EL HOMBRE QUE NO VOLVERÁ
A la memoria de Eduardo, mi amigo asmático,
quien me enseñó entre clase y clase un Guevara con asma
Juan Carlos García
Nunca se llamó a sí mismo doctor, aunque fuera médico titulado. Jamás fue saludable y por el contrario su quebradiza condición física siempre fue su mayor enemigo. Pasó tanta hambre en sus aventuras como los miles de hombres y mujeres con los cuales compartió vivencias e historias en el trasegar de su vida solitaria y revolucionaria, y con los cuales luchó hasta el sacrificio máximo.
No fue buen hijo o padre de tiempo completo y menos esposo ejemplar, bajo los parámetros tradicionales del orden burgués, pero sí entrañable amigo y compañero: su mayor ofrenda fue dar su vida como ejemplo de amor compartido, muriendo como un hombre pobre y armado en la más absurda de sus empresas, con la legitimidad que da la dignidad del hombre valiente y decidido. “Patria o muerte”, tal era su frase.
Su desaliñada vestimenta dejaba ver su despreocupación por los lujos y los privilegios que contrastaba con sus acervas críticas a la explotación y al imperialismo, siendo comandante, guerrillero o simple aprendiz revolucionario. Viajero incansable por los países del mundo, no tuvo miedo alguno a la muerte y menos a la vida arriesgada y osada del aventurero que enseña aprendiendo; su valentía lo llevó hasta el límite de sus 39 años. Pero su último viaje, el más decisivo, tampoco fue detenido con su asesinato.
Pudiendo haber sido un anciano burócrata del estamento cubano y compartir las comodidades del partidismo vanguardista, prefirió entregarse como alma bella a lo imposible, la continuación de su prédica revolucionaria en las agrestes e inhóspitas llanuras y montañas de suramérica como comandante, así ella se pagara con la traición y con el asesinato, como finalmente terminó.
Prefería estar en un leprocomio o con los indígenas quechuas que en los salones y reuniones de la rancia clase social que conoció en sus primeros años juveniles, cuando la única distinción que tenía era su deficiencia respiratoria que le impedía cualquier meta heroica como jugar futbol e incluso bañarse, chancho le decían. Ni qué decir de la tozudez del combatiente guerrillero asmático.
Como guerrillero empuñó el arma y disparó cuanto tenía que disparar. Como político firmó documentos y trabajó en oficinas como ministro o en la industria como cualquier jornalero. Como hombre libre dejó atrás el reconocimiento ganado como revolucionario profesional, con tranquilidad asegurada, y se embarcó en su último viaje romántico donde todo era posible, incluso su asesinato, en otras tierras donde reclamaran el concurso de sus modestos esfuerzos. Para él no había límites ni precauciones, y eso que era el hombre más buscado de su tiempo y el más temido, cual fantasma que recorría el mundo.
Voraz lector de poesía, novelas y tratados de política, psicología, filosofía, economía, historia y medicina, también fue generoso escritor de libros y tácticas guerrilleras. Pero no sólo fue un hombre político, también fue un hombre sencillo, modesto y pobre en ambiciones como pocos, que al morir, como muchos guerrilleros sin nombre, no dejó testamento o legado alguno, a no ser su vida ejemplar. Ni flores ni homenajes póstumos hubo en su sepultura, desconocida para dicha de su figura humana.
Llegó a ser el ícono de una época donde todo se leía con la lente de la revolución. Su figura se extendía desde Nueva York a Buenos Aires y desde Paris a Pekín -estaba en las guerras de liberación y en las luchas de la juventud politizada- y en ella se reflejaba la imagen del hombre barbudo y con uniforme que así como era reconocido y querido por los militantes de izquierda, era vigilado por sus enemigos, no importa que en realidad fuera un hombre tímido y excesivamente confiado de sí mismo.
De él dijo J. P. Sartre que era el ser humano más completo de su tiempo. Las fotos y los videos de ese tiempo lo revelan como era: un bello treintañero con su característico traje de combate, sus botas a medio amarrar, su barba como su pelo desarreglado y la boina que nunca abandonó y que siempre llevó una insignia como estrella. Con sólo escuchar su voz se conoce su carácter y la forma consecuente de su pensamiento y acción.
Así era él: un hombre revolucionario que nunca descansó, que estuvo al lado de los pobres, con los excluidos, con los perseguidos, con los explotados, con los cuales se identificó y con los cuales se definió en su sino trágico. Murió joven y eso lo salvó del fracaso, así su vida haya sido un largo fracaso: como hijo, como esposo, como padre, como político, como guerrillero, como ícono. El dolor que produjo su asesinato no se compensó ni con la enseña de su presencia permanente, ni con su “hasta siempre”.
Fue asesinado en el mismo país donde Simón Bolívar terminó su campaña libertadora. Donde El Libertador llegó a la majestad del reconocimiento americano como general triunfante, el hombre del que hablamos no pasaba de tener un puñado de hombres, sin comida y sin armas, amén de medicamentos y tecnología escasa que lo llevaron al fracaso y a la muerte postrera. Mientras Bolívar llegaba a ser el gran Libertador de América nuestro hombre fue catapultado al reconocimiento universal post mortem como el guerrillero heroico, cuando no santo laico de la revolución prometida. Desde entonces tres palabras lo identificaron en la galería de la historia: CHE.
Sus enemigos -porque en política hay enemigos- lo podrán definir como cruel, como sanguinario, como inmoral -¡fue guerrillero!-, pero nosotros, quienes sentimos el ardor de lo que es la explotación del capitalismo, quienes pensamos y luchamos por una nueva sociedad democrática, igualitaria y libre, donde todas las diferencias y las pluralidades sean posibles y necesarias, no podemos dejar de decir que este fue un hombre con pasión, y no volverá. El que tengamos que hacer la crítica de las armas -así como hacemos el arma de la crítica- no quiere decir que dejemos de lado su ejemplo.
Su vida fue un mensaje, una gran oda a la existencia, al compañerismo que no conoce egoísmos y sí entrega y sacrificios permanentes. Que haya sido comunista, ateo o el más reconocido guerrillero de todos los tiempos es lo de menos; lo de más es que enseñó la inconformidad, la rebeldía y el espíritu revolucionario. Y eso no se paga con nada, sólo con el respeto y la dignidad que hay que tenerle a un hombre en su condición de Hombre.
Si hay un hombre nuevo, ese fue el Comandante Ernesto Guevara de la Serna (1928-1967).
sábado, 14 de junio de 2008
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