Cada escritor escribe como puede, pues lo más difícil de este oficio azaroso no es sólo el buen manejo de sus instrumentos, sino la cantidad de corazón que se entregue en el único método inventado hasta ahora para escribir, que es poner una letra después de la otra. G.G.M.
Exceptuando La hojarasca del año 1955 y algunas crónicas periodísticas de la primera época, entre ellas la más significativa Relato de un náufrago del mismo año, Gabriel García no escribe sus novelas o cuentos en la primera persona del singular. En aquélla obra asume como narrador las vivencias de los protagonistas de Macondo, un viejo coronel, su hija Isabel y su nieto: todos hablan desde un yo existente. En ésta cuenta las desventuras de Luis Alejandro Velasco, un náufrago para nada anónimo de la Armada Nacional. En uno y otro la forma que asume el relato es de monólogo; en ambos hay fantasía. En ninguno está el novelista como el cronista empírico, es decir Gabriel García Márquez. Ese es su mérito.
En Vivir para contarla (2002) el monólogo vuelve a acompañar las aventuras y desventuras de los protagonistas. La variante en estas memorias tiene que ver con la familia García Márquez, sus amigos, sus conocidos, sus allegados y el estilo de historiar una vida. Gente y más gente: es una novela intensa con infinidad de personajes. A no ser por la ficción y la magia discursiva que se entreteje entre ellos y uno que otro drama, se diría que la vida de García estaba predestinada: iba a ser escritor.
Así como el estilo hace al hombre, el discurso hace al escritor. Y sobre este punto se observa que el nobel colombiano tiene una única forma de escribir, es cierto laureada, pero agotada por lo conocida: Vivir para contarla lo confirma. Un viaje por el tiempo, la nostalgia y la soledad en sus memorias probará que es cierto.
I
El lector advierte que Vivir para contarla termina por donde empieza: por un viaje y el recuerdo de una mujer. Ni el viaje es el mismo ni la mujer tampoco. Al comienzo está el recuerdo de su madre, al final la figura de su futura esposa, Mercedes Barcha; al comienzo el viaje es al pasado, a la niñez en Aracataca, acompañado por Luisa Santiaga Márquez, al final el viaje solitario es al futuro, a Ginebra como periodista. La imagen bíblica de su madre explica por qué García escribió Vivir para contarla.
El tiempo es muy importante para el autor: es circular al comienzo y lineal al final. Y así son sus protagonistas: vuelven sobre lo mismo, más en los primeros cuatro capítulos. Son seres nostálgicos, si se quiere también solitarios. García es ambas cosas a la vez.
No hay duda: el primer capítulo es el más vivencial, el más emotivo. Lo que no quiere decir que sea el más verídico. Acaso es el más vivencial pues el autor está reconstruyendo un “cándido paseo”, cincuenta años atrás, cuando fue atrapado por la nostalgia. En el viaje que realiza a Aracataca García es un veinteañero que rememora su niñez de siempre; niñez que él cree olvidada. Es decir, el primer capítulo es un relato en tres tiempos y con el mismo protagonista en el trasfondo de la historia familiar: he ahí su destreza discursiva. La nostalgia y la soledad también se hacen presentes una y otra vez.
Vivir para contarla es de hecho una novela. Su método de exposición está encausado por la crónica que reconstruye las vivencias del escritor cuando apenas es un infante hasta cuando la vida le depara el oficio de cronista. La novela en realidad no es la obra como tal, sino la vida de García con su familia, sus amigos, sus amores, sus maestros, sus sueños, sus escritos. Y es así porque sus novelas y cuentos, publicados en más de cincuenta años, son la reconstrucción detallada de las esencias y formas del mundo caribeño de Aracataca, Sincé, Barranquilla, Cartagena, Zipaquirá y Bogotá, donde vivió. En eso, Vivir para contarla se ajusta a la realidad.
Es una novela distinta y extraña: es una novela que reconstruye novelas y cuentos ya conocidos y por eso leídos. La lectura es sabrosa porque permite que el lector conozca la carpintería de las obras de García. Pero no por ser conocidos carece de importancia volver sobre lo dicho en las memorias autobiográficas de un escritor. Es justamente la forma en que el autor las presenta, en un recuento pormenorizado que se impregna de un tiempo nostálgico, el que atrapa tanto al lector desprevenido como al especialista.
La vida de García está ligada al oficio que eligió pese a toda clase de incertidumbres con que se encontró al nacer y al crecer. La fortuna y la suerte también hacen causa común en Vivir para contarla para que el escritor logre sortear infinidad de imprevistos y apuros económicos o sociales, tanto personales como familiares. Azares y destinos complejos acompañan el día a día de García, siendo que el destino hace también de las suyas. Desde cuando su madre le pide que la acompañe a vender la casa, hasta cuando le escribe a Mercedes la carta sobre el viaje a Europa. Todo el relato parece medido y atravesado por el regreso a Aracataca después de varios años y lo que esa experiencia fue la más importante en su vida como escritor.
Pero no es el viaje como tal el que impresiona al lector, sino el vínculo con la madre en los dos primeros capítulos. Vínculo que es casi inexistente, y sí muy inestable: el hijo le habla de “usted” mientras ella lo trata de “tú”. Cualquiera diría que el primogénito es muy frío frente a su progenitora. Distante, más bien. No así con sus amigos de trabajo, cuyos lazos de familiaridad son más intensos, como se advierte en el segundo capítulo y en el sexto, séptimo y octavo. García es distante, con la madre y con el padre y es más cercano al abuelo coronel, acaso porque era un niño que sólo vivió sus primeros ocho años con él.
Lo anterior obedece más bien a que los afectos y sentimientos en Vivir para contarla son más fuertes y emotivos con los hombres que con las mujeres. Eso da muestra de la ascendencia masculina en la vida del autor. Las mujeres, pareciera, no son relevantes en el mundo caribeño y por eso mismo macondiano: ni en los cuentos ni en las novelas. O cuando menos, no son lo que representan los hombres en el niño que se vuelve escritor. Aunque García reconozca que el influjo femenino fue fundamental, otra conclusión le queda al lector de las memorias. La mujer tiene un segundo plano en la obra y en la vida de García. Y paradójicamente las memorias comienzan por la madre y terminan con su futura esposa.
Los primeros tres capítulos aluden a la niñez y adolescencia del escritor; dejan ver detalles secretos de su vida e influencias personales. Lo más relevante para el análisis son tanto el primero como el segundo capítulo, hasta cuando García vuelve a El Heraldo, donde trabaja como periodista. Ahí empieza a perderse el interés por la nostalgia y los recovecos de la memoria pasada; ahí el lector se enfrenta a otro tiempo histórico y otros personajes que salen intempestivamente: evidencia de la fractura del tiempo histórico.
Por eso, lo atractivo de las memorias es la reconstrucción al detalle de los tiempos más antiguos, cuando el autor, siendo periodista, recuerda su niñez y lo acompaña su madre, también nostálgica y afectada por los recuerdos. Esas páginas, creemos, son las más logradas de todas las 579, y nos presentan tres momentos históricos: el autor cuando escribe, el joven periodista que cuenta y el niño que se va describiendo.
La imagen del abuelo es más importante que la de la madre. Y eso lo reconocemos en el segundo capítulo cuando el autor lidia con la influencia del coronel en su vida. El abuelo, ya un anciano, será la representación de la autoridad en la casa; una casa donde García y su abuelo son los únicos hombres. Una influencia central en un hogar con gobierno matriarcal pero con autoridad masculina. Tan es así que el mismo autor nos anuncia que en su niñez pensó ser como el abuelo.
Si con la madre el diálogo es tan vivencial e intenso en el primer capítulo, con el abuelo en el segundo capítulo el recuerdo y la gratitud parece que son más evidentes y acaso más coherentes. El abuelo hace una suerte de faro en el discurso de García, así como en el primer capítulo era la madre; sólo que la madre es la clave de toda la obra. La novedad discursiva está en que el abuelo le enseña las primeras letras, lo lleva de paseo, le cuenta historias: lo saca del mundo de la casa que la abuela dirige. En cambio la madre, y eso se verá desde el tercer capítulo, representará el gobierno del hogar con sus cuidados y dedicaciones, el mundo de lo privado y de los afectos, más bien distantes por lo que cuenta el autor.
II
Pero la imagen del padre es más distante que la de la madre. Ya en el segundo capítulo aparece la figura paterna un tanto marginal pese a ser el mismísimo padre, poco visto pero referencia al fin. Ese será la constante hasta el capítulo tercero cuando el ambiente social que acompaña Vivir para contarla se vuelve algo más que una anécdota: cobra vida como drama la pobreza. Pobreza que ya se advierte en el primer capítulo y que es el fantasma constante en la vida del escritor.
La carencia de recursos económicos de la familia, la insuficiencia de dinero del padre en su trabajo y de la madre en el hogar, serán decisivos en la constitución del relato vital. Sin duda es el único drama constante que tiene García en todos los ocho capítulos. Y por eso también es su mayor falencia: no hay dramas subjetivos, no hay crisis radicales, no hay fracturas trágicas ni conversiones definitivas. A no ser las del país, pero no las del personaje. En ese sentido, pareciera que todo estuviera definido desde el comienzo del relato: está hablando un escritor sobre cómo se hizo escritor. Es decir, salvo los dos primeros capítulos la trama del escritor se pierde con las páginas.
Frente a la pobreza García juega con el discurso para dar la impresión, no errada por cierto, de las condiciones de la clase social a la que perteneció, que siempre fueron adversas; y con todo ello, o justamente por ello, aprende a escribir.
García quiere que el lector de sus memorias encuentre en su esfuerzo y superación la clave de su heroísmo: que no llegó por suerte al oficio de escritor, que todo conllevó también dificultades y pesares. Son las impresiones de la lectura desde el comienzo hasta el final; más al comienzo que al final. Es cierto que la pobreza hace parte del mundo caribeño y será la realidad del Macondo mítico, reconozcamos pues que se siente orgulloso de haber sido pobre. La pobreza como parte de la historia no sólo familiar sino como reconocimiento de un orden social que no da idea en el relato de ser justo o injusto, sino verídico y muy sensible.
Sin embargo, poco a poco la pobreza se vuelve repetitiva y agotadora como sustrato social en el tercero y cuarto capítulos. Valiosas son las formas en las que el autor nos la presenta en tanto que las pequeñas cosas de la vida están signadas por lo económico: el valor del periódico, un pasaje de ferrocarril, unos cigarrillos. Pero sus condiciones sociales como estudiante o cronista no logra explicarlas a la luz de lo que pasa en Colombia, salvo casos particulares. No hay una relación entre lo social y lo político en un autor catalogado como comunista y más bien existe una pesadumbre: los cachacos son los que gobiernan y los caribeños son los gobernados; el frío determina unas condiciones de vida monásticas y el calor permite enfrentar más la pobreza; la provincia es fantasiosa y la capital es realista.
Por otro lado, la historia convulsa del país ocurre pese a que García parece no interesarle, y da la impresión de que se la misma se le diluye en uno u otro párrafo. El sabor que se tiene al leer sus vivencias es que la historia política no es importante en la vida de un escritor: es sólo una referencia como tantas otras. Su historia de lo ocurrido está hecha de anécdotas, de versiones sobre lo ocurrido, y de una que otra vivencia fundamental.
La historia política que encontramos en Vivir para contarla es la del siglo XX: desde la guerra de los mil hasta el bombardeo a Villa Rica, pasando por la masacre de las bananeras, la guerra contra el Perú, el nueve de abril, el golpe de Estado de Rojas Pinilla, la masacre de los estudiantes en la séptima. Pero no hay ninguna explicación de por qué ocurren las guerras; se afirma sí que Colombia ha sido un país de guerras desde la independencia.
El autor propone que se perdió el espíritu del caribe con la independencia de Panamá y que esa es la causa de que Colombia sea un país andino y no caribeño. Empero, no hay una lectura ni política ni social de la historia colombiana. Salvo las referencias a la familia, la guerra se le representa al autor en los recuerdos del abuelo coronel, de sus amistades, y de la pensión que nunca llegó y una que otra afugia de la madre, no como drama o tragedia sino como relato. Y al final del texto, en los capítulos séptimo y octavo, la guerra reaparece con la censura de prensa en los gobiernos conservadores.
Pobreza y guerra. Parecería que una no explica a la otra en el imaginario político del autor. No hay duda que la lectura política de García es contra los gobiernos conservadores, a los que sindica de ansias de poder. Los liberales en sus memorias son los progresistas, los librepensadores, más cercanos a las prostitutas que a los curas. Viniendo como viene de una familia liberal por parte de la madre, con abuelo coronel incluido, no vale la pena preguntarse si su relato es o no liberal: es evidente. El capítulo cinco es el más histórico y político, y por eso mismo el más dramático.
III
Pero volvamos al relato de los primeros capítulos. La forma discursiva autobiográfica que se acompaña de la nostalgia, la soledad y el sopor del caribe en los primeros tres capítulos, muy bien logrados por cierto, pierde fuerza y va decayendo capítulo tras capítulo cuando el autor llega a Zipaquirá como estudiante de bachillerato y luego, en la última parte, cuando es periodista de El Espectador. El cuarto capítulo aún logra tener el ambiente costeño con las vacaciones de García, pero ya se siente que tiende a ser marginal en la lectura.
El relato cambia y es también demostrable que eso ocurre porque no están los dos personajes más importantes de sus memorias: ni el abuelo ni la madre. Y no sólo eso: hacen falta las emociones que da la vida de la provincia y la niñez y juventud del protagonista. La característica más importante es que la formación del estudiante, a propósito de su deseo por la escritura y sus estudios literarios, se hace notable en el cuarto capítulo, si se quiere ineludible cuando lo atrapa y lo embruja la poesía.
El cuarto capítulo que transcurre en la remota Bogotá y en Zipaquirá, le permiten al lector ir tejiendo paso a paso el ascenso de García como escritor en ciernes; el germen de su inclinación se hace explícito en el frío y no en la provincia. Parece una paradoja pero son los años en el frío del altiplano lo que le permite acercarse a la escritura, cuando conoce a través de la lectura un mundo inexplorado que acompañará con la oratoria de vez en vez. Paradoja, pues la esencia del laureado escritor será contar el mundo de la provincia como si fuera un mundo único y conectado con el mundo latinoamericano que recrea Macondo. Cosa curiosa pues si algo se advierte en Vivir para contarla es que el altiplano es distinto al caribe. Lector insaciable y fumador empedernido son las dos características del autor en su paso por el bachillerato; obsesiones que conservará hasta el final en sus memorias.
Interesante es leer que el hoy nobel fue una cabeza dura para la ortografía, un dicharachero consumado siendo buen estudiante y reconocido poeta imberbe. Esta influencia con el frío a cuestas también es una oportunidad para la confabulación con la radio, los periódicos y las revistas literarias, amén de los libros. La vida cultural para el joven García no está en la costa, sino en la lejana capital. Conoce también en esta travesía el contraste social, no sólo de cachacos y costeños sino de ricos y pobres. La idea que subyace es que los pobres son los costeños. La representación de los dos polos está bien construida y queda la sensación de que Colombia en realidad no es un país sino muchos.
Si desde el cuarto capítulo se delinea la ascensión del escritor neófito que quiere aprender la técnica de novelar, en el quinto se confirma con la publicación de sus primeros cuentos en El Espectador. Sus primeros escritos llevan el influjo de La metamorfosis de Kafka, lo que da cuenta de la ascendencia del joven escritor que absurdamente estudia derecho en la Universidad Nacional. Bogotá pues es el epicentro de la literatura, de la poesía y de la bohemia en los cafés del centro, en los cuales el joven caribeño sacia sus ansias de bohemia. El ambiente perfecto para el cuentista. Por eso, Bogotá y no el caribe es la meca de las enseñas de García como escritor. Es decir, donde aprende a escribir cuentos que valieron reconocimiento y promesas de un selecto público.
El cuento, acaso el género más difícil en la literatura, es la prueba de fuego para un escritor empírico que lo único que había aprendido era su voracidad como lector más que su adicción al cigarrillo. De ahí que en el quinto capítulo se presenta el empirismo del escritor y sus influencias determinantes. Pero como él mismo lo reconoce, Colombia no es un país para cuentistas o novelistas, sino para poetas.
La ruptura que hace García es justamente esa: dejar atrás la tradición literaria en la fría Bogotá con sus seiscientos mil habitantes solitarios. Es en la capital donde madura la idea de que la novela y el reportaje son hijos de la misma madre, como dirá. Pero el comienzo de este género se da con el cuento. Y para llegar a él sus primeros trabajos son en la prensa universitaria, aunque ya había tenido la experiencia inicial en el colegio de Zipaquirá. En Bogotá, como decimos, aprende la carpintería en la estructura del cuento. En los capítulos seis y siete confirmará, en Cartagena y Barranquilla, lo aprendido en la capital, para continuar aprendiendo el arte de escribir no sólo cuentos sino novelas como La hojarasca, su primera obra.
En el quinto capítulo se recrea la historia del magnicidio del nueve de abril de 1948; es lo mejor que hace en términos políticos. La forma que adopta es a partir de las referencias periodísticas e históricas de Arturo Alape. Pero el discurso vivencial del día y de las jornadas que le siguieron es de la cosecha de García. El drama del asesinato por ese mismo estilo literario del realismo se le convierte en más que una anécdota pues él está presente en la rebelión. Pareciera que el autor está creando la historia, de la que retoma recuerdos personales y diálogos con protagonistas. Y esa es, por qué no, una debilidad: reconstruir una tragedia sólo desde el realismo mágico.
La pregunta es si el realismo mágico permite relatar todas las cosas o sólo en el género de la crónica, el cuento y la novela tiene cabida. Para García, creemos, el realismo mágico da para todo, incluso para contar la historia de las guerras en Colombia. Sin embargo, las páginas del nueve de abril logran captar el drama personal y colectivo de una revolución social trunca. El lector se ve atrapado por la angustia y la desolación que impregnan esas páginas y por lo que pudo haber pasado y no pasó.
IV
En los capítulos seis y siete el giro en el formato de lo que acontece cambia de principio a fin. No tenemos ya al niño ni al adolescente ni al estudiante de derecho: va quedando atrás la nostalgia y sólo queda la soledad esparcida en las páginas. Tenemos al periodista empírico en el oficio de cronista en las tropicales ciudades del caribe colombiano. Un hombre ya bohemio, acosado por la pobreza, buen amigo y mejor escritor.
La nostalgia, el sopor del medio día, los relatos de sus mayores, los diálogos con su madre, el recuerdo de su padre, las travesuras con sus hermanos ya no están representados. La nostalgia terminó. La familia sigue estando presente pero no como referencia vital, cuyo lugar ahora lo ocupa la empresa periodística por la costa atlántica, tanto en Cartagena como en Barranquilla.
Lo que tenemos es un García inmiscuido de lleno en la faena periodística de sacar notas editoriales o columnas bajo el seudónimo de Septimus o críticas de cine. Un hombre, solitario empedernido, que piensa y respira periodismo, así no lo quiera; un hombre que se suma a amigos escritores, libreros, periodistas, costeños todos, fumadores o bebedores, y casi ninguna mujeres.
Como él mismo lo reconoce, el oficio de periodista le llega a su vida más por necesidad que por vocación. No es el periodismo lo que busca, sino el ser escritor. Un escritor muy distinto al estilo de la tradicional Colombia: no el costumbrismo de Carrasquilla o Isacs, sino el realismo de García.
La necesidad de ganarse la vida cuando su único patrimonio es a duras penas una máquina de escribir le permite enfrentarse al arte de ejercitar la escritura todos los días con sus noches; leer y escribir sobre todo. Lo que va descubriendo es la forma estilizada de la crónica bajo el influjo de la tradición oral llevada a las páginas de El Universal o El Heraldo. Lo que se perfila es el estilo del realismo mágico, no como un hombre novelista o cuentista profesional, cuanto como cronista de prensa. Como aquel que persigue los detalles y está atento a las pequeñas cosas de las descripciones periodísticas. Así pues García no se hace periodista, se hace escritor.
Sin embargo, todos sus maestros son periodistas con tradición reconocida, ninguna mujer por demás. El oficio lo realizan los hombres y el arte no se enseña: se aprende al pie de la vaca. Con ellos, amigos y maestros, asiste a las tertulias literarias, a los cafés inolvidables, a los burdeles conocidos y por conocer. El periodismo es un mundo de hombres y de la vida en el bajo mundo. Y no cualesquier hombres, sino los bohemios, los lectores enfermizos, los intelectuales entregados a la palabra y al licor. Es el ambiente de García. Es el ambiente de la costa atlántica. Con ese embrujo deja de ser estudiante de derecho y adquiere el correspondiente reconocimiento de periodista de planta. Si no quiere ser periodista, menos aún quiere ser abogado. Sólo quieres ser escritor: qué cosa tan extraña.
Pero las páginas no nos presentan en realidad el apasionamiento ni la obsesión por la escritura; en ningún momento se observa la conversión del personaje en su lucha contra el mundo. Claro: hay momentos alegres o tristes, pero la forma en la que cuenta sus memorias cobra vida como novela y con un formato ficcioso en el que García es el héroe indiscutible. Todo transcurre como si las dificultades hubieran sido las necesarias para ser escritor: no hay una rebelión absoluta en su vida, a no ser la de no contarle a sus padres el abandono del derecho.
Los lectores de sus memorias no conocerán los secretos que como escritor guarda el nobel colombiano. Hay pistas aquí y allá, pero no hay un discurso construido sobre cómo escribir bien. Si en realidad hay o no una técnica para escribir Vivir para contarla no lo muestra. Y eso, como decimos, es porque la obsesión se pierde a medida que los capítulos se suceden unos a otros. Se hace relevante la obsesión por el cigarrillo y la lectura más que por mostrarles a los lectores cómo aprendió a escribir. Por supuesto: como lectores nos quedan un montón de escritores, obras literarias y maestros que García anuncia y enuncia.
En los capítulos seis y siete leemos las aventuras y desventuras del periodista en Cartagena o Barranquilla. Presenta sus amistades más entrañables, las cuales describe como sacados de novelas increíbles o textos sagrados cuyo epicentro está en las librerías que frecuenta. Y como siempre con descripciones míticas: cada hombre o mujer que conoce es único, un personaje en resumidas cuentas fantasioso. Pareciera que todo se vuelve ficción, cosas cercanas a lo increíble, fabuladas incluso, a no ser por la pobreza que siempre se respira en cada página. Pobreza personal y familiar que hacen una suerte de complejo drama para nada mágico. La soledad nunca termina y el tiempo sigue su destino incierto.
Pero al final de sus memorias, la vida del escritor se hace realidad en la costa atlántica: empieza a ser conocido y tratado como periodista, siendo que no busca eso. Ese periodo de cronista acaso sea el mejor de toda su vida de escritor. Y lo continuará en Bogotá.
V
El último capítulo, el octavo, es el recuento pormenorizado de su ingreso a El Espectador durante dieciocho meses, donde se dará a conocer como Gabo. Como periodista en Bogotá, García recibe incontables lecciones en el periódico de la familia Cano y todas tienen que ver con el reportaje. Vuelve a la fría realidad de la capital, de la que tuvo que huir con las últimas llamas del nueve de abril. Y vuelve para aprender no el arte de novelar, sino el arte del reportaje.
En esta parte de Vivir para contarla se diluye todo lo que queda del interés por conocer la vida consumida por la nostalgia de un escritor. Ni en el octavo y menos en el séptimo y sexto capítulos el zarpazo de la nostalgia y de la soledad se encuentra explícito. El relato cae definitivamente: los días y las noches de un periodista no son tan interesantes como las aventuras amorosas o parrandas de su juventud.
De hecho las memorias ya habían empezado a venirse abajo en el capítulo seis. Lo cual sucedió no tanto por la forma en la que rememora los sucesos de hace décadas -una forma magistral de contar la realidad-, sino a la nostalgia e influencias que le llevan de una lado para otro y que en la adultez se pierden con la seriedad gris del trabajo. Es más emotiva la vida de niñez y de juventud. En cambio en la vida adulta el relato se vuelve repetitivo, cansón a veces. Salvo por las aventuras joviales que va contando y las desventuras con las que se encuentra en Bogotá siendo reportero.
Las memorias terminan sin asombro alguno, no dan pie para preguntarse por lo que vendrá después, o por lo que pasará en el viaje a Europa. El final, frente al comienzo, es desabrido y nada intrigante. No deja dudas, más bien silencios. Atrás quedaron las añoranzas de Aracataca, el abuelo sabio, el calor endiablado, las desdichas amorosas, la seriedad de su madre. Cuanto más se aleja de su casa y de su familia más el discurso pierde en profundidad y emoción. Más se sale de las novelas y de los cuentos en los que está impregnado su mundo macondiano y más cerca se está de un mundo en blanco y negro, poco interesante.
En sus novelas y cuentos, que describen un mundo moderno por ser familiar, encontramos muchas cosas de sus memorias, y en éstas muchas de aquéllas. Pero éstas son más emotivas y sentimentales porque el relato involucra un niño, un adolescente, un joven que hace el tránsito a la vida adulta llevado de la mano por sus mayores, de los cuales hereda la soledad y la nostalgia.
En Vivir para contarla el discurso en primera persona, hasta el capítulo tres, es lo mejor que ha escrito el nobel. La primera persona del singular le da vida al relato, lo llena de identidad, le da fuerza emotiva, pero va diluyéndose desde el cuarto capítulo en un monólogo sin fin, para desparecer definitivamente en el sexto y no quedar nada de lo anterior en el octavo.
Desde el cuarto capítulo las memorias se convierten en un monólogo y la parte final es decepcionante, claudicante. Como lectores de García sabemos que su vida está inscrita en sus novelas y cuentos y éstos en su vida familiar; reconocemos su estilo e imaginación en cada una de sus obras y nos maravillamos con sus descripciones precisas. Pero lo que no se puede aceptar es la quietud desconsoladora con la que termina sus memorias: el ingreso de Mercedes en el relato es desconcertante.
Si en los dos primeros capítulos se alude a tres tiempos en el relato -algo maravilloso-, desde el tercero sólo hay dos tiempos históricos, quedando la impresión de que los tres últimos capítulos sólo tienen un mismo trasfondo vivencial que vuelve sobre sí mismo. Lo cual significa que el tiempo en Vivir para contarla se vuelve desde el sexto capítulo lineal, perdiendo su fuerza de ser circular desde el comienzo. La nostalgia queda atrás y la soledad también y sólo nos queda cerrar el libro.
martes, 17 de junio de 2008
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