese, pese a que me sentaron con ellos en el banco delantero, mi asistencia a la iglesia, una o dos veces, no prometía mucho. Cuando el monaguillo tocaba la campanilla y los fieles bajaban obedientes la cabeza, no pude resistirme a torcer ligeramente el cuello y acechar con disimulo para ver qué era lo que pasaba que no debía ser visto”. “Avanzada la noche, con la habitación a oscuras, me levanté despacio y pasito a pasito fui a por la bolsa y luego, con tres zancadas furtivas, regresé a la cama y me metí entre las sábanas, feliz, masticando las dulcísimas chocolatinas, hasta cuando fui resbalando hacia la inconsciencia. Cuando abría los ojos por la mañana encontré, aplastado, debajo de mi pecho, lo que quedaba del ágape nocturno, una pasta marrón de chocolate, pegajosa y blanda, la cosa más sucia y repugnante que mis ojos habían visto hasta entonces. Lloré mucho, de pena, pero también de vergüenza y de frustración, y quizá sería por eso que mis padres no me castigaron ni me reprendieron”. “Miré y vi. El globo se había vaciado, iba arrastrándolo por el suelo sin darme cuenta, era una cosa sucia, arrugada, informe, y los dos hombres que venían detrás se reían y me señalaban con el dedo, a mí, en esa ocasión el más ridículo de los especímenes humanos. Ni siquiera lloré. Solté la cuerda, agarré a mi madre por el brazo como si fuese una tabla de salvación y seguí andando. Aquella cosa sucia, arrugada e informe era realmente el mundo”.
La vida pues está llena de pequeñas cosas, insignificantes muchas de ellas. Y en la niñez afloran como en un jardín tropical. Nótese también el sentido del humor: “Muchos años después mi abuela me contó, cuando me entregaban a sus cuidados, ella me sentaba en la habitación de fuera, sobre una manta extendida en el suelo, desde donde, de tarde en tarde, le llegaba mi voz: «Abuela, abuela». «¿Qué quieres tú, hijo mío?», preguntaba ella. Y yo respondía, lacrimoso, chupándome el dedo pulgar de la mano derecha (¿Será de la mano derecha?): «Yo quiero caca». Cuando ella acudía a la petición de socorro era demasiado tarde. «Ya te habías ensuciado encima», decía mi abuela riendo”. “En ese tiempo los Reyes Magos todavía no existían (o soy yo quien no se acuerda de ellos), ni existía la costumbre de montar belenes con la vaca, el buey y el resto de la compañía. Por lo menos en nuestra casa. Se dejaba por la noche el zapato («el zapatinho») en la chimenea, al lado de los hornillos de petróleo, y a la mañana siguiente se iba a ver lo que el Niño Jesús habría dejado. Sí, en aquel tiempo, era el Niño Jesús quien bajaba por la chimenea, no se quedaba acostado en la paja, con el ombligo al aire, a la espera de que los pastores le llevasen leche y queso, porque de esto, sí, iba a necesitar para vivir, no del oro-incienso-y-mirra de los magos, que, como se sabe, sólo le trajeron amargores para la boca. El Niño Jesús de aquella época todavía era un Niño Jesús que trabajaba, que se esforzaba por ser útil a la sociedad, en fin, un proletario como tantos otros. En todo caso, los más pequeños de la casa teníamos nuestras dudas: nos costaba creer que el Niño Jesús estuviera dispuesto a ensuciar de esa manera la blancura de sus vestimentas bajando y subiendo toda la noche por paredes cubiertas de ese hollín negro y pegajoso que revestía el olor de las chimeneas”.
Pero también está la crueldad y la indolencia del niño con los animales: “Verdaderamente la crueldad infantil no tiene límites (ésa es la razón profunda de que tampoco tenga límites la de los adultos): ¿qué mal podían hacerme los inocentes batracios, bien sentaditos tomando el sol en los limos fluctuantes, gozando al mismo tiempo del calorcillo que les venía de arriba y de la fuerza que llegaba desde abajo? La piedra, zumbando, las alcanzaba de lleno, y las infelices ranas daban la última voltereta de su vida y ahí se quedaban, patas arriba. Caritativo como no había sido el autor de aquellas muertes, el río les lavaba la escasa sangre que vertían, mientras que yo, triunfante, sin conciencia de mi estupidez, agua abajo, agua arriba, buscaba nuevas víctimas”.
4
En ese recorrido por la tierna niñez, Saramago va contando desde la jovialidad cómo aprendió a leer cuando lo único cierto en su familia, hasta ese entonces, era el analfabetismo de sus mayores. “Aprendí a leer con rapidez. Gracias a los cuidados de la instrucción que había comenzado a recibir en la primera escuela (…) pasé, casi sin transición, a frecuentar de forma regular los niveles superiores de la lengua portuguesa en las páginas de un periódico, el Diario de Noticias, que mi padre traía todos los días a casa y que supongo que se lo regalaba algún amigo, un repartidor de periódicos de los de buena venta, tal vez el dueño de un estanco. Comprar, no creo que lo comprara, por la pertinente razón de que no nos sobraba el dinero para gastarlo en semejantes lujos. Para dejar una idea clara de la situación, baste decir que durante años, con la absoluta regularidad estacional, mi madre llevaba las mantas a la casa de empeños cuando el invierno terminaba, para sólo rescatarlas, ahorrando centavo a centavo y así poder pagar los intereses todos los meses y el levantamiento final, cuando los primeros fríos comenzaban a apretar. Obviamente, no podía leer de corrido el ya entonces histórico matutino, pero una cosa tenía clara: las noticias del diario estaban escritas con los mismos caracteres (letras los llamábamos, no caracteres) cuyos nombres, funciones y mutuas relaciones estaba aprendiendo en la escuela. De modo que, apenas supe deletrear, ya leía, aunque sin entender lo que estaba leyendo (…) Y así, de esta manera tan poco corriente, Diario tras Diario, mes tras mes, haciendo como que no oía las bromas de los adultos en mi casa, que se divertían como si fuera un muro, llegó mi media hora de dejarlos sin habla, cuando un día, de un tirón, leí en voz alta, sin titubear, nervioso pero triunfante, unas cuantas líneas seguidas. No entendía todo lo que decía, pero eso no me importaba”.
Leamos también el siguiente largo pasaje sobre la iniciación de sus estudios y la impronta que le quedó con los años y que el recuerdo reconstruye a la luz de la nostalgia: “Cuando fui a la escuela del Largo do Leao, la profesora de segundo grado, que ignoraba hasta dónde el recién llegado habría accedido en el provecho de las materias dadas y sin ningún motivo para esperar de mi persona cualquier reseñable sabiduría (hay que reconocer que no tenía obligación de pensar otra cosa), mandó que me sentara entre los más atrasados, los cuales, en virtud de la disposición del aula, estaban en una especie de limbo, a la derecha de la profesora y enfrente de los más adelantados, que debían servirles de ejemplo. Más tarde, a los pocos días de que empezaran las clases, la profesora, a fin de averiguar cómo estábamos de familiarizados de las ciencias ortográficas, nos hizo un dictado. Entonces yo tenía una caligrafía redonda y equilibrada, firme, buena para la edad. Pues bien, ocurrió que el Zezito (no tengo la culpa del diminutivo, así era como me llamaba la familia, mucho peor hubiera sido que mi nombre fuera Manuel y me dijeran Nelinho…) tuvo sólo una falta de ortografía en el dictado, e incluso ésa no lo era del todo, si consideramos que las letras de la palabra estaban allí todas: en vez de «clase» había puesto «calse». Exceso de concentración tal vez. Y fue aquí, ahora lo pienso, donde comenzó la historia de mi vida (…) Pues bien, la profesora, sorprendida por el talento ortográfico de un niño que acababa de llegar de otra escuela, o sea, sospechoso por definición de ser mal estudiante, me mandó sentarme en el lugar del primero de la clase, de donde, claro está, no tuvo otro remedio que levantarse el monarca destronado que ahí se encontraba. Me veo, como si ahora mismo estuviera sucediendo, recogiendo mis cosas apresuradamente, atravesando la clase en sentido longitudinal ante la mirada perpleja de los compañeros (¿admirativa?, ¿envidiosa?), y, con el corazón en desorden, sentándome en mi nuevo lugar”.
¿Un buen estudiante puede llegar a ser un buen escritor? O mejor aún: ¿de familia de analfabetos puede nacer un escritor y llegar a ser nobel de literatura? Parece que sí. Saramago está ahí para confirmarlo. Y nos lo dice con su estilo de la siguiente manera: “Cuando pasé del segundo grado al tercero, el profesor Vairinho mandó llamar a mi padre. Que yo era aplicado, buen estudiante, dijo, y por tanto muy capaz de hacer el tercer y cuarto grados en un solo año. Para tercer grado frecuentaría las clases normales, mientras que las complejas materias de cuarto grado me serían impartidas en lecciones particulares por el mismo Vairinho, que por cierto, tenía la casa en la propia escuela, en el último piso. Mi padre estuvo de acuerdo, tanto más que el arreglo le salía gratis, el profesor trabajaba por la buena causa. No iba a ser yo el único beneficiario de este trato especial, había tres compañeros en la misma situación, dos de ellos de familias más o menos acomodadas”. Los estudios pues le permitirán reconocerse entre los demás y ser incluso mejor que ellos. “Mi reputación alcanzó tal extremo que alguna que otra vez aparecían en nuestra clase alumnos mayores, de cursos más adelantados, preguntando, supongo que por las referencias que los profesores habrían hecho acerca de mi persona, quién era el tal Saramago. (Fue el tiempo feliz en el que mi padre iba con un papelito en el bolsillo para enseñárselo a los amigos, un papel escrito a máquina con mis notas, bajo el título «Notas de mi campeón». En mayúsculas.)”.
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Sobre la veracidad de los hechos que cuenta, rememora un significativo suceso. A saber: “La madre y los hijos llegaron a Lisboa en la primavera de 1924. En ese año, en diciembre, murió Francisco. Tenía cuatro años cuando una bronconeumonía se lo llevó. Fue enterrado en la víspera de Navidad. Hablando con el mayor rigor, pienso que las llamadas falsas memorias no existen, que la diferencia entre éstas y las que consideramos ciertas y seguras se limita a una simple cuestión de confianza, la confianza que en cada situación tengamos en esa incorregible vaguedad a la que llamamos certeza. ¿Es falsa la única memoria que guardo de Francisco? Tal vez lo sea, pero la verdad es que ya llevo ochenta y tres años teniéndola por auténtica…”
La fidelidad de la memoria puede ser contrastada, a propósito de lo que no se olvida y si eso es verídico o inventado con el tiempo. Pasemos, para comprobar esto, al siguiente recuerdo, que es muy vívido y melancólico: “Caía la lluvia, el viento zarandeaba los árboles deshojados, y de tiempos pasados viene una imagen, la de un hombre alto y delgado, viejo, ahora que está más cerca, por un camino inundado. Trae un cayado al hombro, un gabán embarrado y antiguo, y por él se deslizan todas las aguas del cielo. Delante vienen los cerdos, con la cabeza baja, rozando el suelo con el hocico. El hombre que así se aproxima, difuso entre las cuerdas de lluvia, es mi abuelo. Viene cansado, el viejo. Arrastra consigo setenta años de vida difícil, de privaciones, de ignorancia. Y no obstante es un hombre sabio, callado, que sólo abre la boca para decir lo indispensable. Habla tan poco que todos nos callamos para oírlo cuando en el rostro se le enciende algo así como una luz de aviso. Tiene una manera extraña de mirar a lo lejos, incluso siendo ese lejos la pared de enfrente. Su cara parece haber sido tallada con una azuela, fija aunque expresiva, y los ojos, pequeños y agudos, brillan de vez en cuando como si algo que estuviera pensando hubiera sido definitivamente comprendido. Es un hombre como tantos otros en esta tierra, en este mundo, tal vez un Einstein aplastado bajo una montaña de imposibles, un filósofo, un gran escritor analfabeto. Algo que no podrá ser nunca (…) Pero la imagen que no me abandona es la del viejo que avanza bajo la lluvia, obstinado, silencioso, como quien cumple un destino que no podrá modificar. A no ser la muerte. Este viejo, que casi toco con la mano, no sabe cómo va a morir. Todavía no sabe que pocos días antes de su último día tendrá el presentimiento de que ha llegado el fin, e irá, de árbol en árbol de su huerto, abrazando los troncos, despidiéndose de ellos, de las sombras amigas, de los frutos que no volverá a comer. Porque habrá llegado la gran sombra, mientras la memoria no lo resucite en el camino inundado o bajo el cielo cóncavo y la eterna interrogación de los astros. ¿Qué palabra dirá entonces?”. Y para cerrar la idea cargada de recuerdos, Saramago escribe: “Tú estabas, abuela, sentada en la puerta de tu casa, abierta ante la noche estrellada e inmensa, ante el cielo del que nada sabías y por donde nunca viajarías, ante el silencio de los campos y de los árboles encantados, y dijiste, con la serenidad de tus noventa años y el fuego de una adolescencia nunca perdida: «El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir», Así mismo. Yo estaba ahí”.
Como se ve el manto de la nostalgia y del recuerdo nunca olvidado es más que emotivo y cubre los días vividos con los abuelos. Las vivencias y experiencias, cuando son abiertos al corazón y al amor que en él se expresa, en los años de infancia nunca se olvidan. O si no leamos: “Entre los lechoncitos acabados de nacer aparecía de vez en cuando alguno que otro más débil que inevitablemente sufría con el frío de la noche, sobre todo si era invierno, y podía serle fatal. Sin embargo, que yo sepa, ninguno de esos animales murió. Todas las noches, mi abuelo y mi abuela iban a las pocilgas a buscar los tres o cuatro lechones más débiles, les limpiaban las patas y los acostaban en su propia cama. Ahí dormían juntos, las mismas mantas y las mismas sábanas que cubrían a los humanos cubrían también a los animales, mi abuela a un lado de la cama, mi abuelo en el otro, y, entre ellos, tres o cuatro cochinillos que ciertamente creían que estaban en el reino de los cielos…”.
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Y ahora llega el turno para el asombro. Saramago rememora y el lector se enternece: “Mucho más complejo era el sistema de señales que mi abuela utilizaba para saber cuánto dinero estaba gastando en la tienda, y nunca la vi equivocarse ni en un centavo. Trazaba en un cuaderno círculos con una cruz dentro, círculos sin cruz dentro, cruces fuera de los círculos, trazos a los que ella llamaba palitos, alguna otra sinalefa que ahora no recuerdo. Con el dueño de la tienda, que se llamaba Vieira, algunas veces la vi contraponer sus propias cuentas al papel que él le presentaba y ganaba siempre en el ajuste. Nunca me perdoné no haberle pedido uno de esos cuadernos, sería la prueba documental por excelencia, incluso podríamos decir que científica, de que mi abuela Josefa había reinventado la aritmética, hecho que en una familia como la mía nada tenía de extraordinario o simplemente de relevante”.
Para terminar detengámonos jocosamente en el apellido Saramago. Saramago “no era el apellido paterno, sino el apodo por el que era conocida la familia en la aldea”; “cuando mi padre fue a inscribir en el registro civil de Golega el nacimiento de su segundo hijo sucedió que el funcionario (Silvino se llamaba) estaba borracho (por despecho, de eso lo iba a acusar siempre mi padre), y que, bajo los efectos del alcohol y sin que nadie notara el onomástico fraude, decidió, por su cuenta y riesgo, añadir el Saramago al lacónico José de Sousa que mi padre pretendía que llevara (…) Suerte, gran suerte la mía, fue que no naciera en alguna de las familias de Azinhaga que, en aquel tiempo y durante muchos años más, tuvieron que arrostrar los obscenos alias de Pichatada, Culoroto y Caralhada. Entré en la vida marcado con este apellido de Saramago sin que la familia lo sospechase, y sólo a los siete años, al matricularme en la instrucción primaria, y siendo necesario presentar partida de nacimiento, la verdad salió desnuda del pozo burocrático, con gran indignación de mi padre, a quien, desde que se mudó a Lisboa, el apodo le disgustaba mucho. Pero lo peor de todo vino cuando, llamándose él únicamente José de Sousa, como se podía ver en sus papeles, la Ley, severa, desconfiada, quiso saber por qué burlas tenía entonces un hijo cuyo nombre completo era José de Sousa Saramago. Así, intimidado, y para que todo quedara en su lugar, en lo sano y en lo honesto, mi padre no tuvo otro remedio que proceder a una nueva inscripción de su nombre, pasando a llamarse, él también, José de Sousa Saramago. Supongo que habrá sido éste, el único caso, en la historia de la humanidad, en el que el hijo le dio el nombre al padre”.
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Tales son algunas impresiones textuales que se pueden extraer de las memorias de José Saramago, modestas y sencillas. Todo ello con el único interés de invitar a la lectura del texto, que tiene un estilo coloquial, sincero y vivencial de los años de infancia del hoy octogenario y laureado escritor. Un autor portugués que entre una y otra página consigna las vivencias alegres y tristes del niño que no olvida. Tiempo en el que aprende a leer, estudia, va de vacaciones donde sus abuelos maternos, hace las veces de cazador o pescador, pero al tiempo es un disléxico, miente bastante, le tiene temor a la oscuridad y se desenamora con facilidad. Memorias que son grandes pese a su curioso título y en las que se aprecia la experiencia, la serenidad y la destreza del escritor que superó desde la niñez el analfabetismo de sus ancestros, con los cuales vivió por años. Y del que, como lectores, nos quedan sus libros, leídos al compás de las experiencias y dramas que también nos han acompañado en el tiempo presente y pasado.
Larga vida al escritor y eternidad al niño que fue.
Porque como empieza termina, obsérvese en las últimas páginas el sentimiento y la gratitud que expresa el autor por los suyos. Con retratos antiquísimos de sus allegados, abuelos analfabetos, madre también, padre guardia municipal, hermano muerto prematuramente y él mismo con corbata o sin ella, Saramago le dirige al lector la sensibilidad que él tiene por los que le dieron todo, así no tuvieran casi nada. Se puede leer en un castellano enrevesado, que recuerda las recetas médicas de antes, la leyenda de cada fotografía. Por ejemplo: “En este tiempo ya tenía novia. Se me ve en la cara…” O esta otra, no menos reveladora: “Los años pasaron y ésta tal vez sea la última foto de mi padre. A pesar de sus devaneos nunca fue mala persona. Un día, yo ya era hombre, me dijo: «Tú, sí, siempre has sido un buen hijo». En ese momento le perdoné todo. Nunca habíamos estado tan juntos”.
No hay duda: es un buen libro y un mejor escritor. Aunque también por lo que se ve, y por lo que leeremos, mejor hijo y nieto. Sólo que él nunca sabrá lo que es ser hermano, una lástima. “Éste es Francisco, al que no me atreví a robarle la imagen. Vivió tan poco, quién sabe lo que podría haber sido. A veces pienso que, viviendo, me he esforzado para darle una vida”.
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En alguna parte al final del libro dice: “Las cosas son como son, ahora se nace, luego se vive, por fin se muere, no vale la pena darle más vueltas”. Es la vida. Y sobre ésta, hecha de “memorias”, reconstruye su infancia y juventud José Saramago. El relato no tiene una continuidad en el tiempo, va y viene; salta de un suceso a otro. Está hecho más bien de instantes, momentos, experiencias, recuerdos, pequeñas cosas que se interrumpen cuando quien escribe tiene, aunque no lo diga -y el lector tiene que hacer cuentas- contados 14 ó 15 años.
Hay párrafos nostálgico, por eso profundos y muy bien escritos, como este sobre el río de la niñez: “No se sabe todo, nunca se sabrá todo, pero hay horas en que somos capaces de creer que sí, tal vez porque en ese momento nada más nos podría caber en el alma, en la conciencia, en la mente, comoquiera que se llame eso que nos va haciendo más o menos humanos. Miro desde lo alto del ribazo la corriente que apenas se mueve, el agua casi plomiza, y absurdamente imagino que todo volvería a ser lo que fue si en ella pudiese volver a zambullir mi desnudez de la infancia, si pudiese retomar en las manos que tengo hoy la larga y húmeda vara o los sonoros remos de antaño, e impeler, sobre la lisa piel del agua, el barco rústico que condujo hasta la frontera del sueño a un cierto ser que fui y que dejé encallado en algún lugar del tiempo”.
Entre la casa de los abuelos y la de los padres se mueve la vida de Saramago. Reconstruyendo la casa y la vida campesina con aquéllos seres analfabetos que eran sus abuelos maternos, pobres, pero muy laboriosos, nos dice: “puedo levantar en cualquier momento sus paredes blancas, plantar el olivo que daba sombra a la entrada, abrir y cerrar el postigo de la puerta y la verja del huerto donde un día vi una pequeña culebra enroscada, entrar en las pocilgas para ver mamar a los lechones, ir a la cocina y echar del cántaro a la jícara de latón esmaltado el agua que por milésima vez me matará la sed de aquel verano”. Una infancia signada por la escasez económica, las vacaciones, la escuela y muchas vivencias compartidas con sus mayores son Las pequeñas memorias.
El río, los cultivos de maíz, sus abuelos, las puestas de sol, los animales domésticos hacen el mundo de Saramago en las partes más sensibles del relato, reconstruido casi ocho décadas después. Su ambiente con los abuelos es emotivo y aleccionador, acompañado por la paradisiaca geografía de la aldea. “No tengo mucho donde elegir: o el río, y la casi inextricable vegetación que la cubre y protege las márgenes, o los olivares y los duros rastrojos del trigo ya segado, o la densa mata de rosáceas, hayas, fresnos y chopos que bordean el río Tajo…”. “No había mucho donde elegir, es cierto, pero, para el niño melancólico, para el adolescente contemplativo y tan frecuentemente triste, éstas eran las cuatro partes en que se dividía el universo, de no ser cada una de ellas el universo entero”.
Vivencias y más vivencias bellamente registradas con los abuelos, donde el relato es, como se sabe ya, más nostálgico; nostálgico porque involucra la vegetación, los animales del campo, las salidas o puestas del sol o la luna. En fin: la naturaleza y Saramago. “A este adolescente, por ejemplo, nadie le preguntó cómo se sentía de humor y qué interesantes vibraciones le estaba registrando el sismógrafo del alma cuando, todavía noche, en una madrugada inolvidable, al salir de la caballeriza donde entre caballos había dormido, fue tocado en la frente, en la cara, en todo el cuerpo, y en algo más allá del cuerpo, por la albura de la más resplandeciente de las lunas que algunas vez ojos humanos hayan visto. Y tampoco qué sintió cuando, con el sol ya nacido, mientras iba conduciendo a los cerdos por cerros y valles en el regreso de la feria donde se vendió la mayor parte, se dio cuenta de que estaba pisando un trecho de calzada tosca, formada por lajas que parecían mal ajustadas, insólito descubrimiento en un descampado que parecía desierto y abandonado desde el principio del mundo. Sólo mucho más tarde, muchos años después, comprendería que había pisado lo que con toda seguridad era un resto de camino romano”.
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También están sus emotivos e inolvidables encuentros con las mujeres: “Con esta mujer, de cuyo nombre no tengo la certeza de acordarme exactamente (tal vez fuese Isaura, tal vez Irene, Isaura sería), tuve unas sabrosas luchas cuerpo a cuerpo y unos juegos de manos, empuja tú, empujo yo, que siempre acababan con ella (yo debía de tener entonces alrededor de catorce años) echada sobre una de las camas de la casa, pecho contra pecho, pubis contra pubis, mientras la abuela Josefa, sabida o inocente, se reía con buen reír y decía que yo tenía mucha fuerza”. Sus descripciones no dejan pie para las suposiciones. Su relato es directo, sin artilugios, sincero. “Es decir, siendo yo un sujeto de mundo, también tendría que ser, al menos por simple «inherencia de cargo», sede de todos los deseo y objeto de todas las tentaciones (…) Así como al santo lo asediaron los monstruos de la imaginación, al niño que yo fui lo persiguieron los más horrendos pavores de la noche, y las mujeres desnudas que lascivamente siguen bailando ante todos los Antonios del planeta no son diferentes de aquella prostituta gorda que, una noche iba yo caminando hacia el cine Salón Lisboa, solo como era habitual, me preguntó con voz cansada e indiferente: «¿Quieres venir conmigo?» Fue en la calle del Bom-Formoso, en la esquina de unas escalinatas que había allí, y yo debía de tener alrededor de doce años”.
Un discurso en primera persona sencillo, real, no sofisticado o imaginado con las argucias de la metáfora, los símiles o las hipérboles. Sencillez, es lo que define a Saramago. Obsérvese la forma como nos induce en sus lecciones: “En cuanto a Domitila, fuimos sorprendidos, ella y yo, dentro de la cama jugando a lo que juegan los novios, activos, curiosos de todo cuanto el cuerpo existe para ser tocado, penetrado y removido. Me pregunto qué edad tendría en esos momentos y creo que andaría en torno a los once años o tal vez un poco menos (verdaderamente me resulta imposible precisarlo, ya que vivimos dos veces en la calle Carrilho Videira, en la misma casa). Los atrevidos, (vaya usted a saber cuál de los dos tuvo la idea, aunque lo más seguro es que la iniciativa partiera de mí) recibieron unos azotes en el culo, creo recordar que bastante pro-forma. Sin demasiada fuerza. No dudo de que las mujeres de la casa, incluida mi madre, debieron de reírse después las unas con las otras, a escondidas de los precoces pecadores que no habían podido aguantar la larga espera del tiempo apropiado para tan íntimos descubrimientos (…) Pero no hicimos propósito de enmienda. Unos años después, ya vivía yo en el número 11 de la calle Padre Sena Freitas, ella fue a visitar a la tía Concepción, y el caso es que no estaban allí ni la tía, ni mis padres tampoco estaban en casa, gracias a lo cual tuvimos tiempo de sobra para acercamientos e investigaciones que, aunque sin llegar a hechos consumados, dejaron impagables recuerdos en el uno y en la otra, o por lo menos en mí, que todavía la estoy viendo, desnuda de cintura para abajo”.
En seguida encontramos la siguiente vivencia entre amorosa y pecadora, o mejor, pecadoramente amorosa: “También fue en la calle Padre Sena Freitas donde dormí (o no dormí) parte de una noche con una prima (…) un poco mayor que yo, acostados en la misma cama, ella de la cabecera a los pies, y yo de los pies a la cabecera. Preocupación inútil de las ingenuas madres (…) nosotros, después de algunos minutos de ansiosa espera, con el corazón dando brincos, bajo la sábana y la manta, a oscuras, dimos comienzo a una minuciosa y mutua exploración táctil de nuestros cuerpos, con precisión y ansiedad justificadas, aunque también de una manera que fue no sólo metódica, sino también de lo más instructiva que estaba a nuestro alcance desde el punto de vista anatómico. Recuerdo que el primer movimiento de mi parte, el primer abordaje, por decirlo así, encaminó mi pie derecho hasta el pubis ya florido de Piedad. Fingimos dormir como dos angelitos cuando, iba ya la noche bien entrada, la tía María Magas, que estaba casada con un hermano de mi padre llamado Francisco, vino a recogernos a la cama para regresar a casa. Aquéllos, sí, eran tiempos de inocencia”.
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Perteneciente a las “clases bajas”, Saramago recrea también los momentos donde la pobreza de su familia y de él mismo se revelaba en los pequeños detalles: “tuve poquísimos juguetes, e, incluso esos, por lo general de lata, comprados en la calle a los vendedores ambulantes”. Y también en los grandes: “Vivíamos en el último piso (vivimos casi siempre en los últimos pisos porque el alquiler era más barato), en una habitación realquilada con derecho a cocina, como antes informaban los anuncios. De cuarto de baño no se hablaba simplemente porque tales lujos no existían, un desagüe en un rincón de la cocina, a cielo abierto, por decirlo de una manera gráfica, servía para todo tipo de evacuaciones, tanto las sólidas como las líquidas”. “En lo que a mi respecta, dormía en la otra habitación de la casa que ocupábamos, en el suelo y con cucarachas (no me estoy inventando nada, de noche me pasaban por encima)”.
Sin embargo, la franqueza de las memorias también da pie para las inquietudes del escritor que supuestamente todo lo sabe pues lo ha vivido. “A veces me pregunto si ciertos recuerdos son realmente míos, si no serán otra cosa que memorias ajenas de episodios de los que fui actor inconsciente y de los que más tarde tuve conocimiento porque me los narraron personas que sí estuvieron presentes, si es que no hablaban, también ellas, por haberlos oído contar a otras personas”. E igualmente hay tiempo para la ingenuidad e inocencia: “No sé cómo lo perciban los niños de ahora, pero, en aquellas épocas remotas, para la infancia que fuimos, nos parecía que el tiempo estaba hecho de una especie particular de horas, todas lentas, arrastradas, interminables. Tuvieron que pasar algunos años para que comenzásemos a comprender, ya sin remedio, que cada una tenía sólo sesenta minutos, y, más tarde aún, tendríamos la certeza de que todos ellos, sin excepción, acababan al final de sesenta segundos…”
Obsérvese las picardías del niño y el estilo del escritor en tres hechos circunstanciales que a continuación relata: “Fuese como fuese, pese a que me sentaron con ellos en el banco delantero, mi asistencia a la iglesia, una o dos veces, no prometía mucho. Cuando el monaguillo tocaba la campanilla y los fieles bajaban obedientes la cabeza, no pude resistirme a torcer ligeramente el cuello y acechar con disimulo para ver qué era lo que pasaba que no debía ser visto”. “Avanzada la noche, con la habitación a oscuras, me levanté despacio y pasito a pasito fui a por la bolsa y luego, con tres zancadas furtivas, regresé a la cama y me metí entre las sábanas, feliz, masticando las dulcísimas chocolatinas, hasta cuando fui resbalando hacia la inconsciencia. Cuando abría los ojos por la mañana encontré, aplastado, debajo de mi pecho, lo que quedaba del ágape nocturno, una pasta marrón de chocolate, pegajosa y blanda, la cosa más sucia y repugnante que mis ojos habían visto hasta entonces. Lloré mucho, de pena, pero también de vergüenza y de frustración, y quizá sería por eso que mis padres no me castigaron ni me reprendieron”. “Miré y vi. El globo se había vaciado, iba arrastrándolo por el suelo sin darme cuenta, era una cosa sucia, arrugada, informe, y los dos hombres que venían detrás se reían y me señalaban con el dedo, a mí, en esa ocasión el más ridículo de los especímenes humanos. Ni siquiera lloré. Solté la cuerda, agarré a mi madre por el brazo como si fuese una tabla de salvación y seguí andando. Aquella cosa sucia, arrugada e informe era realmente el mundo”.
La vida pues está llena de pequeñas cosas, insignificantes muchas de ellas. Y en la niñez afloran como en un jardín tropical. Nótese también el sentido del humor: “Muchos años después mi abuela me contó, cuando me entregaban a sus cuidados, ella me sentaba en la habitación de fuera, sobre una manta extendida en el suelo, desde donde, de tarde en tarde, le llegaba mi voz: «Abuela, abuela». «¿Qué quieres tú, hijo mío?», preguntaba ella. Y yo respondía, lacrimoso, chupándome el dedo pulgar de la mano derecha (¿Será de la mano derecha?): «Yo quiero caca». Cuando ella acudía a la petición de socorro era demasiado tarde. «Ya te habías ensuciado encima», decía mi abuela riendo”. “En ese tiempo los Reyes Magos todavía no existían (o soy yo quien no se acuerda de ellos), ni existía la costumbre de montar belenes con la vaca, el buey y el resto de la compañía. Por lo menos en nuestra casa. Se dejaba por la noche el zapato («el zapatinho») en la chimenea, al lado de los hornillos de petróleo, y a la mañana siguiente se iba a ver lo que el Niño Jesús habría dejado. Sí, en aquel tiempo, era el Niño Jesús quien bajaba por la chimenea, no se quedaba acostado en la paja, con el ombligo al aire, a la espera de que los pastores le llevasen leche y queso, porque de esto, sí, iba a necesitar para vivir, no del oro-incienso-y-mirra de los magos, que, como se sabe, sólo le trajeron amargores para la boca. El Niño Jesús de aquella época todavía era un Niño Jesús que trabajaba, que se esforzaba por ser útil a la sociedad, en fin, un proletario como tantos otros. En todo caso, los más pequeños de la casa teníamos nuestras dudas: nos costaba creer que el Niño Jesús estuviera dispuesto a ensuciar de esa manera la blancura de sus vestimentas bajando y subiendo toda la noche por paredes cubiertas de ese hollín negro y pegajoso que revestía el olor de las chimeneas”.
Pero también está la crueldad y la indolencia del niño con los animales: “Verdaderamente la crueldad infantil no tiene límites (ésa es la razón profunda de que tampoco tenga límites la de los adultos): ¿qué mal podían hacerme los inocentes batracios, bien sentaditos tomando el sol en los limos fluctuantes, gozando al mismo tiempo del calorcillo que les venía de arriba y de la fuerza que llegaba desde abajo? La piedra, zumbando, las alcanzaba de lleno, y las infelices ranas daban la última voltereta de su vida y ahí se quedaban, patas arriba. Caritativo como no había sido el autor de aquellas muertes, el río les lavaba la escasa sangre que vertían, mientras que yo, triunfante, sin conciencia de mi estupidez, agua abajo, agua arriba, buscaba nuevas víctimas”.
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En ese recorrido por la tierna niñez, Saramago va contando desde la jovialidad cómo aprendió a leer cuando lo único cierto en su familia, hasta ese entonces, era el analfabetismo de sus mayores. “Aprendí a leer con rapidez. Gracias a los cuidados de la instrucción que había comenzado a recibir en la primera escuela (…) pasé, casi sin transición, a frecuentar de forma regular los niveles superiores de la lengua portuguesa en las páginas de un periódico, el Diario de Noticias, que mi padre traía todos los días a casa y que supongo que se lo regalaba algún amigo, un repartidor de periódicos de los de buena venta, tal vez el dueño de un estanco. Comprar, no creo que lo comprara, por la pertinente razón de que no nos sobraba el dinero para gastarlo en semejantes lujos. Para dejar una idea clara de la situación, baste decir que durante años, con la absoluta regularidad estacional, mi madre llevaba las mantas a la casa de empeños cuando el invierno terminaba, para sólo rescatarlas, ahorrando centavo a centavo y así poder pagar los intereses todos los meses y el levantamiento final, cuando los primeros fríos comenzaban a apretar. Obviamente, no podía leer de corrido el ya entonces histórico matutino, pero una cosa tenía clara: las noticias del diario estaban escritas con los mismos caracteres (letras los llamábamos, no caracteres) cuyos nombres, funciones y mutuas relaciones estaba aprendiendo en la escuela. De modo que, apenas supe deletrear, ya leía, aunque sin entender lo que estaba leyendo (…) Y así, de esta manera tan poco corriente, Diario tras Diario, mes tras mes, haciendo como que no oía las bromas de los adultos en mi casa, que se divertían como si fuera un muro, llegó mi media hora de dejarlos sin habla, cuando un día, de un tirón, leí en voz alta, sin titubear, nervioso pero triunfante, unas cuantas líneas seguidas. No entendía todo lo que decía, pero eso no me importaba”.
Leamos también el siguiente largo pasaje sobre la iniciación de sus estudios y la impronta que le quedó con los años y que el recuerdo reconstruye a la luz de la nostalgia: “Cuando fui a la escuela del Largo do Leao, la profesora de segundo grado, que ignoraba hasta dónde el recién llegado habría accedido en el provecho de las materias dadas y sin ningún motivo para esperar de mi persona cualquier reseñable sabiduría (hay que reconocer que no tenía obligación de pensar otra cosa), mandó que me sentara entre los más atrasados, los cuales, en virtud de la disposición del aula, estaban en una especie de limbo, a la derecha de la profesora y enfrente de los más adelantados, que debían servirles de ejemplo. Más tarde, a los pocos días de que empezaran las clases, la profesora, a fin de averiguar cómo estábamos de familiarizados de las ciencias ortográficas, nos hizo un dictado. Entonces yo tenía una caligrafía redonda y equilibrada, firme, buena para la edad. Pues bien, ocurrió que el Zezito (no tengo la culpa del diminutivo, así era como me llamaba la familia, mucho peor hubiera sido que mi nombre fuera Manuel y me dijeran Nelinho…) tuvo sólo una falta de ortografía en el dictado, e incluso ésa no lo era del todo, si consideramos que las letras de la palabra estaban allí todas: en vez de «clase» había puesto «calse». Exceso de concentración tal vez. Y fue aquí, ahora lo pienso, donde comenzó la historia de mi vida (…) Pues bien, la profesora, sorprendida por el talento ortográfico de un niño que acababa de llegar de otra escuela, o sea, sospechoso por definición de ser mal estudiante, me mandó sentarme en el lugar del primero de la clase, de donde, claro está, no tuvo otro remedio que levantarse el monarca destronado que ahí se encontraba. Me veo, como si ahora mismo estuviera sucediendo, recogiendo mis cosas apresuradamente, atravesando la clase en sentido longitudinal ante la mirada perpleja de los compañeros (¿admirativa?, ¿envidiosa?), y, con el corazón en desorden, sentándome en mi nuevo lugar”.
¿Un buen estudiante puede llegar a ser un buen escritor? O mejor aún: ¿de familia de analfabetos puede nacer un escritor y llegar a ser nobel de literatura? Parece que sí. Saramago está ahí para confirmarlo. Y nos lo dice con su estilo de la siguiente manera: “Cuando pasé del segundo grado al tercero, el profesor Vairinho mandó llamar a mi padre. Que yo era aplicado, buen estudiante, dijo, y por tanto muy capaz de hacer el tercer y cuarto grados en un solo año. Para tercer grado frecuentaría las clases normales, mientras que las complejas materias de cuarto grado me serían impartidas en lecciones particulares por el mismo Vairinho, que por cierto, tenía la casa en la propia escuela, en el último piso. Mi padre estuvo de acuerdo, tanto más que el arreglo le salía gratis, el profesor trabajaba por la buena causa. No iba a ser yo el único beneficiario de este trato especial, había tres compañeros en la misma situación, dos de ellos de familias más o menos acomodadas”. Los estudios pues le permitirán reconocerse entre los demás y ser incluso mejor que ellos. “Mi reputación alcanzó tal extremo que alguna que otra vez aparecían en nuestra clase alumnos mayores, de cursos más adelantados, preguntando, supongo que por las referencias que los profesores habrían hecho acerca de mi persona, quién era el tal Saramago. (Fue el tiempo feliz en el que mi padre iba con un papelito en el bolsillo para enseñárselo a los amigos, un papel escrito a máquina con mis notas, bajo el título «Notas de mi campeón». En mayúsculas.)”.
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Sobre la veracidad de los hechos que cuenta, rememora un significativo suceso. A saber: “La madre y los hijos llegaron a Lisboa en la primavera de 1924. En ese año, en diciembre, murió Francisco. Tenía cuatro años cuando una bronconeumonía se lo llevó. Fue enterrado en la víspera de Navidad. Hablando con el mayor rigor, pienso que las llamadas falsas memorias no existen, que la diferencia entre éstas y las que consideramos ciertas y seguras se limita a una simple cuestión de confianza, la confianza que en cada situación tengamos en esa incorregible vaguedad a la que llamamos certeza. ¿Es falsa la única memoria que guardo de Francisco? Tal vez lo sea, pero la verdad es que ya llevo ochenta y tres años teniéndola por auténtica…”
La fidelidad de la memoria puede ser contrastada, a propósito de lo que no se olvida y si eso es verídico o inventado con el tiempo. Pasemos, para comprobar esto, al siguiente recuerdo, que es muy vívido y melancólico: “Caía la lluvia, el viento zarandeaba los árboles deshojados, y de tiempos pasados viene una imagen, la de un hombre alto y delgado, viejo, ahora que está más cerca, por un camino inundado. Trae un cayado al hombro, un gabán embarrado y antiguo, y por él se deslizan todas las aguas del cielo. Delante vienen los cerdos, con la cabeza baja, rozando el suelo con el hocico. El hombre que así se aproxima, difuso entre las cuerdas de lluvia, es mi abuelo. Viene cansado, el viejo. Arrastra consigo setenta años de vida difícil, de privaciones, de ignorancia. Y no obstante es un hombre sabio, callado, que sólo abre la boca para decir lo indispensable. Habla tan poco que todos nos callamos para oírlo cuando en el rostro se le enciende algo así como una luz de aviso. Tiene una manera extraña de mirar a lo lejos, incluso siendo ese lejos la pared de enfrente. Su cara parece haber sido tallada con una azuela, fija aunque expresiva, y los ojos, pequeños y agudos, brillan de vez en cuando como si algo que estuviera pensando hubiera sido definitivamente comprendido. Es un hombre como tantos otros en esta tierra, en este mundo, tal vez un Einstein aplastado bajo una montaña de imposibles, un filósofo, un gran escritor analfabeto. Algo que no podrá ser nunca (…) Pero la imagen que no me abandona es la del viejo que avanza bajo la lluvia, obstinado, silencioso, como quien cumple un destino que no podrá modificar. A no ser la muerte. Este viejo, que casi toco con la mano, no sabe cómo va a morir. Todavía no sabe que pocos días antes de su último día tendrá el presentimiento de que ha llegado el fin, e irá, de árbol en árbol de su huerto, abrazando los troncos, despidiéndose de ellos, de las sombras amigas, de los frutos que no volverá a comer. Porque habrá llegado la gran sombra, mientras la memoria no lo resucite en el camino inundado o bajo el cielo cóncavo y la eterna interrogación de los astros. ¿Qué palabra dirá entonces?”. Y para cerrar la idea cargada de recuerdos, Saramago escribe: “Tú estabas, abuela, sentada en la puerta de tu casa, abierta ante la noche estrellada e inmensa, ante el cielo del que nada sabías y por donde nunca viajarías, ante el silencio de los campos y de los árboles encantados, y dijiste, con la serenidad de tus noventa años y el fuego de una adolescencia nunca perdida: «El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir», Así mismo. Yo estaba ahí”.
Como se ve el manto de la nostalgia y del recuerdo nunca olvidado es más que emotivo y cubre los días vividos con los abuelos. Las vivencias y experiencias, cuando son abiertos al corazón y al amor que en él se expresa, en los años de infancia nunca se olvidan. O si no leamos: “Entre los lechoncitos acabados de nacer aparecía de vez en cuando alguno que otro más débil que inevitablemente sufría con el frío de la noche, sobre todo si era invierno, y podía serle fatal. Sin embargo, que yo sepa, ninguno de esos animales murió. Todas las noches, mi abuelo y mi abuela iban a las pocilgas a buscar los tres o cuatro lechones más débiles, les limpiaban las patas y los acostaban en su propia cama. Ahí dormían juntos, las mismas mantas y las mismas sábanas que cubrían a los humanos cubrían también a los animales, mi abuela a un lado de la cama, mi abuelo en el otro, y, entre ellos, tres o cuatro cochinillos que ciertamente creían que estaban en el reino de los cielos…”.
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Y ahora llega el turno para el asombro. Saramago rememora y el lector se enternece: “Mucho más complejo era el sistema de señales que mi abuela utilizaba para saber cuánto dinero estaba gastando en la tienda, y nunca la vi equivocarse ni en un centavo. Trazaba en un cuaderno círculos con una cruz dentro, círculos sin cruz dentro, cruces fuera de los círculos, trazos a los que ella llamaba palitos, alguna otra sinalefa que ahora no recuerdo. Con el dueño de la tienda, que se llamaba Vieira, algunas veces la vi contraponer sus propias cuentas al papel que él le presentaba y ganaba siempre en el ajuste. Nunca me perdoné no haberle pedido uno de esos cuadernos, sería la prueba documental por excelencia, incluso podríamos decir que científica, de que mi abuela Josefa había reinventado la aritmética, hecho que en una familia como la mía nada tenía de extraordinario o simplemente de relevante”.
Para terminar detengámonos jocosamente en el apellido Saramago. Saramago “no era el apellido paterno, sino el apodo por el que era conocida la familia en la aldea”; “cuando mi padre fue a inscribir en el registro civil de Golega el nacimiento de su segundo hijo sucedió que el funcionario (Silvino se llamaba) estaba borracho (por despecho, de eso lo iba a acusar siempre mi padre), y que, bajo los efectos del alcohol y sin que nadie notara el onomástico fraude, decidió, por su cuenta y riesgo, añadir el Saramago al lacónico José de Sousa que mi padre pretendía que llevara (…) Suerte, gran suerte la mía, fue que no naciera en alguna de las familias de Azinhaga que, en aquel tiempo y durante muchos años más, tuvieron que arrostrar los obscenos alias de Pichatada, Culoroto y Caralhada. Entré en la vida marcado con este apellido de Saramago sin que la familia lo sospechase, y sólo a los siete años, al matricularme en la instrucción primaria, y siendo necesario presentar partida de nacimiento, la verdad salió desnuda del pozo burocrático, con gran indignación de mi padre, a quien, desde que se mudó a Lisboa, el apodo le disgustaba mucho. Pero lo peor de todo vino cuando, llamándose él únicamente José de Sousa, como se podía ver en sus papeles, la Ley, severa, desconfiada, quiso saber por qué burlas tenía entonces un hijo cuyo nombre completo era José de Sousa Saramago. Así, intimidado, y para que todo quedara en su lugar, en lo sano y en lo honesto, mi padre no tuvo otro remedio que proceder a una nueva inscripción de su nombre, pasando a llamarse, él también, José de Sousa Saramago. Supongo que habrá sido éste, el único caso, en la historia de la humanidad, en el que el hijo le dio el nombre al padre”.
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Tales son algunas impresiones textuales que se pueden extraer de las memorias de José Saramago, modestas y sencillas. Todo ello con el único interés de invitar a la lectura del texto, que tiene un estilo coloquial, sincero y vivencial de los años de infancia del hoy octogenario y laureado escritor. Un autor portugués que entre una y otra página consigna las vivencias alegres y tristes del niño que no olvida. Tiempo en el que aprende a leer, estudia, va de vacaciones donde sus abuelos maternos, hace las veces de cazador o pescador, pero al tiempo es un disléxico, miente bastante, le tiene temor a la oscuridad y se desenamora con facilidad. Memorias que son grandes pese a su curioso título y en las que se aprecia la experiencia, la serenidad y la destreza del escritor que superó desde la niñez el analfabetismo de sus ancestros, con los cuales vivió por años. Y del que, como lectores, nos quedan sus libros, leídos al compás de las experiencias y dramas que también nos han acompañado en el tiempo presente y pasado.
Larga vida al escritor y eternidad al niño que fue.
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