miércoles, 16 de julio de 2008

Sylvia Plath: Relato de una Mujer Apasionada

A mi madre

“Me asusta hacerme mayor. Me asusta el matrimonio. Quisiera librarme de la obligación de cocinar tres veces al día, de la inexorable jaula de rutina y los hábitos mecánicos. Quiero ser libre, libre para conocer a la gente y sus vidas, para trasladarme a distintas partes del mundo y poder descubrir la existencia de otra moral y otras pautas de conducta diferentes de las mías. Quiero ser omnisciente, creo…Creo que me gustaría presentarme como “la chica que quería ser Dios”. Y, sin embargo, si no habitase mi cuerpo, ¿dónde estaría? Puede que esté predestinada a ser clasificada y cualificada. Pero, ¡oh, me rebelo contra ello! Yo soy yo; soy poderosa, pero ¿hasta qué punto? Yo soy yo”. Sylvia Plath en su diario a los dieciséis años, noviembre 13 de 1949.

Me enamoré de la muerte. En ese entonces yo era una niña, lo recuerdo bien. Fue justo el día en que mi padre, a quien amaba a mi manera, murió de una embolia pulmonar: fue para mí el primer dolor de muchos. Yo tenía ocho años. Mi madre llegó ese tarde, casi sigilosa, a decirme, después de haberle dicho a mi hermano menor, que mi padre había muerto. “No quiero volver a dirigirle la palabra a Dios”, le dije. Era 1940 y yo tenía ocho años. “Tenía yo diez años cuando te enterraron. / A los veinte traté de morir / para volver, volver, volver a ti. / Supuse que con los huesos bastaría. / Pero me sacaron de la tumba, / y me recompusieron con pegamento”. Atrás quedaba mi infancia, mi niñez. A partir de ese momento que fue pérdida, soledad, mi vida fue la escritura, quería estudiar y ser cada vez mejor, ganarme todo los concursos posibles, becas también. Ya escribía algunas cosas en mis diarios pero con la muerte de mi padre la poesía fue mi refugio. Fue mi compañera y mi cómplice. Fue mi vida.

“No quiero un regalo grande, este año, de todas maneras.
Al fin y al cabo, estoy viva por casualidad.”

Mi madre me indujo, me sedujo a escribir. A ella le debo esta pasión por la escritura. Siendo una niña que apenas escribía, mi madre me regalaba diarios para que escribiera lo que quisiera. No era una terapia, es claro. Era una forma de enseñarme a valorar la verdad, a apreciar las palabras, a amar la escritura y con ella el arte, la belleza. Mi madre era amante de la música, del cine y de la literatura. Y eso lo heredé para dicha mía. Tanto que mi vida con los años fue copada por completo por la literatura. Quería ser una escritora reconocida, importante, triunfadora. Una gran poetisa. Años después, cuando ya lo era, le escribí a mi madre, a quien amaba tanto: “soy escritora y sólo quiero escribir”.

“Cuánto me gustaría creer en la ternura:
El rostro de la efigie, suavizado por las velas,
Inclinado hacia mí, en particular, sus tiernos ojos.”

He dicho que me enamoré de la muerte y es cierto. Tenía amor en mi familia, mi madre y mi hermano ocupaban un lugar privilegiado en mi corazón. Pero sentía que algo me faltaba. Mi personalidad era cambiante, variable, impredecible. “No tengo prejuicios. / Todo lo que veo lo trago de inmediato / tal y como es, sin la turbiedad del amor o la antipatía. / No soy cruel, sólo veraz”. Era inteligente y sensible, en extremo diría yo. Pero hubo momentos en que la depresión, los desequilibrios psíquicos y mis soledades eran insoportables. Siendo adolescente mi personalidad arrolladora, alegre, emprendedora, que todos reconocían, también lidió con depresiones y angustias que me llevaron a los límites de la muerte. Mi madre sufrió mucho. A los diecinueve años fue mi primer intento de suicidio. Ingerí no sé cuántas pastillas para acabar con mi vida. No lo logré. Mi tratamiento psiquiátrico fue acompañado con electrochoques. Fue terrible. “Madre, eres la única boca / de quien yo sería lengua. Madre de la otredad / cómeme”. El dolor no estaba en el intento de suicidio, sino en la recuperación. Pero salí adelante. Aún así la muerte me rondó siempre, hasta que di con ella. “¡Nunca saldré de aquí! Ahora soy dos personas: / esta nueva, absolutamente blanca, y la antigua, la amarilla, / y la blanca es, sin duda, superior”.

“Yo no te llamé.
Yo no te llamé, en modo alguno.
No obstante, no obstante,
Navegaste hacia mí por el mar,
Gruesa y roja, placentera

que paraliza el pataleo de los enamorados.
Luz de cobra
que exprime el aliento de las campanas de sangre
de la fucsia. Yo no podía tomar aliento,
muerta y sin dinero.”

En mi adolescencia, mi valentía, mi sinceridad y mis capacidades intelectuales me valieron muchos premios literarios, y una que otra beca, algunas más importantes que otras. ¡Cómo me gustaba ganar todo! Ganaba concursos, premios, reconocimientos. Me publicaban poemas en revistas. Mi presente era maravilloso y mi madre estaba muy feliz. Me sentía orgullosa, alegre y capaz de todo. Pero mi soledad ya era algo que no podía abandonar, era mi compañera: me gustaba estar sola, sin chicos a mi lado. Privilegié el estudio a las reuniones sociales. Era extraña, lo sé.

“Es un corazón,
este holocausto por el que camino
Oh niño mimado que el mundo matará y se comerá”.

Puedo decir que mi soledad me gustaba mucho. De ahí derivaban también mis depresiones reiteradas y las crisis que tantas angustias a mi madre causaban. Es difícil ser sensible en esta vida. Es un problema ser sensible y al tiempo dejarse llevar por los sentimientos, por las emociones. Sentía en mí un naufragio, una desolación que así como era problemática pues mis depresiones no las podía controlar, me permitían escribir en la forma en la que yo escribía. Mi poesía describe la sensibilidad de la mujer. Sólo escribo lo que siento. Y vaya que sí sentía. No lo digo con petulancia pero sí con orgullo: no creo que haya otra poetisa como yo.
“Soy una carta en la rendija:
Voy volando hacia un nombre y dos ojos.”

Mi formación literaria la pasé becada en el Smith College, en Cambridge, Massachusetts. Poco se sabe de mis influencias literarias, pues mi vida aún sigue siendo un misterio. Pero también porque pocas influencias literarias tengo. Una gran pista para saber de mí es la tesis sobre Dostoievsky que presenté y que tuvo gran reconocimiento. ¡Qué alegría me dio hacerla! Dostoievksy, como saben, escribe sobre la crisis de identidad, sobre los valores que construyen nuestra personalidad y las luchas subjetivas que dan los individuos para ser lo que quieren ser. Yo me identificaba algo con sus personajes, con sus conflictos entre idealistas y realistas. ¿Quién soy yo?, esa es acaso la pregunta que puede definir toda mi poesía. En algunos poemas queda más evidente este punto, en otros no tanto. Pero ese es el reto de mis lectores: escuchar la voz de la mujer que siempre dice “yo”. Toda mi poesía es biográfica, por eso es difícil entenderla. No busquen entenderla, sólo siéntanla. “Me apoyo en ti, inerte como un fósil. Dime que estoy aquí”. ¿Acaso ustedes conocen lo que es ser mujer?

“Sobre tu cuerpo las nubes pasan
Altas, altas, y heladas
y un poco planas, como si

flotaran sobre un cristal que fuera invisible.
No como cisnes:
sin ningún reflejo;

no como tú:
sin reserva ninguna.
Frescas y azules. No como tú…”

Mis poemas pues dicen lo que soy, lo que siento, lo que pienso. Soy una mujer inquieta por saber quién soy; una mujer que deja algo de su identidad en los versos tristes, solitarios, amorosos, angustiantes, soñadores que todos ustedes han leído y uno que otro han aprendido. Sé que no es fácil leerme, por mi forma de escritura, por mis referencias, por mi simbolismo, por mi lenguaje. Es extraño, lo sé. Pero así sentía las cosas, así llegaban a mí en esas horas en las que mis poemas salían, hoy pienso, tan sencillos. Tanto, pero tanto, que un día, y obsérvese mi franqueza, un día a mi madre le dije en una de las más de seiscientas cartas que guardó de mí: “soy una escritora…soy una escritora genial; sé que lo llevo dentro de mí. Estoy escribiendo los mejores poemas de mi vida; llevarán mi nombre a la fama”. No me equivoqué, ¿cierto?

“Ahora estoy callada, con el odio
hasta la barbilla,
espeso, espeso.
No hablo. Estoy empaquetando las duras patatas como si fueran ropa de vestir,
estoy empaquetando a los niños,
estoy empaquetando a los gatos enfermos.
Oh recipiente de ácido,
es el amor de lo que estás llena. Sabes a quién odias”.

Siempre me consideré una gran escritora y lo digo sin arrogancia, sin superioridad alguna, pues sabía muy bien qué podía hacer. Sabía que era gran escritora no sólo cuando ya era reconocida en Londres, lugar en el que viví mis últimos años, sino cuando estaba estudiando literatura en Estados Unidos. ¡Me hubiera ganado el Nobel! Pero no sé si en verdad quería eso. ¿Qué quería yo? Lo que sí sé es que podía dar mucho: mi poesía estaba cada año mejor aunque mi vida fuera cada vez más dolorosa, más solitaria. Mi poesía mejoraba con los meses y mi vida privada, familiar, se hundía en el fracaso, en la soledad. Por lo menos en esos últimos años de mi vida. Fue el precio que pagué por la fama. Ese era mi sino, ahora lo sé. ¡Cuánto sufrí! Y sufrí por amor.

“Yo me quedo quieta.
La escarcha fabrica una flor,
el rocío fabrica una estrella,
la campana de muerte,
la campana de muerte.

La suerte de alguien está echada”.

A los cuatro meses de conocerlo me casé con él. Un día, ahora lo recuerdo, le dije a mi madre que mi anhelo cuando estudiaba en Smith College era encontrar un hombre “sensible”, incluso poeta. Ese era mi sueño y mi más grande deseo. Hasta que la vida, que tan bien se portó con mis sueños, hizo lo suyo y hallé a Ted Hughes. Como he dicho, fue un flechazo a primera vista: a los cuatro meses me casé con él. Era 1956 y yo estaba en Inglaterra pues para dicha mía había ganado otra beca. “Soy demasiado pura para ti y para todos, / Tu cuerpo / me hiere como un Dios hiere el mundo. Soy un farol: / mi cabeza una luna; mi cutis brumoso de oro, / infinitamente delicado e infinitamente costoso.” Yo ya sabía de él y él de mí; pero él era más conocido que yo, lo confieso. Era un señor poeta, yo apenas si me abría paso en el mundo literario. Y más en Inglaterra.

“¿Te es imposible dejar que las cosas sigan su curso hasta el final?
¿Tienes que estampar en púrpura cada pieza?

¿Tienes que matar todo lo que puedes?
Hay una cosa que deseo hoy, y tú eres el único que puede dármela.”

¡Creí que me iba a morir de felicidad! Cuántas veces no le escribí a mi madre que era muy feliz: “nunca he sido tan feliz”. Y lo era. Los primeros meses, los primeros años, todo fue como un sueño cumplido. Ted escribía poemas y yo también. Sólo que él era más constante pues mi vida con él era la del ama de casa que escribe en sus ratos libres, casi siempre de madrugada. Mi vida como esposa y luego como madre llenó mis días con sus noches, y mi labor literaria no era tan visible, lo digo sin remordimiento alguno. Pero qué importaba: lo que quería lo tenía: un esposo amoroso, sincero, ¡poeta!; unos hijos tan hermosos que mi vida era de fantasía. Sentí que mi vida se realizaba. “¿Hay algo tan real como el grito de un niño?” ¡La vida era maravillosa!

“Dios mío, ¿qué soy yo
para que esa bocas tardías se abran a gritos
en un bosque de escarcha, en un amanecer de flores de trigal?”

Sólo fue hasta 1960 cuando se publica mi primer libro. The Colossus and Other Poems, reúne mis poemas hasta esa fecha. En verdad, poco publiqué. No era una escritora compulsiva y como he dicho, mi vida familiar llenaba mis dedicaciones. The Bell Jar, publicada en 1963, fue mi única novela. Es autobiográfica. Ahí narro mis años de adolescencia y hasta mi intento de suicidio. Esa soy yo; es el libro que más me identifica. “Mi mente es una roca / sin dedos para agarrar, sin lenguas; / mi Dios, el pulmón de acero”. Fueron dos libros publicados en vida; poco, lo sé. Mi fama, mi reconocimiento, mi trascendencia en el mundo inglés y americano sobrevino después de mi muerte. Sobrevino con los poemas que escribí entre 1962 y 1963. Justo cuando mi matrimonio se arruinaba y mi vida era un encierro en el que no me reconocía y en la que no me hallaba libre. La vida de la mujer no es fácil. “Espero y sufro. / Creo que me he ido recuperando. Hay mucho que hacer”.

“En mí vive un grito.
Por la noche aletea,
Buscando, con sus garras, un objeto de amor.

Me aterroriza el algo oscuro
que duerme en mi interior;
percibo durante todo el día sus gritos blandos y plumosos, su malignidad.

Las nubes pasan y se dispersan.

¿Son ésas las caras del amor, esas pálidas irrecuperables?
¿Por eso me inquieto el corazón?”

Un día de los tantos que pasé triste y depresiva, ya en la crisis matrimonial, le escribí a mi madre: “Me siento más desolada que nunca…necesito una persona querida a mi lado…alguien que me proteja”. Mi matrimonio se acababa y mi madre estaba en América y yo en Londres inconsolable y perdida en mi dolor. “El corazón se cierra, / el mar se desliza en retirada, / los espejos están amortajados”. Ted, mi esposo, me había engañado con Assia Gutman, a la que conocí en mala hora. Y me dejó, sin importarle los hijos que teníamos, para irse con ella. Ahí conocí los celos; nunca había sentido tal desespero. “La perfección es espantosa: no puede tener hijos”. Abandonada y con dos hijos mi vida era un desastre indescifrable. “De nuevo me encuentro a mí misma. / No soy una sombra / aunque hay una sombra que comienza a surgir desde mis pies. / Soy una esposa”.

“Conozco el fondo, dice. Lo conozco gracias a mi larga nariz maestra: es lo que te temes.
Yo no lo temo: ya lo he visitado.

¿Es el mar lo que oyes en mí,
sus insatisfacciones?
¿O esa voz de nada que fue tu locura?

El amor es una sombra.
Cómo mientes y lloras en su pos.
Escucha: ése es el ruido de sus cascos; se fue, como un caballo.”

La crisis matrimonial inició en 1962, al año siguiente nos separamos. Yo me quedé con mis dos hijos: Frieda Rebecca que nació en 1960 y Nicholas Farrar que nace 1962. Pasé de la felicidad al dolor, de la compañía a la soledad, de la esperanza a la derrota. Fue por esas fechas tristes que mis poemas florecieron entre el amor y la soledad. Tenían algo que los hacía distintos, por eso léanlos bien. “El flujo de la sangre es el flujo del amor, / el sacrificio absoluto. / Significa: nunca más un ídolo que no sea yo, / yo y tú”. Mis poemas llevan el sello de mis sentimientos. “La mujer alcanzó la perfección. / Su cuerpo / muerto muestra la sonrisa de realización”. La crisis familiar me movió a escribirlos así. Y quedaron para ser leídos tal cual como yo los había sentido hasta sufrirlos. Los parí con dolor, y no es una frase. “Y la mente como un anillo / que va estrechándose hacia algún pensamiento súbito, / que me oprime a su vez hasta la muerte”. Le describí a mi madre esos momentos de creación: “Cada mañana alrededor de las cinco, cuando se disipa el efecto del somnífero, ya estoy en mi estudio tomando café y escribiendo como una loca, antes del desayuno. Todos para libros. Cosas increíbles, como si la vida doméstica me hubiese estado agotando”. A mi madre le confesaba todo, y no sólo le escribí una vez sino varias veces mi técnica de escritura: “Soy bastante famosa aquí y ahora escribo desde que amanece hasta que se despiertan los niños; un poema diario, y son imponentes”. Mi madre, cuánto la amé.

“Ahora que me he perdido a mí misma, estoy harta de equipajes…
Mi maletín de charol, como un pastillero negro;
mi marido y mi hija, que me sonríen desde la foto familiar;
sus sonrisas se me enganchan a la piel, sonrientes anzuelitos.

He dejado las cosas correr; carguero con treinta años a cuestas,
que testarudamente se aferra a mi nombre y dirección.
Me han hecho un lavado de asociaciones afectivas”

El somnífero era para poder dormir, para tranquilizarme. En vida varias veces estaba en tratamiento médico o psiquiátrico. No era que estuviera loca, era una forma de terapia que me acompañó en los momentos más dramáticos de mi existencia: “¿Dónde escondes tu vida?”. Y más, mucho más, con la crisis de mi matrimonio en 1962. Mi drama personal comenzó en 1961 cuando pierdo mi segundo hijo en un aborto inesperado. Al año siguiente nació mi segundo hijo. Y luego empieza mi vida a derrumbarse. “Palabras secas y sin jinete, / el ruido infatigable de los cascos. / Mientras, / desde el fondo del estanque, fijas estrellas / rigen una vida”. En octubre de 1962 fue la separación definitiva. Y de esa época datan los poemas que años después mi esposo publicará: Ariel. Poemas que llevan el trasfondo de mi drama personal como mujer, como esposa, como escritora. Porque fundamentalmente he sido eso: una mujer que escribe. Una escritora que describe la vida de la mujer moderna. “Sobrevivo ese rato, / poniendo en orden la mañana. / Estos son mis dedos, éste es mi hijo recién nacido.” ¿Cuál es nuestra identidad? ¿Qué es ser mujer? ¿Cuál es el sentimiento femenino? ¿Qué es ser hija, madre, esposa? Todo ello está en mi poesía, en la poesía de aquellos años finales y para mí definitivos. La muerte también está, así como el amor. “La eternidad me aburre, / nunca la he deseado.”

“Pronto, pronto, la carne
que devoró la tétrica caverna
en mí estará a sus anchas

Y seré una mujer que sonríe.

No tengo más que treinta años.
Y al igual que los gatos, siete ocasiones para morir.”

“¡Es tan hermoso no tener ataduras! /Soy solitaria como la hierba. ¿Qué es lo que echo de menos? / ¿Lo hallaré alguna vez, sea lo que sea?”. Mi vida se pasó queriendo responder esas preguntas. Siempre estuvieron presentes. Cuando tenía dieciséis años, en 1949, escribí en mi diario: “Llegará el día en que tendré que enfrentarme a mí misma”. Y ese día llegó, llegó como llegan las noticias que sólo se dicen una vez. Era el 11 de febrero de 1963. Esa mañana preparé el desayuno, se lo llevé a mis dos pequeños hijos a su habitación, aún dormían; la niñera no había llegado y mi casa estaba sin energía eléctrica, pero con un frío insoportable. Luego de prepararles el desayuno a mis queridos hijos y llevárselos me encerré en la cocina, metí mi cabeza dentro del horno y abrí el gas. “Y no hay un final, no se termina. / Nunca maduraré”. Tenía treinta años. Mi matrimonio se había echado a perder, me encontraba sola, sin dinero, desesperada y con una depresión que pudo conmigo. Dejé unos cuantos poemas sin publicar y dos hermosos niños apenas aprendiendo a caminar. “Mi paisaje es una mano sin líneas, / los caminos se intrincaron en un nudo, / el nudo soy yo misma”. Sí, como lo escribí en ese mismo diario cuando desee ser la chica que quería ser Dios: “Me asusta hacerme mayor…Quiero ser libre…Quiero ser omnisciente…Soy poderosa, pero ¿hasta qué punto?”.

Fui Sylvia Plath (1932-1963), nací en Boston y morí en Londres. Esta fue mi historia, la historia de una escritora, pero, sobre todo, la historia de una mujer que escribe. “Fabrico una muerte”. Mi poesía soy yo. En ella existo y en ella muero.

Morir
es un arte, como todo.
Yo lo hago excepcionalmente bien.

Tan bien, que parece un infierno.
Tan bien, que parece de veras.
Supongo que cabría hablar de vocación.

Es bastante fácil hacerlo en una celda.
Es bastante fácil hacerlo, y quedarse esperando.

2 comentarios:

Hilario Esteban Lopez dijo...

Lindisimo relato y lindo su blog.

Unknown dijo...

Esto lo leí con la misma confianza y placer que me tomo al leer mi diario.
Sus poemas es la libertad de lo que ahorcamos en nuestras bufandas