Se puede decir, no sin vivo reconocimiento, que el poeta Dante Alighieri es un eterno enamorado. El italiano, ferviente cristiano y mejor poeta, nacido entre los siglos XIII-XIV en la Florencia del medioevo, evoca en sus obras, tanto en la primera, La vida nueva, como en la última, La divina comedia, las vivencias, sufrimientos y desdichas de sus amoríos no correspondidos con la sin par Beatriz. Esta mujer es para él la idealización platónica del sentimiento más puro y más doloroso del joven que a los ocho años se encuentra por vez primera, gracias al azar, con la niña, que a la sazón no pasa de los 9 (número cabalístico para Dante).
Desde aquel día aquél futuro poeta queda prendado de la belleza de la joven, quien no advierte las inclinaciones afectuosas del pretendiente furtivo. Sin embargo, Dante, nueve años después, tropezará en su camino con la ahora mujer Beatriz, de quien mantendrá, pese al tiempo, un amor irredento y nunca bien correspondido, apasionado a cual más, toda vez que ella muere a los 24 años, víctima de una enfermedad de la época. Dante nunca le habló a Beatriz, a la que sólo vio en contadas dos ocasiones, lo que bastó para convertirla en su musa, en su deidad, idealizándola en su ser más íntimo como hombre y poeta. Esta es una historia que en principio podría llamarse trágica, de no ser porque la idealización lleva a Dante a eternizar el amor con Beatriz en el más allá, tanto que ahora la vivencia no lleva un ápice de trágica cuanto de comedia y con un final aleccionador que conmueve sin más. Es por eso que muchos años después de la pérdida de Beatriz, cuando ya sabe cómo y qué escribir, redacta en su exilio La divina comedia. Sin temor a equivocarnos decimos que Dante como poeta es lo que es gracias a una mujer, la divina Beatriz.
Beatriz murió cuando Dante, diminutivo de Durante, contaba con 25 años, en 1290, poco tiempo después, dos o tres años, el poeta le dedica sus sonetos y su prosa en una suerte de evocación inmortalizadora. La obra intitulada La vida nueva es, si se quiere, la introducción a La divina comedia, obra cumbre del poeta florentino y que le ha valido el renombre universal entre los más grandes escritores de todos los tiempos. Obra en la que relata su búsqueda y encuentro con Beatriz en el más allá. Por eso es que aquel “opúsculo”, escrito en lengua vulgar y no en latín, es la primera aproximación que tenemos sobre Dante en cuestiones de amor y desengaños. Amor que es concebido como la manifestación de la divinidad cristiana encarnada en los sentimientos humanos más prístinos. Entre 1307 y 1321, en la soledad y fuera de Florencia, redacta La divina comedia. Creemos que bien valieron los sufrimientos y penalidades, incluyendo el exilio, por las que pasó el poeta para acabar a cabalidad su obra insigne. Y a fe que lo logró.
42 capítulos tiene La vida nueva (vita nouva) y es menos elaborada en comparación con La divina comedia que tiene 33 cantos en tres escenarios distintos (infierno, purgatoria y paraíso) en los que se recrean tres personajes centrales, Dante, Beatriz y Virgilio. Para Dante el número cabalístico es el 9, y el nueve está en relación directa con el tres en los 33 cantos inspirados en la hora nona. Ahora, sabemos que el apellido Alighieri tiene 9 letras. Dante, por supuesto, era místico en su proceder.
A esta altura bien vale señalar el modesto objeto de este escrito. El ensayo está construido bajo la forma de resumen sintético, no pretende ser analítico y menos académico. Esta interpretación está animada por una lectura particular de Dante Alighieri en su obra La vida nueva. Las siguientes páginas sólo desean ser fuente de referencia para un posterior estudio de La divina comedia. Han sido escritas con un claro interés por descubrir el valor de Amor en el imaginario del poeta Dante. Y están inspiradas en la imagen de una Mujer que al igual que Beatriz es la expresión vital, para quien esto escribe, de la divinidad humana.
El título de la obra que presentamos denota que Amor (con mayúscula y sin artículo masculino) quiere significar vida nueva. La vida nueva sólo puede empezar con Amor. Amor debe entenderse en un sentido fuerte: como la encarnación de una personalidad vital. Asumiremos pues el discurso del poeta, sintetizaremos su parecer y retomaremos sus sonetos y canciones hasta descubrir el valor de la vida humana en tanto vida nueva.
* * *
Cuando vi por primera vez a aquella que llamaban Beatriz el corazón “comenzó a latir con tanta fuerza, que se mostraba horriblemente en las menores pulsaciones”. Por eso exclamé: Ecce deus fortior me, veniens dominabitur mihi. He aquí un Dios más fuerte que yo, que viene a dominarme. Los espíritus vinieron a socorrerme en mi estado desventurado haciendo acto de presencia, primero el espíritu animal que mora junto a los espíritus sensitivos. El espíritu animal se dirigió pues a los espíritus de la vista diciéndoles: Apparuit jam beatitudo vestra. Ya apareció vuestra felicidad. Seguidamente el espíritu natural prorrumpió en llanto sentenciando: Heu miser! Quia frequenter impeditus ero deinceps! ¡Ay de mí, que de hoy más seré frecuentemente atormentado! Desde entonces se enseñoreó “Amor de mi alma” y yo quedé preso de su dominio. El caso es que me encontraba en estado “pueril” y recitaba compungido las palabras de Homero al ver yo mi “criatura angelical”: “No parecería hija de hombre mortal, sino de un Dios”. La imagen de Beatriz no permitía que Amor “me gobernase sin el consejo de la razón”. Por eso, a continuación “hablaré de lo que en mi memoria se halla escrito con caracteres más grandes”.
Nueve años pasaron para que yo volviera a ver a la “gentilísima criatura”. La “admirable mujer” se me apareció “entre dos gentiles mujeres de mucha mayor edad”. Ella “volvió los ojos hacia donde yo, temeroso, me encontraba, y con indecible amabilidad, que ya había recompensado el Cielo, me saludó tan expresivamente, que entonces creíame transportado a los últimos linderos de la felicidad”. Su “dulcísimo saludo” fue a la hora nona. En el instante “embargóme tan dulce emoción, que apartéme, como embriagado, de las gentes, apelé a la soledad de mi estancia y púseme a pensar en aquella muy galana mujer”. La visión que tuve fue “maravillosa” pues el “suave sueño” me reveló la imagen de un varón que “infundía terror a quien lo mirase, aunque mostrábase tan risueño”. Él me dijo estas palabras: Ego dominum tuus. Soy tu dueño. En sus brazos advertí a aquella, “la mujer que constituía mi bien”. El varón sin solicitud alguna me dijo: Vide cor tuum. Mira tu corazón. Luego la mujer, que lloraba, al comer mi corazón que aquél llevaba en la mano se remontó “hacia el cielo”. Con mi angustia me desperté sin lograr conciliar más “mi frágil sueño”. Esta aparición la comenté con “muchos renombrados trovadores” y por eso “acordé componer un soneto” dirigido a todos los devotos de Amor, “rogándoles que juzgasen mi visión”. Sin embargo, el sentido del sueño no fue percibido por ninguno.
Con aquella visión mi “espíritu natural” se vio perturbado “pues mi alma hallábase entregada por completo a pensar en aquella gentilísima mujer”. Pronto ocurrió algo en mi que “tornéme de tan flaca y débil condición”. Muchos amigos preguntaban por mi estado lamentable. Sus interrogaciones las respondí así: Amor me gobierna según el consejo de la razón. “Amor era quien me había reducido a semejante estado”. “Y cuando me preguntaban «Por causa de quién te ha destruido Amor?», mirábamos yo sonriendo y no les contestaba nada”.
Aconteció un día que la “gentilísima mujer” se encontraba junto a otros y otras y en medio de nosotros se encontraba una “dama de agradable continente, la cual me miraba con frecuencia, maravillada de mis miradas”. Muchos fueron los que se percataron y creyeron que mi tribulación se debía a la mujer que estaba en medio de la recta y no de la “gentilísima Beatriz”. Mi secreto aún no había sido descubierto. “Y a la sazón pensé escudarme con aquella hermosa dama para disimular la verdad”. “Con aquella mujer escudéme por espacio de meses y hasta años”. Justo para ocultar la verdad escribí ciertas rimas, pese a que se referían a la “gentilísima Beatriz”. Disimulé pus el gran amor mío con “aquella dama”. Compuse luego una “epístola”, pero “no pude colocar el nombre de mi amada sino en el lugar noveno entre las demás mujeres”. Aconteció lo siguiente: “la mujer que por largo tiempo habíame servido para disimular mi pasión hubo de partirse de la susodicha ciudad”. Así, “al quedarme sin la excelente defensa, me desconsolé más de lo que hubiera podido creer al principio”. Por eso a continuación lo que hice fue “exponer mis lamentos en un soneto”:
“Vosotros que de Amor seguís la vía, / mirad si hay lacería / que se compare con mi pena grave. / Escuchad mi clamor, por cortesía / y en vuestra fantasía / ved que soy del penar albergue y clave.
Diome el Amor por grácil hidalguía / -que no por virtud mía-, / una vida tan dulce y tan suave, / que a menudo la gente, nada pía, / detrás de mi decía: / “¿Por qué ese pecho de la dicha sabe?”.
Pero he perdido ya el fácil acento / que el Amor me prestó con su tesoro; / y tanto lo deploro / que aun para hablar carezco de / ardimiento.
Mostraré, pues -cual quienes en desdoro / ocultan por vergüenza su tormento-, / por de fuera, contento, / mientras por dentro me destrozo y lloro”.
Explico así en la primera parte la frase del profeta Jeremías: O vos omnes qui transitis per viam, attendite et videte si est dolor sicut meus. ¡Oh vosotros los caminantes! Deteneos y ved si hay dolor como el mío.
Después ha muerto una “mujer joven”. Al verla, recordé que “habíale visto en compañía de mi gentilísima amada”. “Así llorando, decidí dedicar unas palabras a su muerte, en virtud de haberla visto alguna vez con la dama de mis pensamientos”. Este es un fragmento muy mío:
“Puesto que llora Amor, llorad, amantes / al escuchar la causa del lamento. / También las damas, con piadoso acento, / como el Amor se encuentran, sollozantes.
En mujer de bellezas relevantes / la muerte vil ha puesto su tormento, / ajando, no el honor, que es macilento, / sino tales bellezas, más brillantes”.
Después hube de escribir algo más:
“Muerte vil, de piedades enemiga, / de pesares amiga, / juicio que se resuelve pavoroso, / ya que heriste mi pecho doloroso, / acude presuroso / y en tu daño mi lengua se fatiga. / Si de merced te quiero hacer mendiga, / conviene que yo diga / tu proceder, que siempre es ominoso; / no permanece a gentes misterioso; / mas no hallé reposo / hasta que el mundo amante te maldiga.
De la tierra arrastraste con falsía / cuando a una dama embelleció galana: / su juventud lozana / tronchaste cuando amante florecía. / Su nombre no diré; sólo diría / su virtud y su gracia soberana. / Quien al bien no se afana, / jamás espere haber su compañía”.
Luego de la muerte de “aquella dama” “hube de partirme de la antedicha ciudad y encaminándome hacia donde se hallaba la gentil mujer que había sido mi defensa”. Mientras tanto “los suspiros no podían desahogar la angustia que mi corazón sentía a medida que me alejaba de mi bien”. Así sucedió que en un “dulcísimo sueño” “mi gentilísima amada se me apareció en la imaginación cual peregrino ligeramente vestido con groseros harapos”. Me dirigió estas palabras: “Vengo de ver a la dama que por tanto tiempo fue tu defensa, y sé que no volverá; pero traigo conmigo el corazón que yo le hice dedicarle y lo llevaré a otra dama que te defienda como aquella te defendía”. Cablagué con “aspecto demudado, muy pensativo y suspirando pródigamente”. Entonces compuse un soneto:
“Cabalgado anteayer por un camino, / rumbo que en modo alguno me placía, / di con Amor en medio de mi vía / con ligero sayal de peregrino. /
Por su talante le juzgué mezquino, / cual si hubiera perdido la jerarquía; / el trato de la gente rehuía, / entre suspiros, pálido y mohíno.
Mas diciendo mi nombre así me hablaba: / «vengo de lejos, donde se encontraba / tu pobre corazón de ministerio, / que te devuelvo para verte gayo». / Y entonces me ganó turbio desmayo / mientras Amor fundíase en misterio”.
“A mi regreso dedíqueme a buscar a la dama que mi dueño habíame indicado en el camino de los suspiros”. Mi “amada” ante las habladurías para conmigo “negóme su dulcísimo saludo”. Cuando la encontraba “no sólo me olvidaba de todos mis enemigos, sino que una llama de caridad hacíame perdonar a todo el que me hubiese ofendido”. Amor era el causante de mi estado. “Cuando ella estaba próxima a saludarme, un espíritu amoroso, destruyendo todos los otros espíritus sensitivos, impulsaba hacia fuera a los apocados espíritus del rostro, diciéndoles: «Salid para honrar a vuestra señora»”. “Así quien hubiera querido conocer a Amor, hubiera podido hacerlo mirando la expresión de mis ojos”. Amor reducía así mi cuerpo a “cosa inerte e inanimada”. Es claro que “en su salud estaba mi felicidad”.
Puedo decir que “al negarme tal felicidad, fue tanto mi dolor que, partiéndome de la gente, retírame a solitario paraje donde bañar el suelo con muy amargas lágrimas”. Me encerré en mi estancia, “donde podía lamentarme sin ser oído”. Imploraba “misericordia a la dama de las cortesías”. Me dormí y en mi sueño un joven me decía: Fili mihi, tempos est ut proetermitantur simulacra nostra. Ya es tiempo, hijo mío, de que acaben nuestras quimeras. Me decía también: “Nuestra Beatriz oyó, hablando de ti con algunas personas, que la dama que te indiqué en el camino de los suspiros había sido enojada por ti, lo cual motivó que la gentilísima Beatriz, contraria a que se causen molestias de este linaje, no se dignara saludarte, creyendo que habías molestado. Por esto, aunque realmente ha tiempo que conoce tu secreto, quiero que le rimes una palabras diciéndole el señorío que sobre ti ejerzo gracias a ella, y cómo a ella te consagraste desde tu más tierna infancia. Invoca por testimonio a quien lo sabe, y yo, que soy éste, gustosamente daré fe, con lo cual advertiré las verdaderas intenciones y consiguientemente se percatará de que estaban engañados quienes le hablaron. Has que tales versos sean indirectos para no hablarles directamente, como si no fuera digno de ello”. Mi sueño se acabó e “inferí que la visión había acaecido en la novena hora del día”. Por eso compuse una “balada”, acá una fracción:
“Balada mía: irás tan cortésmente / que, aunque sin compañero, / podrías presentarte do quisieras; / mas si deseas ir seguramente / a Amor busca primero / porque no es bueno que sin él te fueras.
Pues la dama que manda en mi albedrío / contra mis ansias hállase enojada, / y si no vas de Amor acompañada / temo que te reciba con desvío”.
Luego de esta “balada” cuatro consideraciones inquietaban mi vida: “bueno es el dominio del amor, ya que aparta el entendimientote sus siervos de todas las cosas viles”; “nada bueno es el dominio del amor, pues cuanta más fe se tiene, más graves y dolorosos extremos hace pasar”; “tan dulce al oído es el nombre del Amor, que imposible me parece que su influencia no sea dulce en todo” y “la mujer por quien Amor así te asedia no es como las demás mujeres, cuyo corazón fácilmente se puede ganar”. Al pensar cada una de estas consideraciones yo estaba “como quien quiere irse y no sabe por dónde”. Porque si yo buscaba camino tenía que invocar a la Piedad y “arrojarme en brazos de ella”. Mejor pensé en rimar:
“Hablan de Amor mis muchos pensamientos, / pero con varia y múltiple tendencia, / pues mientras uno alega su potencia, otro halla en la virtud sus argumentos; / ni oculta la esperanza sus contentos, / ni dejo de llorar con gran frecuencia.
Sólo al pedir piedad tienen tangencia / dentro del corazón tantos acentos. / Puesto en el trance de escoger, me pierdo; / cuando pretendo hablar, no sé qué diga; / y con ello me encuentro siempre en duda.
Por eso, si deseo algún recuerdo, / conviéneme apelar a mi enemiga, / la Piedad, gran señora, por mi ayuda”.
Sucedió pues que un amigo me invitó a una reunión, lugar en el que había algunas mujeres que acompañaban a una mujer que se había desposado. Allí vi a Beatriz. Alcé la vista y allí estaba mi “gentilísima Beatriz”. “Y fueron de tal modo aniquilados mis espíritus por la fuerza que Amor adquirió viéndome tan próximo a mi bellísima dama, que sólo quedaron con vida los de la vista, si bien parecían fuera de su sitio, como si Amor quisiera ocupar su lugar nobilísimo para ver a la admirable señora”. Yo me encontraba “demudado”. Las mujeres empezaron a asombrarse y a burlase de mi. Mi amigo me preguntó qué me pasaba. Respondí: “Puse los pies en esa parte de la vida más allá de la cual no se puede pasar con propósito de volver”. Al alejarme de él, “tornéme a la estancia de los llantos”, diciéndome a mi mismo: “Si mi amada conociera mi estado, no creo que se mofara así de mi persona, sino que sentiría gran compasión”. Decidí escribir estos, mis versos “con el deseo de que por ventura llegasen a sus oídos”:
“¡Oh mujer que mil burlas aderezas / con tus amigas viendo mi figura! / ¿Sabes que vengo a ser nueva criatura / en la contemplación de tus bellezas?
Si lo supieras, toda gentilezas / fuese quizá la mofa que me apura, / que Amo, pues tu visión me transfigura, cobra tantos arrestos y fierezas,
que ataca aciagamente mis sentidos / -ora parecen muertos, ora heridos-, / dejándome tan sólo que te vea.
Cariz, por consiguiente, muestro ajeno, / si bien en mi persona es donde peno / el mal que en mi dolor regodea”.
Anoto con lo anterior lo siguiente: “Amor mata todos mis espíritus, menos los de la vista, que permanecen con vida, si bien desplazados de sus funciones”. Después de esto me asoló un “pensamiento tenaz”: “Si pasas en tan lamentable estado cuando te hallas cerca de tu amada, ¿por qué procuras verla? Si ella te preguntara algo, ¿qué le contestarías, suponiendo que para contestarle tuvieses libres tus facultades?”. A lo cual sobrevino otro pensamiento: “Si no me cohibieran mis facultades y tuviese desenvoltura para contestar, diríale que, en cuanto me pongo a considerar su admirable belleza, me acomete un deseo tan poderoso de verla, que destruye y aniquila cuanto en mi memorias se le pudiera oponer. Así es que los padecimientos pasados no son obstáculos para que procure verla”. Tomé entonces la decisión de escribir mi soneto:
“Cuanto vive en mi mente halla la muerte / si me aproximo a vos, amada mía, / y Amor me dice en vuestra cercanía: / «Huya quien por morir se desconcierte».
El corazón exangüe y casi inerte, / en el color del rostro da su guía. / Y las piedras, mirando mi agonía, / «¡Qué muera al punto!», claman con voz fuerte.
¡Cómo peca quien viéndome en tal guisa / mi alma desconsolada no conforta / mostrando que el penar mío le apena!
Y es que neutralizáis con vuestra risa / mi mirada, en sus pésames aborta, / y que, anhelando muerte, se envenena”.
Quería seguir escribiendo y decir “algo” sobre “cuatro aspectos de mi vida”, a saber: “muchas veces condolíame porque la fantasía impulsaba a mi memoria para que considerase en qué estado me dejaba Amor”; “Amor, a menudo, me asaltaba de súbito tan fuertemente, que sólo vivía para pensar en mi amada”; “cuando esta lucha, de Amor se movía contra mí, yo, completamente pálido, andaba buscando a mi amada, creyendo que con verla estaría defendido en la batalla y olvidando lo que me ocurría al aproximarme a tan gran beldad”; “el hecho de verla, no solamente no me defendía, sino que acababa desbaratando lo poco que de vida me resta”. Estos eran cuatro pensamientos muy míos. Compuse por ello este soneto:
“Muchas veces revélase a mi mente / el estado a que Amor me ha sometido, / y en fuerza de emoción pienso y me pido: / «¿Sufrirá más dolor algún viviente?».
Pues me acomete Amor tan diestramente / que casi me derriba sin sentido, / no dejándome más que un desmedido / aliento que por vos razona y siente.
Buscando salvación, lucho a porfía / hasta que en postración sin valentía, / busco en vos el remedio que apetezco.
Y cuando al contemplar alzo los ojos, / me ganan los temblores y sonrojos / mientras, yéndose el alma, desfallezco”.
Mejor me callo y no volveré a hablar de mi. Tratemos otra materia. “Muchas personas, por mi solo aspecto, habían comprendido el secreto de mi corazón. Y varias damas que estaban congregadas para deleitarse con la mutua compañía eran conocedoras de mis afectos, por cuanto todas habían presenciado muchas de mis turbaciones”. Una de ellas me llamó a su presencia, diciéndome: «¿Con qué fin amas a tu dama, que no puedes sostener su presencia? Dínoslo, porque seguramente la finalidad de ese amor será algo no visto jamás». Le contesté: «La finalidad de mi amor, oh dama!, se cifra en saludar a la mujer que sabéis, y en ello consiste mi felicidad, término de todos mis anhelos. Mas desde que le plugo negarme su saludo, Amor, que es mi señor, ha puesto mi felicidad entera en algo que no puede fallirme». La misma dama me volvió a cuestionar: «Te rogamos que nos digas dónde se halla tu felicidad». «En las palabras de alabanza a mi amada», le dije. Así fue que me alejé de aquellas señoras pensando para mi: «Ya que tanta felicidad hallo en las palabras que loan a mi dama, ¿por qué he hablado de otras cosas?». Quise pues expresarme y pensé que lo mejor era “hablar de ella dirigiéndome a otras mujeres”. Mi lengua dijo: «Oh damas que de amor tenéis idea!». Medité las palabras y empecé la “canción”. He acá una fracción:
“¡Oh damas que de amor tenéis idea! / Hablaros de mi dama yo pretendo. / Y no agotar su elogio es lo que entiendo,
Si tan sólo descargar mi mente. /Cada vez que la elogio cual presea, /Amor me hace sentir con tal dulzura, / que, de obrar con sutil desenvoltura, / enamorara de ella a toda gente. Y no aspiro a loar sublimemente / por si caigo –contraste- en la vileza; / me ceñiré a tratar de su belleza, / para lo que merece, brevemente, / ¡oh señoras amables!, con vosotras, pues no dijera, cuánto os digo, a otras.
(…)
«Siendo mortal -Amor en sí repite-, / ¿cómo tan bella puede ser y pura?». / La vuelve a contemplar y en sí murmura / que hízola Dios sin norma de costumbre. / Con la perla su fina tez compite; / color grato en mujeres, con mesura. / Compendía lo mejor de la Natura. / De todas las bellezas es la cumbre. Al lanzar de sus ojos clara lumbre / surgen de amor espíritus radiosos / que hieren en la vista a los curiosos / y al corazón inflingen pesadumbre. / Su boca, donde Amor está presente, / nadie puede mirarla fijamente. / ¡Oh canción mía! Sé que irás hablando / a muchas damas una vez lanzada.
Te ruego, ya que estás aleccionada / como hija del Amor, joven y pía, / que por doquier digas suplicando: / «¿Qué senda lleváreme a la persona / cuya alabanza lírica me abona?» / Y si tu acción no quieres ver baldía, / esquiva a todo ser sin cortesía, / no fíes, de poder, tus intereses / sino a la dama y al varón corteses / que te señalarán la buena vía. Y puesto que al Amor verás con ella, / recomienda al Amor mi gran querella”.
Un amigo al escuchar la canción preguntóme “qué es Amor”. Decidí así poner por escrito mi respuesta en un soneto:
“Escribió el sabio: son la misma cosa / el puro amor y el noble entendimiento. / Como alma racional y entendimiento, / sin uno nunca el otro vivir osa.
Hace Naturaleza, si amorosa, / de Amor, señor, que tiene su aposento / en el noble sentir, donde contento / por breve o largo término reposa.
Como discreta dama, la Belleza / se muestra, y tanto place a la mirada, / que los nobles sentires son deseo:
por su virtud, si dura con viveza, / la fuerza del amor se desvelada. / Igual procede en damas galanteo”.
Obsérvese que aquí hablo del Amor en cuanto es “potencia”, “en cuanto potencia se reduce en acto”. Se reduce en hombre y luego en mujer. Continué pues escribiendo a mi “gentilísima amada” este soneto:
Mora Amor en los ojos de mi amada / por lo cual cuanto mira se ennoblece. / Aquel a quien saluda se estremece: / todo mortal le lanza su mirada.
Si ella baja la faz, el todo es nada, / el ánimo en quejumbre desmerece, / muere soberbia, cólera perece. / ¡Oh mujeres, le cumple ser loada!
Toda humildad y toda dulcedumbre / nace oyendo su voz pura y afable. Dichoso el hombre que la vio primero.
Cuando sonríe -que su boca es lumbre- se magnifica y hácese inefable / porque es algo divino y hechicero”.
Es decir, aquí “explico cómo dicha mujer reduce a acto la mencionada potencia con la nobleza que emana de sus ojos”, y de su “nobilísima boca”. La virtud embellece “todo cuanto mira”: “conduce a Amor en potencia allí donde no está”; “reduce en acto a Amor en los corazones de todos aquellos a quienes ve” y finalmente “reduce en acto a Amor en los corazones de todos aquellos a quienes mira”. Invito como se lee a las mujeres “para que ayuden a rendir pleitesía a mi amada”.
Días después murió el padre de la “maravillosa y nobilísima Beatriz”. Era natural que mi amada sintiera un “amarguísimo dolor”. “Beatriz lastimeramente lloraba”. Yo escuchaba que de ella se decía: «Llora de tal suerte como para que muera de compasión quien la vea llorar». Yo me quedaba tan triste que “de vez en vez bañaba mis mejillas alguna lágrima, que yo disimulaba llevándome con frecuencia las manos a los ojos”. Las mujeres a mi lado se preguntaban: «Cuál de nosotras podrá tener alegría habiendo oído quejarse tan dolorosamente a esta mujer». Otras mujeres decían de mi: «Ese hombre llora igual que si la hubiera visto como la hemos visto nosotras». Después otras señalaban sobre mi: «Se ha alterado tanto, que no parece el mismo». Después meditando escribí unos versos sobre lo que pensaba:
“Vosotras que traéis lacio semblante, / bajos los ojos y el dolor marcado, / ¿de dó venís con rostro tan ajado / que compasión inspirará al instante?
¿Tal vez tuvisteis a mi Amor delante / con el rostro por llantos anegado? / Damas: decididme ya lo sospechado / viendo vuestro dramático talante.
Y si venís de sitio tan piadoso, tomaos junto a mi breve reposo / para comunicarme lo que sea.
Veo que vuestros ojos tienen llanto / y en vosotras observo tal quebranto / que por ende mi ser se tambalea”.
El siguiente soneto que compuse dice así:
“¿Eres tú quien loaba su hermosura / hablando con nosotras muy frecuente? / No lo pareces por tu voz doliente, / aunque se haya mudado tu postura.
Mas ¿por qué en el llorar tu alma se apura / hasta dar compasión a extraña gente? / ¿La viste tú llorando, y en tu mente / patética membranza se figura?
Deja, pues, que llorando caminaremos / sin que livianamente nos calmemos, / ya que su llanto nuestro oído hería.
Tanto a la compasión mueve su cara, / que también con atención la contemplara / llorando ante tu dama moriría”.
Días y días pasaron y en mi cuerpo “sobrevino una dolorosa afección”. Estuve “sufriendo y penando nueve días”. Al noveno día “me puse de pronto a pensar en mi amada”, después “volví mis pensamientos hacia mi debilitada vida”, y “comencé a llorar internamente por tanta desgracia”. Caí en el delirio e inicié “los desvaríos de mi fantasía”. Las mujeres que veía en mi estado me decían: «Morirás, morirás». Pero otros rostros “estrambóticos y horripilantes” me decían: «Ya estás muerto». Las mujeres que seguía viendo en mi “fantasía” lloraban con “mucha tristeza” e incluso un amigo me decía: «Acaso no sabes que tu amada ha abandonado ya este mundo?». Mi ánimo cambió: “comencé a llorar muy lastimeramente, no sólo con la imaginación sino con los ojos, bañados en verdaderas lágrimas”. Mire hacia el cielo y parecióme que los ángeles cantaban a gloria: Hosanna in excelsis! Pensé que el corazón me decía: «Cierto es que ha muerto nuestra amada». Poderosa era mi “errada fantasía”. Llamaba a la muerte: «ven a mi, dulcísimo Muerte! No me seas cruel, pues debes ser noble, a juzgar por donde has estado. ¡Ven a mí, que tanto te deseo! ¿No ves que ya tengo tu mismo color?». Seguían otras imágenes en las que lloraba por mi alma. Pero todo era un desvarío, un “engaño”. Me desperté entre sollozos y las mujeres que me vieron no pudieron entenderme y decían: «Semeja un muerto». «Procuremos reanimarlo» Procuré explicarles lo que me había pasado, pero “callando el nombre de mi amada”. Sanado de la dolencia escribí estos versos, esta canción:
Una joven señora compasiva, / de humanas gentilezas adornada, / oyó cómo llamaba yo a la Muerte. / Y al percibirme vista en pena viva, / así como al oír mi voz dañada / se puso, temerosa, a llorar fuerte. / Otras damas, a quienes llanto advierte, / repararon en mi, desconsolado, / y, habiéndome apartado, /solícitas corrieron en mi vera, / diciendo: «¡No soñéis de esa manera!» / y «¿Qué le habrá turbado de tal suerte?» / Y de la pesadilla fui librado / diciendo al mismo tiempo el nombre amado.
Era mi débil voz tan lastimosa, / entrecortada por angustia y llanto, / que el nombre sólo oí de mi adorada. / Con la vista confusa y vergonzosa, / reminiscencias del pasado espanto, / me hizo lanzar Amor una mirada. / Se encontraba mi faz tan demacrada, / que exclamaba con fúnebre recelo: / «Hay que darles consuelo». Tras consultarse con la voz doliente, / decía un son frecuente: / «¿Qué cosa ves que tanto te anonada?» / Y dije, al amainarse mis suspiros: / «¡Oh, damas! Lo que fue voy a deciros».
¡Mientras pensaba yo en mi frágil vida, / viendo que su durar es un instante, / Amor lloraba dentro de mi pecho. / Y se me puso el alma dolorida / para decir en tono suspirante: / «La muerte de mi amada será un hecho». / Entonces me ganó tan gran despecho, / que los ojos cerré como si ciegos quedaran, y andariegos / se fueron mis sentidos por el mundo. / Mas yo, meditabundo, aunque con el espíritu desecho, / vi que a mí unas mujeres se acercaban / y que con saña «¡Morirás!» clamaban.
Después vi cosas nunca imaginadas / al discurrir febril mi fantasía, / pues me encontraba en fantasmal paraje / donde corrían hembras desdeñadas / con lloro y clamoreo que esparcía / tristeza corrosiva como ultraje. / Luego, con otro cuadro me distraje / viendo apagarse el sol, naciendo estrellas / llorar el sol con ellas, / cesar todos los pájaros su vuelo, / estremecerse el suelo / y presentarse un hombre sin coraje / diciéndome: «¿No sabes, dolorido, / que tu dama sin par ha fallecido?».
Mi vista lacrimosa levantaba / y como lluvia de maná, veía / que tornaban los ángeles al Cielo. / Nubecilla gentil, ruta indicada, / y «¡Hosanna!» proclamaban a la porfía. / Admitirlo podéis cual lo revelo. / Entonces dijo Amor: «Nada te celo». / Ven nuestra dama a ver, que muerta yace. / Mi delirar falace / llevóme al sitio donde unas mujeres, / en fúnebres deberes, / a mi amada cubrían con un velo. / Y en aspecto la vi tan humildoso / que decir parecía: «En paz reposo».
Por suerte me abatió melancolía / al contemplar tanta dulzura en ella. / «¡Oh Muerte! -le dije-. En ti presiento bienes / y bellezas que antaño no advertía. / Pues moraste en el cuerpo de mi bella, no es justo que por ti tenga desdenes.
Dirigiréme a ti, si tú no vienes. / Hermana en palidez, mísera dama, / ¡mi corazón te llama!». / Luego partíme, terminado el duelo, / y solo con mi anhelo / dije alzando mi vista a los edenes: / «¡Quién te vea, alma hermosa, qué contento!». / Y me llamasteis en aquel momento”.
Tras este “vano delirio”, “noté que mi corazón me daba un vuelco cual si me encontrase ante mi amada”. Se me representó Amor y me pareció que decía a mi corazón: «No te olvides de bendecir el día en que me apoderé de ti, pues debes hacerlo». Sucedió luego que vi venir hacia mi una “gentil señora, famosa por su belleza”, llamada Juana. Pero por su belleza, según se cree, se le impuso el nombre de Primavera. Tras ella venía Beatriz y pareció que Amor me decía: «A la primera se la llama Primavera tan sólo porque hoy viene así, pues yo induje a quien le puso nombre a que la denominase Primavera, porque prima verrá el día en que Beatriz se muestre después de la visión de su devoto (…) Quien quisiera pensar sutilmente, llamaría Amor a Beatriz por la gran semejanza que conmigo tiene». Decidí después escribir unos versos a mi primer amigo:
“Un ímpetu amoroso que dormía / tuvo en mi corazón reconocimiento. / Y Amor vi que venía tan contento, / desde lejos, que no lo conocía.
Díjome con talante de alegría: / «Te cumple venerar mi valimento». / Y apenas transcurrió corto momento, / mirando al sitio de que Amor venía,
vi a mis señoras Beatriz y Juana / - una maravillosa, otra hechicera- / seguir la ruta, hacia nosotros llana.
Y según mi memoria reverdece, / díjome Amor: «Si Juana es Primavera, / es la otra el amor, pues me parece»”.
Entiendo por esto que mi corazón se desveló ante el tembloroso Amor “que desde lejos alegraba mi corazón”. Amor estuvo conmigo: me hablaba al corazón. Por lo dicho se puede pensar que Amor es una “cosa en sí, y no sólo sustancia inteligente, sino como si fuese sustancia corpórea”. Falso. “Amor no existe por sí mismo como sustancia, sino que es un accidente en la sustancia”. Yo hablo de él como si fuera “cuerpo” y “hombre”. Si lo veo venir considero a Amor como “cuerpo”, que ríe y habla. Como ríe lo considero “personificado”. Virgilio, Homero y Ovidio, son poetas que hacen que lo inanimado cobre vida y le hable a lo animado, que ello tome cuerpo cual si fuera hombre o mujer. Lo poetas deben hablar con sentido y por eso tienen más licencia en el lenguaje que los prosadores.
Continuemos nuestro relato. “La gentilísima mujer de quien anteriormente he hablado era tan admirada por las gentes, que cuando iba por las calles corrían todos a contemplarla, lo cual me alegraba sobre manera. Y cuando ella estaba cerca de alguien, tanta honestidad infundíale en el corazón, que no osaba levantar cabeza ni responder a su saludo”. Mi bien estaba como sigue: “Coronada y vestida de humildad”, “sin mostrar vanagloria”. Muchos decían al verla pasar: «No es mujer, sino un hermosísimo ángel del cielo». «Qué maravilla! ¡Bendito sea el señor que tan admirables obras produce!». Todos cuando la veían, tan “bella y colmada de hechizos”, “se habían visto obligados a suspirar”. Escribí unos versos donde expuse las “admirables y excelentes influencias” de mi amada, tanto a quienes la veían como para aquellos que “procuren saber de ella lo que las palabras no pueden entender”. El soneto dice:
“Muéstrame tan hermosa y recatada / la dama mía si un saludo ofrece / que toda lengua, trémula, enmudece / y los ojos se guardan la mirada.
Sigue su rumbo, de humildad nimbada / y al pasar ella su alabanza crece. / Desde los cielos descender parece / en virtud de un milagro presentada.
Tan amable resulta a quien la mira, / que por los ojos da un dulzor al seno / que no comprenderá quien no lo sienta.
Y hasta parece que su boca alienta / un hálito agradable, de amor lleno, / que va diciendo al corazón: «¡Suspira!»”.
Sobre este soneto sólo puedo anotar: “insistiré en que mi amada causaba tanta admiración, que no solamente se le tributaban honores y alabanzas, sino que gracias a ella se le tributaban a otras damas”. Por eso a continuación explico en unos versos este último parecer:
“Ve toda perfección con gran fijeza / quien ve, entre otras mujeres, a la mía, / y deben, las que vanle en compañía, / rendir gracias a Dios por la largueza.
Tan grande es el poder de su belleza, / que, lejos de inspirar envidia impía, llévome al sitio donde unas mujeres, / de amores, y de fe, y de gentileza.
Todo, a su sola aparición, se humillaba; / pero no luce sola en hermosura, / sino que la refleja por su ambiente.
Y tal hechizo en sus acciones brilla, / que nadie recordará su figura / sin suspirar de amores dulcemente”.
Con estos dos sonetos me percaté de que “no había hablado de lo que a la sazón me ocurría”. Decidí escribir otros versos sobre la influencia de mí amada Beatriz en mí. A saber:
“Tanto tiempo me tiene dominado / Amor por su virtud de señoría, / que si al principio duro parecía, / hogaño me parece suavizado.
Y es que cuando me deja anonadado / porque el ánimo escapa y se extravía, / entonces, débil, siente el alma mía / tal goce, que me noto demudado.
Amor requiere luego tal potencia, / que me hace suspirar si estoy hablando. / Y, mi dama invocando,
aumenta, con placer, mi complacencia. / Tal acontece si a mi vista acude, / aunque pueda haber gente que lo dude”.
Pero sucedió lo indecible. Por eso digo como en las Lamentaciones de Jeremías: Quomodo sedet sola civitas plena populo! Facta est quasi vidua domina Pentium! ¡Qué desierta se halla la ciudad un día populoso! Está como viuda la señora de las gentes. No había yo terminado la anterior estrofa “cuando el Señor de los justos llamó a mi gentilísima amada para que goce de la gloria bajo la enseña de la bendita Reina y Virgen María, para cuyo nombre hubo siempre gran veneración en las palabras de la bienaventurada Beatriz”. Dejaré que otro “glosador” aborde la partida de Beatriz de este mundo pues, entre otras, no quiero “convertirme en apologista de mí mismo”, cosa “muy vituperable”. Como el nueve “se ha mostrado muchas veces entre las precedentes palabras” sólo diré cómo éste número intervino en su partida y por qué le era tan amigo a mi amada.
El alma de mi “nobilísima” Beatriz partió, “según la manera de computar el tiempo en Arabia”, en la primera hora de noveno día del mes”; “según la manera de computarlo en Siria, en el noveno mes del año”. El número nueve a mi amada le fue muy “amigo”, seguramente se debió a que según Timoteo y la ciencia cristiana, “son nueve los cielos que se mueven; según los astrólogos “dichos cielos nos transmiten las relaciones armoniosas a que se hallan sometidos, por lo cual la fidelidad de dicho número nueve daría a entender que, al ser ella engendrada, los nueve cielos móviles estaban en perfecta armonía”. Pero, pensándolo bien, “dicho número fue ella misma”. “Me explicaré mediante una comparación. El número tres es la raíz de nueve, pues que sin otro número, multiplicado por sí mismo, da nueve, según vemos claramente que tres por tres son nueve. Ahora bien: si el tres es por sí mismo factor de nueve, y, por otra parte, el Factor o Hacedor por sí mismo de los milagros es también tres, o sea Padre, Hijo y Espíritu Santo, que son Tres y Uno, a mi amada le acompañó el número nueve para dar a entender que era un nueve, es decir, un milagro, cuya raíz -la del milagro- es solamente la Santísima Trinidad”.
“Una vez ausente de este mundo mi gentilísima amada, quedó la ciudad antes aludida como viuda, despojada, por lo que yo, llorando en medio de tanta desolación, escribí a los principales de la ciudad acerca de su condición, citando aquellas palabras iniciales de Jeremías que dicen: Quomodo sedet sola civitas. Qué desierta se halla la ciudad”.
“Cuando mis ojos hubieron llorado largo tiempo y tan fatigados estaban que ya no podían desahogar mi tristeza, propúseme aliviarla con palabras de dolor. Determiné, por ende, componer una canción en la cual, entre lágrimas, discurriese acerca de aquello por quien tanto dolor había destruido mi alma”. Explico en ella qué me impulsa a hablar, a quién quiero hablar y de quién quiero hablar:
“Mis ojos han vertido tanto llanto / por el pesar que el corazón henchía, / que parecen exhaustos totalmente. / Y si aliviar pretendo mi quebranto, / que a la muerte me lleva con falsía, / he de hablar con la voz languideciente. / Como que el recuerdo se presente / de que, mientras mi dama subsistía, / hablaba de ella, ¡oh damas!, con vosotras, / no quiero hablar con otras / que las que cobijáis la cortesía. / Por ende, como fue la amada mía / súbitamente al Cielo, en llanto digo / y cómo al triste Amor dejó conmigo.
Beatriz ascendió al reino de los cielos / y en la quietud del ángel permanece. / ¡Oh damas, de vosotras se ha alejado! / Y no la arrebataron ni los hielos / ni el calor, según norma que acontece, / sino su corazón insuperado. / El resplandor por su virtud lanzado / a los cielos llegó con tal potencia, / que Dios, ante el magnífico portento, / llamó con dulce acento / a la dama gentil a su presencia. / Y provocó el maravilloso evento / a fin de evidenciar que el bajo mundo / era indigno de un ser tan sin segundo.
Se separó de su gentil persona / su espíritu gracioso y delicado, / que actualmente reside en lugar digno. / Quien no llora cuando la menciona, alberga un corazón duro y malvado / do no se encontrará seguir benigno. / No existe corazón, siquiera maligno, / que pueda imaginar su propio encanto, / sin verse acometido de congoja, / sin que le sobrecoja / un ansia de morir fundido en llanto. / Y de confrontación su alma despoja / quien en su mente ve lo que ella fuera / y cuál fue arrebatada considera.
Me causa angustia el suspirar muy fuerte / cuando me acude el pensamiento grave / de aquella que mi pecho desgarra. / Y pensando a las veces en la muerte / me gana un sentimiento tan suave, / que muda los colores de mi cara. / Cuando ese pensamiento se declara / me vencen los dolores tan potentes, / que me estremezco del dolor que siento, / y tal cariz presiento / que me aparta vergüenza de las gentes. / Sólo, vertiendo lágrimas ardientes, / llamo a Beatriz: «¡Estás ya muerta!», exclamo, / y me consuelo en tanto la llamo.
Lloros de penas y ansias de agonía / pártenme el corazón en dondequiera / hasta el punto de herir a quien me oyese, / y cuál es mi vivir desde aquel día / en que subió mi dama a la alta esfera / no hay lengua que a decirlo se atreviese, / ni tan siquiera yo, cuando quisiese, / pues no sabría dar con tino el tono / que tanto amarga mi presente vida, / a tal grado abatida, / que todos me murmuran: «¡Te abandono!» / al percibir mi faz descolorida. / Pero mi ser presente ve el bien mío / y de hallar galardón no desconfío.
¡Oh mi canción de lágrimas y duelos! …/ Vé en busca de señoras sobernas / a quienes tus hermanas / llevaban alegría y gentileza. / Y tú, nacida en gracia de tristeza, / queda con ellas triste y en desgana”.
Al terminar “semejante canción” llegó mi segundo amigo, familiar de mi “gloriosa Beatriz”. “Luego de conversar conmigo, suplicóme que le compusiera unos versos para dedicarlos a una mujer que había muerto”. “Más yo, advirtiendo que se refería solamente a la bienaventurada Beatriz, respondíle diciendo que haría lo que suplicaba”. En los versos compuestos “llamo a los devotos de Amor para que me escuchen” y “hablo de mi lamentable estado”.
“Venid para escucharme los lamentos, / almas piadosas, que piedad lo pide. / Lo que morir, por el penar, me impide / es que lanzo mis penas a los vientos.
Apelo al llanto en todos los momentos, / aunque el llanto a acudir no se decide. / Mi dolor no se pesa ni se mide / si lágrimas no bañan sus tormentos.
Venid para escucharme la llamada / a la dama que fuese a la morada / que su virtud celeste requería.
Venid para escucharme que abomino / de la presente vida y mi destino, / ya que me falta su presencia pía”.
Luego compuse dos estrofas de una canción, antes de entregarle el soneto a quien se lo había compuesto. La primera estrofa era para él y la segunda para mí. Y se los entregué.
“Cada vez que me acude el pensamiento/ de la dama hechicera, / de la mujer por quien mi pecho siente, / pone en mi corazón triste contento / la dolorida mente / y exclamo: «¿Aun, alma mía, no te ausentas?» / Las torturas sin par que experimentas
“en este mundo, ya tan fastidioso, / me ponen pensativo en miedo inerte”. / Y por eso a la muerte / llamo como un dulcísimo reposo / y le digo que venga, tan sincero, / que siento envidia porque yo no muero.
Y tiene el suspirar de mis desvelos / un tono quejumbroso / que a la muerte se aclama con porfía, / pues ella fue el confín de mis anhelos / cuando la dama mía / víctima fue de golpe abominoso. / Porque su ser, amable por lo hermoso,
desde de que abandonó nuestra presencia, / su belleza tan alta se confunde / que en los cielos difunde, / luz de amor que todo ángel reverencia. / Y su mentalidad, por sutil, brilla / de tal modo que causa maravilla”.
Así que llegó el primer aniversario “del día en que mi amada adquirió ciudadanía de vida eterna”. Me vino a la mente componer un soneto en conmemoración del aniversario:
Primer comienzo
“Por ventura acudió a la mente mía / la señora gentil a quien pusiera / por sus méritos Dios en la alta esfera / de la humanidad, do está siempre María.”
Segundo comienzo
“Por ventura acudió a la mente mía / la que llora el Amor, dama radiosa / cuando por su virtud, tan poderosa, / llegasteis para ver lo que yo hacía.
Amor, que en mi memoria la veía, / despertase en el alma, do reposa, / a suspiros mandó voz imperiosa / y brotaron con gran melancolía.
Llorando sí, salían de mi pecho / con voz que determina la presencia / de lágrima fatal en cara triste.
Y el suspiro más fuerte y más deshecho / exclamaba: «Oh sublime inteligencia; / al Cielo, hoy hace un año, que subiste».”
Días después pensando en los pasados tiempos me encontraba abatido y con “terrible decaimiento”. Levanté los ojos y vi a “gentil mujer, joven y sobre manera hermosa”, que me miraba desde un ventanal. En ella advertí “toda compasión”. “Y como cuando los afligidos ven que se compadecen de ellos, más presto dan en el llanto, cual si tuvieran compasión de sí mismos, noté que se iniciaba en mis ojos prurito de lágrimas, por lo cual temiendo descubrir las miserias de mi vida, apárteme de la vista de aquella hermosa”. «Es imposible -decía en mi fuero interno- que en dama tan compasiva no exista un nobilísimo amor». Fue cuando decidí escribir un soneto.
“Vieron mis ojos toda la clemencia / que clara apareció en vuestra figura / al percibir los actos y postura / que me inspira el dolor con gran frecuencia.
Noté que sabe vuestra inteligencia / la condición de mi existencia oscura, / tanto, que el corazón se me tortura / por mostrar, con el llanto, indigencia.
Por ende, me aparté de vuestros ojos / sabiendo que los lloros y sonrojos / saldrían de mi pecho emocionado.
Y dije para mí en pecho doliente: «También anida en dama tan clemente / el amor que me puso en tal estado»”
“Aconteció después que, dondequiera me viese esta mujer, tornábase su semblante compasivo y palidecía como amorosamente, por lo cual a menudo recordábame a mi nobilísima amada, que con semejante palidez se me mostraba”. Muchas veces quería ver a “tan compasiva señora” que me hacía “brotar lágrimas de mis ojos”. Por eso compuse este soneto:
“Calor de amor y de piedad talante, / nunca tornó tan admirablemente / un rostro de mujer por mí frecuente / llanto de devoción, mirar amante,
como vos los tomáis, señora, ante / la gravedad de mi decir doliente, / tanto, que al veros túrbase mi mente / y el corazón sospecho que no aguante.
Y están mis pobres ojos con recelo / de veros mucho y por diversos modos / por ansias de llorar que en ellos moran.
Pero, aunque tanto fomentáis su anhelo / que por las ansias se consumen todos, / es -llorar ante vos- cosa que ignoran”.
Me deleitaba con tal “señora”, por eso “acusábame frecuentemente yo mismo y teníame por vil”. Pensaba para mi: «Antes solíais provocar el llanto de quien veía vuestra dolorosa condición, y ahora diríase que pretendéis olvidarlo por esta mujer que os mira. Os mira, pero solamente por la pena que le produce la bienaventurada mujer a quien llorar solíais. Más haced cuanto queréis malditos ojos, ya que os recordaré con tanta frecuencia, que nunca, sino tras la muerte, cesarán vuestras lágrimas». Escribí un soneto donde describo “mi horrenda situación”. En él “hablo a mis ojos como hablaba mi corazón en mí mismo”.
“«Lágrimas muy amargas derramando, / estuvisteis por tiempos, ojos míos. / Y la gente sentía escalofríos / de lástima que fuisteis observando.
Más creo que lo iríais olvidando / si fuera yo inclinado a desvaríos / y no obstaculizara los desvíos / a la que hízoos llamar rememorando.
Pero me hacen temer la petulancia / y la vanidad vuestra por la instancia / de un rostro de mujer que ahora os mira.
Recordad, mientras muerta no os apunta, a la señora vuestra, ya difunta». / Dice mi corazón. Luego, suspira.”
Seguía pensando en aquella “dama” y venían a mi tales pareceres: «Es -llegaba a pensar- una gentil señora, bella, joven y discreta, que tal vez Amor me ha dado a conocer para consolar mi existencia». Me movía entre la razón y el corazón y mi confusión era harta. «Qué pensamiento es éste, Dios mío, que de tan ruin manera quiere consolarme y no me deja lugar a pensar otra cosa?». «Ya que te hallas tan atribulado, ¿por qué no quieres sustraerte a tal amargura? Bien advertirás que un hálito de Amor pone ante ti deseos amorosos, procedentes de tan noble origen como los ojos de la dama que tan compasiva se ha mostrado». Ante esta pugna compuse sólo para ella este soneto:
“Un noble pensamiento que os presenta / viene a morar conmigo tan frecuentemente / y razona de amor tan dulcemente, que hace que el corazón en él consienta.
«Quién es -demanda el alma- este que intenta / mitigar el dolor de nuestra mente / y el influjo del cual es tan potente / que cualquier otra idea nos ahuyenta?».
Y el corazón… «¡Ay alma cavilosa! / Es un novel espíritu amoroso / que ante mí ha desplegado sus delirios.
«Su vida, en lo que tenga de valiosa, / dimana del espíritu piadoso / que turbábase al ver nuestros martirios»”.
Un día, “a la hora nona”, tuve un pensamiento “pertinaz: “Creí ver a la bienaventurada Beatriz con las bermejas vestidas con que primero se mostró a mis ojos y tan juvenil como cuando por vez primera la vi. Entonces comencé a pensar en ella”. Suspiraba y pensaba “dolorido”. “Con este recrudecimiento de suspiros renovase el amortiguado llanto, de manera que mis ojos parecía que solamente deseaban llorar”. Decidí como de costumbre escribir un soneto:
“Tanto, ¡ay de mí!, el espíritu suspira / -pensando en ella, nacen los enojos-, / que ya no pueden mis vencidos ojos / devolver la mirada a quien los mira.
Parecen hechos para un par de antojos: / llorar y revolverse en una pira. / Y Amor, viendo sus penas, no retira / corona del martirio con abrojos.
Los tales sentimientos suspirados / dan en el corazón una soflama / que el mismo Amor, con efusión, la advierte.
Y es que llevan en sí los desdichados / el nombre prodigioso de mi alma / y acentos relativos a su muerte”.
Después compuse otro soneto donde explico lo que sentí cuando los peregrinos en Semana Santa pasaron por la calle donde “nació, vivió y murió aquella gentilísima mujer”.
“¡Oh peregrinos de faz cavilosa / quizá por algo que no está presente! / ¿Venís acaso, como se presiente, / de alguna tierra luengas y fabulosas,
ya que no vais con cara lacrimosa / atravesando la ciudad doliente / cual un enjambre ajeno por nesciente, / a la fatal desgracia que lo acosa?
Si queréis conocerla, deteneos. / El corazón me dice con suspiros / que no proseguiréis sin afligiros.
La ciudad sin Beatriz hase quedado, / y hablando de mi amada es obligado / que de llorar os nazcan los deseos”.
Sucedió luego que dos nobles señoras me pidieron que les enviara estos versos, para eso aproveché y escribí un soneto “refiriendo mi estado”.
“Sobre la esfera que más alta gira / llega el suspiro que mi pecho lanza. / Pero una vez allí, de nuevo avanza / por más potencia que el Amor inspira.
Y al llegar al lugar de donde aspira / ve a una dama ceñida de alabanza / y, por el vivo resplandor que alcanza, / el peregrino la mira.
Y la ve tal que no le entiendo cuando / háblale de ella -rara y sutilmente- / obedeciendo al corazón abierto.
Más sé que de mi amada me está hablando, / pues recuerda a Beatriz, frecuentemente, / lo cual, amigas, tengo por muy cierto”.
“Terminado este soneto, me sobrevino una extraña visión en que contemplé cosas tales que me determinaron a no hablar de aquella dama bienaventurada hasta tanto que pudiera hablar de ella más dignamente. Para lograrlo estudio cuanto puedo, como a ella le consta. Así es que, si el Sumo Hacedor quiere que mi vida dure muchos años, espero decir de ella lo que jamás se ha dicho de ninguna. Después ¡quiera el Señor de toda bondad que mi alma pueda ir a contemplar la gloria de mi amada, de la bienaventurada Beatriz, que gloriosamente admira la faz de Aquel qui est per onmia saecula benedictus!”.
Así pues la continuación del “opúsculo” a la amada Beatriz sólo puede darse en La Divina Comedia, que a la sazón empieza:
A mitad del viaje de nuestra vida me encontré en una selva obscura, por haberme apartado del camino recto.
* * *
Amor para Dante es el sentimiento sublime en el que los sentidos se despiertan y se potencian a grados increíbles. La vida cobra sentido terrenal. Por Amor se sufre, se llora, se vive, se lucha. Por Amor se llega a tener Vida Nueva. Amor es la personificación del espíritu humano que sólo puede ser la expresión de una Vida Nueva en tanto ella es la representación del sentimiento humano más intenso y halagador.
Cuando Dante se enfrenta a Amor, como hombre, lo hace apoyándose en sus experiencias personales. Y es sólo a partir de su vivencia con Beatriz que se siente con autoridad para exponer y presentar en prosa y verso el valor de la vida humana. La crisis producida por Amor lo lleva a escribir para liberarse de un problema común de desolación y soledad, con los que también se define el espíritu humano de la contemplación. El valor pues de la vida humana, según Dante, está en la intensidad con la que se viva el arte de amar. Y Amor para él lo es todo.
martes, 17 de junio de 2008
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2 comentarios:
vaya puTA MIERDaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
Vaya mrd tu wbon
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