A mi madre
“Me asusta hacerme mayor. Me asusta el matrimonio. Quisiera librarme de la obligación de cocinar tres veces al día, de la inexorable jaula de rutina y los hábitos mecánicos. Quiero ser libre, libre para conocer a la gente y sus vidas, para trasladarme a distintas partes del mundo y poder descubrir la existencia de otra moral y otras pautas de conducta diferentes de las mías. Quiero ser omnisciente, creo…Creo que me gustaría presentarme como “la chica que quería ser Dios”. Y, sin embargo, si no habitase mi cuerpo, ¿dónde estaría? Puede que esté predestinada a ser clasificada y cualificada. Pero, ¡oh, me rebelo contra ello! Yo soy yo; soy poderosa, pero ¿hasta qué punto? Yo soy yo”. Sylvia Plath en su diario a los dieciséis años, noviembre 13 de 1949.
Me enamoré de la muerte. En ese entonces yo era una niña, lo recuerdo bien. Fue justo el día en que mi padre, a quien amaba a mi manera, murió de una embolia pulmonar: fue para mí el primer dolor de muchos. Yo tenía ocho años. Mi madre llegó ese tarde, casi sigilosa, a decirme, después de haberle dicho a mi hermano menor, que mi padre había muerto. “No quiero volver a dirigirle la palabra a Dios”, le dije. Era 1940 y yo tenía ocho años. “Tenía yo diez años cuando te enterraron. / A los veinte traté de morir / para volver, volver, volver a ti. / Supuse que con los huesos bastaría. / Pero me sacaron de la tumba, / y me recompusieron con pegamento”. Atrás quedaba mi infancia, mi niñez. A partir de ese momento que fue pérdida, soledad, mi vida fue la escritura, quería estudiar y ser cada vez mejor, ganarme todo los concursos posibles, becas también. Ya escribía algunas cosas en mis diarios pero con la muerte de mi padre la poesía fue mi refugio. Fue mi compañera y mi cómplice. Fue mi vida.
“No quiero un regalo grande, este año, de todas maneras.
Al fin y al cabo, estoy viva por casualidad.”
Mi madre me indujo, me sedujo a escribir. A ella le debo esta pasión por la escritura. Siendo una niña que apenas escribía, mi madre me regalaba diarios para que escribiera lo que quisiera. No era una terapia, es claro. Era una forma de enseñarme a valorar la verdad, a apreciar las palabras, a amar la escritura y con ella el arte, la belleza. Mi madre era amante de la música, del cine y de la literatura. Y eso lo heredé para dicha mía. Tanto que mi vida con los años fue copada por completo por la literatura. Quería ser una escritora reconocida, importante, triunfadora. Una gran poetisa. Años después, cuando ya lo era, le escribí a mi madre, a quien amaba tanto: “soy escritora y sólo quiero escribir”.
“Cuánto me gustaría creer en la ternura:
El rostro de la efigie, suavizado por las velas,
Inclinado hacia mí, en particular, sus tiernos ojos.”
He dicho que me enamoré de la muerte y es cierto. Tenía amor en mi familia, mi madre y mi hermano ocupaban un lugar privilegiado en mi corazón. Pero sentía que algo me faltaba. Mi personalidad era cambiante, variable, impredecible. “No tengo prejuicios. / Todo lo que veo lo trago de inmediato / tal y como es, sin la turbiedad del amor o la antipatía. / No soy cruel, sólo veraz”. Era inteligente y sensible, en extremo diría yo. Pero hubo momentos en que la depresión, los desequilibrios psíquicos y mis soledades eran insoportables. Siendo adolescente mi personalidad arrolladora, alegre, emprendedora, que todos reconocían, también lidió con depresiones y angustias que me llevaron a los límites de la muerte. Mi madre sufrió mucho. A los diecinueve años fue mi primer intento de suicidio. Ingerí no sé cuántas pastillas para acabar con mi vida. No lo logré. Mi tratamiento psiquiátrico fue acompañado con electrochoques. Fue terrible. “Madre, eres la única boca / de quien yo sería lengua. Madre de la otredad / cómeme”. El dolor no estaba en el intento de suicidio, sino en la recuperación. Pero salí adelante. Aún así la muerte me rondó siempre, hasta que di con ella. “¡Nunca saldré de aquí! Ahora soy dos personas: / esta nueva, absolutamente blanca, y la antigua, la amarilla, / y la blanca es, sin duda, superior”.
“Yo no te llamé.
Yo no te llamé, en modo alguno.
No obstante, no obstante,
Navegaste hacia mí por el mar,
Gruesa y roja, placentera
que paraliza el pataleo de los enamorados.
Luz de cobra
que exprime el aliento de las campanas de sangre
de la fucsia. Yo no podía tomar aliento,
muerta y sin dinero.”
En mi adolescencia, mi valentía, mi sinceridad y mis capacidades intelectuales me valieron muchos premios literarios, y una que otra beca, algunas más importantes que otras. ¡Cómo me gustaba ganar todo! Ganaba concursos, premios, reconocimientos. Me publicaban poemas en revistas. Mi presente era maravilloso y mi madre estaba muy feliz. Me sentía orgullosa, alegre y capaz de todo. Pero mi soledad ya era algo que no podía abandonar, era mi compañera: me gustaba estar sola, sin chicos a mi lado. Privilegié el estudio a las reuniones sociales. Era extraña, lo sé.
“Es un corazón,
este holocausto por el que camino
Oh niño mimado que el mundo matará y se comerá”.
Puedo decir que mi soledad me gustaba mucho. De ahí derivaban también mis depresiones reiteradas y las crisis que tantas angustias a mi madre causaban. Es difícil ser sensible en esta vida. Es un problema ser sensible y al tiempo dejarse llevar por los sentimientos, por las emociones. Sentía en mí un naufragio, una desolación que así como era problemática pues mis depresiones no las podía controlar, me permitían escribir en la forma en la que yo escribía. Mi poesía describe la sensibilidad de la mujer. Sólo escribo lo que siento. Y vaya que sí sentía. No lo digo con petulancia pero sí con orgullo: no creo que haya otra poetisa como yo.
“Soy una carta en la rendija:
Voy volando hacia un nombre y dos ojos.”
Mi formación literaria la pasé becada en el Smith College, en Cambridge, Massachusetts. Poco se sabe de mis influencias literarias, pues mi vida aún sigue siendo un misterio. Pero también porque pocas influencias literarias tengo. Una gran pista para saber de mí es la tesis sobre Dostoievsky que presenté y que tuvo gran reconocimiento. ¡Qué alegría me dio hacerla! Dostoievksy, como saben, escribe sobre la crisis de identidad, sobre los valores que construyen nuestra personalidad y las luchas subjetivas que dan los individuos para ser lo que quieren ser. Yo me identificaba algo con sus personajes, con sus conflictos entre idealistas y realistas. ¿Quién soy yo?, esa es acaso la pregunta que puede definir toda mi poesía. En algunos poemas queda más evidente este punto, en otros no tanto. Pero ese es el reto de mis lectores: escuchar la voz de la mujer que siempre dice “yo”. Toda mi poesía es biográfica, por eso es difícil entenderla. No busquen entenderla, sólo siéntanla. “Me apoyo en ti, inerte como un fósil. Dime que estoy aquí”. ¿Acaso ustedes conocen lo que es ser mujer?
“Sobre tu cuerpo las nubes pasan
Altas, altas, y heladas
y un poco planas, como si
flotaran sobre un cristal que fuera invisible.
No como cisnes:
sin ningún reflejo;
no como tú:
sin reserva ninguna.
Frescas y azules. No como tú…”
Mis poemas pues dicen lo que soy, lo que siento, lo que pienso. Soy una mujer inquieta por saber quién soy; una mujer que deja algo de su identidad en los versos tristes, solitarios, amorosos, angustiantes, soñadores que todos ustedes han leído y uno que otro han aprendido. Sé que no es fácil leerme, por mi forma de escritura, por mis referencias, por mi simbolismo, por mi lenguaje. Es extraño, lo sé. Pero así sentía las cosas, así llegaban a mí en esas horas en las que mis poemas salían, hoy pienso, tan sencillos. Tanto, pero tanto, que un día, y obsérvese mi franqueza, un día a mi madre le dije en una de las más de seiscientas cartas que guardó de mí: “soy una escritora…soy una escritora genial; sé que lo llevo dentro de mí. Estoy escribiendo los mejores poemas de mi vida; llevarán mi nombre a la fama”. No me equivoqué, ¿cierto?
“Ahora estoy callada, con el odio
hasta la barbilla,
espeso, espeso.
No hablo. Estoy empaquetando las duras patatas como si fueran ropa de vestir,
estoy empaquetando a los niños,
estoy empaquetando a los gatos enfermos.
Oh recipiente de ácido,
es el amor de lo que estás llena. Sabes a quién odias”.
Siempre me consideré una gran escritora y lo digo sin arrogancia, sin superioridad alguna, pues sabía muy bien qué podía hacer. Sabía que era gran escritora no sólo cuando ya era reconocida en Londres, lugar en el que viví mis últimos años, sino cuando estaba estudiando literatura en Estados Unidos. ¡Me hubiera ganado el Nobel! Pero no sé si en verdad quería eso. ¿Qué quería yo? Lo que sí sé es que podía dar mucho: mi poesía estaba cada año mejor aunque mi vida fuera cada vez más dolorosa, más solitaria. Mi poesía mejoraba con los meses y mi vida privada, familiar, se hundía en el fracaso, en la soledad. Por lo menos en esos últimos años de mi vida. Fue el precio que pagué por la fama. Ese era mi sino, ahora lo sé. ¡Cuánto sufrí! Y sufrí por amor.
“Yo me quedo quieta.
La escarcha fabrica una flor,
el rocío fabrica una estrella,
la campana de muerte,
la campana de muerte.
La suerte de alguien está echada”.
A los cuatro meses de conocerlo me casé con él. Un día, ahora lo recuerdo, le dije a mi madre que mi anhelo cuando estudiaba en Smith College era encontrar un hombre “sensible”, incluso poeta. Ese era mi sueño y mi más grande deseo. Hasta que la vida, que tan bien se portó con mis sueños, hizo lo suyo y hallé a Ted Hughes. Como he dicho, fue un flechazo a primera vista: a los cuatro meses me casé con él. Era 1956 y yo estaba en Inglaterra pues para dicha mía había ganado otra beca. “Soy demasiado pura para ti y para todos, / Tu cuerpo / me hiere como un Dios hiere el mundo. Soy un farol: / mi cabeza una luna; mi cutis brumoso de oro, / infinitamente delicado e infinitamente costoso.” Yo ya sabía de él y él de mí; pero él era más conocido que yo, lo confieso. Era un señor poeta, yo apenas si me abría paso en el mundo literario. Y más en Inglaterra.
“¿Te es imposible dejar que las cosas sigan su curso hasta el final?
¿Tienes que estampar en púrpura cada pieza?
¿Tienes que matar todo lo que puedes?
Hay una cosa que deseo hoy, y tú eres el único que puede dármela.”
¡Creí que me iba a morir de felicidad! Cuántas veces no le escribí a mi madre que era muy feliz: “nunca he sido tan feliz”. Y lo era. Los primeros meses, los primeros años, todo fue como un sueño cumplido. Ted escribía poemas y yo también. Sólo que él era más constante pues mi vida con él era la del ama de casa que escribe en sus ratos libres, casi siempre de madrugada. Mi vida como esposa y luego como madre llenó mis días con sus noches, y mi labor literaria no era tan visible, lo digo sin remordimiento alguno. Pero qué importaba: lo que quería lo tenía: un esposo amoroso, sincero, ¡poeta!; unos hijos tan hermosos que mi vida era de fantasía. Sentí que mi vida se realizaba. “¿Hay algo tan real como el grito de un niño?” ¡La vida era maravillosa!
“Dios mío, ¿qué soy yo
para que esa bocas tardías se abran a gritos
en un bosque de escarcha, en un amanecer de flores de trigal?”
Sólo fue hasta 1960 cuando se publica mi primer libro. The Colossus and Other Poems, reúne mis poemas hasta esa fecha. En verdad, poco publiqué. No era una escritora compulsiva y como he dicho, mi vida familiar llenaba mis dedicaciones. The Bell Jar, publicada en 1963, fue mi única novela. Es autobiográfica. Ahí narro mis años de adolescencia y hasta mi intento de suicidio. Esa soy yo; es el libro que más me identifica. “Mi mente es una roca / sin dedos para agarrar, sin lenguas; / mi Dios, el pulmón de acero”. Fueron dos libros publicados en vida; poco, lo sé. Mi fama, mi reconocimiento, mi trascendencia en el mundo inglés y americano sobrevino después de mi muerte. Sobrevino con los poemas que escribí entre 1962 y 1963. Justo cuando mi matrimonio se arruinaba y mi vida era un encierro en el que no me reconocía y en la que no me hallaba libre. La vida de la mujer no es fácil. “Espero y sufro. / Creo que me he ido recuperando. Hay mucho que hacer”.
“En mí vive un grito.
Por la noche aletea,
Buscando, con sus garras, un objeto de amor.
Me aterroriza el algo oscuro
que duerme en mi interior;
percibo durante todo el día sus gritos blandos y plumosos, su malignidad.
Las nubes pasan y se dispersan.
¿Son ésas las caras del amor, esas pálidas irrecuperables?
¿Por eso me inquieto el corazón?”
Un día de los tantos que pasé triste y depresiva, ya en la crisis matrimonial, le escribí a mi madre: “Me siento más desolada que nunca…necesito una persona querida a mi lado…alguien que me proteja”. Mi matrimonio se acababa y mi madre estaba en América y yo en Londres inconsolable y perdida en mi dolor. “El corazón se cierra, / el mar se desliza en retirada, / los espejos están amortajados”. Ted, mi esposo, me había engañado con Assia Gutman, a la que conocí en mala hora. Y me dejó, sin importarle los hijos que teníamos, para irse con ella. Ahí conocí los celos; nunca había sentido tal desespero. “La perfección es espantosa: no puede tener hijos”. Abandonada y con dos hijos mi vida era un desastre indescifrable. “De nuevo me encuentro a mí misma. / No soy una sombra / aunque hay una sombra que comienza a surgir desde mis pies. / Soy una esposa”.
“Conozco el fondo, dice. Lo conozco gracias a mi larga nariz maestra: es lo que te temes.
Yo no lo temo: ya lo he visitado.
¿Es el mar lo que oyes en mí,
sus insatisfacciones?
¿O esa voz de nada que fue tu locura?
El amor es una sombra.
Cómo mientes y lloras en su pos.
Escucha: ése es el ruido de sus cascos; se fue, como un caballo.”
La crisis matrimonial inició en 1962, al año siguiente nos separamos. Yo me quedé con mis dos hijos: Frieda Rebecca que nació en 1960 y Nicholas Farrar que nace 1962. Pasé de la felicidad al dolor, de la compañía a la soledad, de la esperanza a la derrota. Fue por esas fechas tristes que mis poemas florecieron entre el amor y la soledad. Tenían algo que los hacía distintos, por eso léanlos bien. “El flujo de la sangre es el flujo del amor, / el sacrificio absoluto. / Significa: nunca más un ídolo que no sea yo, / yo y tú”. Mis poemas llevan el sello de mis sentimientos. “La mujer alcanzó la perfección. / Su cuerpo / muerto muestra la sonrisa de realización”. La crisis familiar me movió a escribirlos así. Y quedaron para ser leídos tal cual como yo los había sentido hasta sufrirlos. Los parí con dolor, y no es una frase. “Y la mente como un anillo / que va estrechándose hacia algún pensamiento súbito, / que me oprime a su vez hasta la muerte”. Le describí a mi madre esos momentos de creación: “Cada mañana alrededor de las cinco, cuando se disipa el efecto del somnífero, ya estoy en mi estudio tomando café y escribiendo como una loca, antes del desayuno. Todos para libros. Cosas increíbles, como si la vida doméstica me hubiese estado agotando”. A mi madre le confesaba todo, y no sólo le escribí una vez sino varias veces mi técnica de escritura: “Soy bastante famosa aquí y ahora escribo desde que amanece hasta que se despiertan los niños; un poema diario, y son imponentes”. Mi madre, cuánto la amé.
“Ahora que me he perdido a mí misma, estoy harta de equipajes…
Mi maletín de charol, como un pastillero negro;
mi marido y mi hija, que me sonríen desde la foto familiar;
sus sonrisas se me enganchan a la piel, sonrientes anzuelitos.
He dejado las cosas correr; carguero con treinta años a cuestas,
que testarudamente se aferra a mi nombre y dirección.
Me han hecho un lavado de asociaciones afectivas”
El somnífero era para poder dormir, para tranquilizarme. En vida varias veces estaba en tratamiento médico o psiquiátrico. No era que estuviera loca, era una forma de terapia que me acompañó en los momentos más dramáticos de mi existencia: “¿Dónde escondes tu vida?”. Y más, mucho más, con la crisis de mi matrimonio en 1962. Mi drama personal comenzó en 1961 cuando pierdo mi segundo hijo en un aborto inesperado. Al año siguiente nació mi segundo hijo. Y luego empieza mi vida a derrumbarse. “Palabras secas y sin jinete, / el ruido infatigable de los cascos. / Mientras, / desde el fondo del estanque, fijas estrellas / rigen una vida”. En octubre de 1962 fue la separación definitiva. Y de esa época datan los poemas que años después mi esposo publicará: Ariel. Poemas que llevan el trasfondo de mi drama personal como mujer, como esposa, como escritora. Porque fundamentalmente he sido eso: una mujer que escribe. Una escritora que describe la vida de la mujer moderna. “Sobrevivo ese rato, / poniendo en orden la mañana. / Estos son mis dedos, éste es mi hijo recién nacido.” ¿Cuál es nuestra identidad? ¿Qué es ser mujer? ¿Cuál es el sentimiento femenino? ¿Qué es ser hija, madre, esposa? Todo ello está en mi poesía, en la poesía de aquellos años finales y para mí definitivos. La muerte también está, así como el amor. “La eternidad me aburre, / nunca la he deseado.”
“Pronto, pronto, la carne
que devoró la tétrica caverna
en mí estará a sus anchas
Y seré una mujer que sonríe.
No tengo más que treinta años.
Y al igual que los gatos, siete ocasiones para morir.”
“¡Es tan hermoso no tener ataduras! /Soy solitaria como la hierba. ¿Qué es lo que echo de menos? / ¿Lo hallaré alguna vez, sea lo que sea?”. Mi vida se pasó queriendo responder esas preguntas. Siempre estuvieron presentes. Cuando tenía dieciséis años, en 1949, escribí en mi diario: “Llegará el día en que tendré que enfrentarme a mí misma”. Y ese día llegó, llegó como llegan las noticias que sólo se dicen una vez. Era el 11 de febrero de 1963. Esa mañana preparé el desayuno, se lo llevé a mis dos pequeños hijos a su habitación, aún dormían; la niñera no había llegado y mi casa estaba sin energía eléctrica, pero con un frío insoportable. Luego de prepararles el desayuno a mis queridos hijos y llevárselos me encerré en la cocina, metí mi cabeza dentro del horno y abrí el gas. “Y no hay un final, no se termina. / Nunca maduraré”. Tenía treinta años. Mi matrimonio se había echado a perder, me encontraba sola, sin dinero, desesperada y con una depresión que pudo conmigo. Dejé unos cuantos poemas sin publicar y dos hermosos niños apenas aprendiendo a caminar. “Mi paisaje es una mano sin líneas, / los caminos se intrincaron en un nudo, / el nudo soy yo misma”. Sí, como lo escribí en ese mismo diario cuando desee ser la chica que quería ser Dios: “Me asusta hacerme mayor…Quiero ser libre…Quiero ser omnisciente…Soy poderosa, pero ¿hasta qué punto?”.
Fui Sylvia Plath (1932-1963), nací en Boston y morí en Londres. Esta fue mi historia, la historia de una escritora, pero, sobre todo, la historia de una mujer que escribe. “Fabrico una muerte”. Mi poesía soy yo. En ella existo y en ella muero.
Morir
es un arte, como todo.
Yo lo hago excepcionalmente bien.
Tan bien, que parece un infierno.
Tan bien, que parece de veras.
Supongo que cabría hablar de vocación.
Es bastante fácil hacerlo en una celda.
Es bastante fácil hacerlo, y quedarse esperando.
miércoles, 16 de julio de 2008
martes, 17 de junio de 2008
FERNANDO VALLEJO, EL GRAMÁTICO
A Miguel Ángel
“Vengo a expresar mi desazón suprema
Y a perpetuarme en la virtud del canto.
(…)
¡Sé digna de este horror y de esta nada,
Y activa y valerosa, oh alma mía!
(…)
La vida es mi enemigo violento,
y el amor mi enemigo sanguinario.”
PORFIRIO BARBA-JACOB. Acuarimántima
“He vivido a la desesperada”
Murió hace diez años, según cuenta él mismo. Estudió música en su niñez y juventud. Mozart fue su autor predilecto, el piano y el violín, sus instrumentos; dicen quienes lo escucharon que tocaba muy bien. Pero dejó la música clásica pues queriendo ser compositor no se limitó a repetir lo que otros componían. Quería ser original, pero no tenía oído musical: “no tenía música en el alma”. Así que se dedicó al cine. Viajó a Italia a estudiar su nueva pasión. Dirigió tres largometrajes salidos de la nada con poco o ningún reconocimiento, pero al final decidió que el cine es un “arte menor” comparado con la literatura, y también lo dejó. Estudió como profesión filosofía pero alejándose de la teología, que con los años despreciará al máximo, decidió graduarse de biólogo, y fue científico. De la filosofía le quedaron las enseñanzas de Martin Heidegger y Heráclito, de la ciencia su inclinación a la verdad. Su destino era otro, y se inclinó por la literatura, “uno saca la literatura de uno mismo”: ni músico, ni director de cine, ni biólogo. Literato y más que todo un gramático defensor del idioma. Un alma libre, anárquica y con “desazón suprema”. Lo dice la Canción de la soledad de Porfirio Barba-Jacob: “¡Alma mía, qué cosa tan vana!”.
“Yo pienso que el gran idioma literario es la lengua escrita con sus procedimientos y vocabulario enormes, pero vivificada por el habla. Y uno puede vivificar este idioma español, común a todos los hispanohablantes, con el idioma regional. Yo creo que ese es el eje de la gran literatura. Ese fue el cálculo que yo me hice”.
Fue su propio maestro: tuvo que aprender a escribir por sí mismo. “Nadie enseña lo que no sabe”. Consumado lector en su juventud, leyó cuanto pudo: novelas más que todo. Pero descubrió una de tantas verdades: “todos los libros en lengua española están muy mal escritos. La mayoría de los escritores de este idioma no saben escribir”. Una cosa es leer y muy otra escribir, es cierto: "hoy nadie sabe qué es eso de leer"; la lección no puede ser otra: “para dominar un libro hay que acostarse con él”. Por eso cuando se decidió por el camino de las letras una verdad lo sobrecogió: no sabía cómo escribir. Investigó, pensó y escribió, y el resultado fue un libro único de cuatrocientas páginas: Logoi. Una gramática del lenguaje literario. Ni los premios nobeles de literatura escriben algo así pues ellos no revelan cómo aprendieron a escribir. Un repaso gramatical desde Homero hasta Proust y muchos otros: Voltaire, Valéry, Stendhal, Maupassant, Borges, D´Annunzio, Conrad, Brancati, Reyes, Bécquer. Muchos; demasiados para aquel novel literato que no sabía escribir y donde, como él lo dice, ni en la facultad de filosofía le enseñaron ese arte.
“El gran principio de la literatura tiene que ser el de la verdad y hay que decir las cosas con toda la fuerza: lo que es verdad es verdad y no hay para qué mentir ni hacer líos de personajes, ciudades, acciones como hace la novela de tercera persona”.
Logoi fue hecho para aprender a escribir la biografía de un poeta, un poeta maldito, muy colombiano él. Diez años de investigaciones por varios países de América Latina, encerrado en las bibliotecas, hemerotecas, periódicos y visitando ciudades del Caribe, del trópico, de la costa; gente y más gente de aquí y de allá pasó por su registro; incluso algunos fueron entrevistados pocas semanas antes de morir y cuando la desmemoria ya era mucha. Todo, sin querer, lo llevó a ser el hombre que más conocía la vida y la obra del poeta Porfirio Barba-Jacob, muerto cuatro décadas atrás en un cuchitril de mala vida en Ciudad de México. Barba-Jacob, el mensajero, fue el resultado final de la investigación: cuatrocientas páginas de datos, anécdotas, sufrimientos, pobrezas, reconocimientos y mucha vitalidad expresada en poemas y párrafos extensos. No puede el lector apasionado dejar de sentirse identificado con las aventuras del último poeta maldito y más que todo con el amor del biógrafo hacia el biografiado. La biografía novelada creada a partir de la vida de este poeta, hoy olvidado, parece pues prolongación de su Canción delirante:
“Nosotros somos los delirantes,
los delirantes de la pasión:
ved nuestras vagas huellas errantes,
y en nuestras manos febricitantes
rojas piltrafas de corazón”.
Sin embargo, nuestro autor, Fernando Vallejo, no se sintió identificado con lo que hizo y lo redacto de nuevo. Una década después bajo el título de El mensajero Vallejo volvía a sus andanzas con Barba-Jacob, marihuano y homosexual, expulsado de varios países y admirado en otros tantos. Uno y otro son dos libros distintos. Éste último es más corto que aquél, pero es más novelado: el autor va “camino de la muerte”, según dice. Hay más de Vallejo que del poeta en un discurso en primera persona exquisitamente apasionado y entrelazado con el personaje. Una novela biográfica o biografía novelada. Tanto el primero como el segundo de los libros sobre el poeta de Aretal, el hombre que parecía un caballo, fueron hechos con dos géneros literarios distintos, pero que para el biógrafo que escribe sobre el poeta en cuestión, son, en ese momento, uno solo: la biografía debe identificarse con el personaje.
“Mis libros son libros en los que el amor desempeña una función muy importante: amor por los animales, por mi familia y por mis amigos. Aunque, también, demasiado amor empalaga, por eso la importancia de la violencia”.
Vallejo no sólo escribió dos biografías sobre el bardo antioqueño, cuyo nombre de pila era Miguel Ángel Osorio. También contribuyó a sacar de las marchitas páginas de periódicos antiguos y de papeles personales olvidados y refundidos, perdidos por doquier, una prolija literatura sobre el maldito Barba-Jacob: un libro con su poesía completa y otro con las 90 cartas que se conservan del tiempo miserable que todo lo borra. A fuer de investigar dos libros: Poesía completa y Cartas de Barba-Jacob.
A ese primer ejercicio de mezcolanza y de insubordinación de géneros literarios, Vallejo le dedicará otro ejemplar tiempo después, Chapolas negras. Más que la vida, lo que se registra en esta obra es la muerte del poeta modernista José Asunción Silva, quien se disparó un tiro en el corazón cuando contaba los 30 años; suicidio por las deudas impagables contraídas aquí y allá: “Dios no existe. Existe el crédito. Dios es el crédito”. En esta también biografía novelada, sobre un poeta maldito excomulgado llamado Asunción, el apasionamiento se gana a favor del biógrafo en aras de hacerla más vivencial para el lector, puesto que del poeta, más de un siglo de desaparecido, no se tiene mayor información: ni obras sin publicar, ni poemas sin encontrar, ni aventuras fabulosas, ni hombres o mujeres que hablan de su vida trashumante, salvo casos únicos, como fue el caso de Barba-Jacob. Así que el soporte y las fuentes del biógrafo, en su mayoría, fueron otras publicaciones, algunos relatos personales y el libro de contabilidad del poeta, autor de Nocturno:
“Una noche,
Una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de alas
Una noche
En que ardían en la sombra nupcial y húmeda las luciérnagas fantásticas,
A mi lado, lentamente, contra mí ceñida toda,
Muda y pálida
Como si un presentimiento de amarguras infinitas,
Hasta el más secreto fondo de tus fibras te agitara…”
Pero como siempre: a Vallejo no le gustó lo que escribió y abandonó el género por él recreado, la biografía novelada. Atrás quedó su innovación en el campo de la gramática rebelde sobre poetas malditos, homosexual uno y suicida el otro; marihuano aquél y éste último dizque con relaciones incestuosas. Según dijo, no quedó conforme con los libros sobre Barba-Jacob y menos con el de Silva, los dos poetas más grandes de Colombia, país de gramáticos y de presidentes que también eran gramáticos. Hoy la biografía novelada o la novela biográfica es sólo un recuerdo para Vallejo. Acaso, este género en prosa, sea lo mejor de su obra, para los lectores que aprecian a aquel que enseña a escribir lo que no cualquiera enseña, al tiempo que investiga y hurga en la historia, modificando la lógica del discurso y la lógica del tiempo.
“Escribo para olvidar”
Luego de su paso experimental por las biografías, en tres volúmenes y con dos poetas muertos trágicamente y vidas ídem, nuestro autor sólo contará lo que ve, lo que escucha, lo que siente. Más realista, más verídico, más cotidiano. No el verso, sino la prosa. No la biografía, sino la novela. No la vida de los otros, sino la de él. No otro tiempo, sino el presente. Enseña a escribir olvidando lo vivido: no sólo comunica al lector su gramática, sino que quiere olvidar enseñando el arte de escribir: ¡ qué maravilla! Se muestra así mismo. “La palabra no es artificiosa, la palabra está íntimamente ligada a lo que es el ser humano”. Y por eso la palabra es lo propio del hombre:
“Yo no sería capaz de ponerme en un libro. Porque soy demasiado caótico, y enredado, y contradictorio, y no me puedo apresar en palabras. Yo no tengo más que dos causas en mi vida: la defensa de los animales y el amor por la lengua española. Siempre he buscado escribir en un español correcto, sin los descuidos de casi toda la gente que escribe en español”.
Las cinco novelas contenidas en El rio del tiempo son autobiografías parciales del autor que cuenta la historia de su vida y la vida de su historia en un personaje. En cada una de ellas hay un narrador que se mira a sí mismo desde su niñez, adolescencia, juventud, adultez . Es un narrador en primera persona nostálgico, sensible, solitario y muy vivencial: con sus hermanos, con su abuela, con sus muchachos, con sus recuerdos, con sus animales. El narrador se llama Fernando pero no es Fernando Vallejo. El rio del tiempo son cinco novelas autobiográficas: hay ficción y realidad, así como hombres y mujeres que hablan de sí mismos (más hombres que mujeres, es claro). “Yo no sé cuánto hay de verdad o de mentira en mis libros”. Sin embargo, la literatura debe basarse en lo real, sabiendo antes que “el desafío de la literatura es mentir sin que nos demos cuenta”.
“El narrador que hice en los libros míos es un loco para muchos. Decidí hacerlo excesivo, exagerado, contradictorio. Hice de él una subjetividad rabiosa, contraria a la objetividad del resto. Habla con exabruptos y en un lenguaje que parece local. Tiene un toque de locura. A pesar de su disidencia, mi narrador es sincero. Yo nunca he pretendido ser ni políticamente correcto ni objetivo. Siempre he visto, dicho o escrito la realidad desde mi perspectiva. Aunque no suelo sostener mis ideas con mi personaje a veces sí lo hago”.
Fernando cuenta su niñez en Medellín, sus primeras inclinaciones sexuales, su apego al padre, sus vacaciones en la finca de la abuela, sus viajes a Italia y a México, sus opiniones sobre la vida, los papas y los presidentes. Fernando es un hombre que se está muriendo, y lo que le pide a la vida es que se acabe, que no vuelva. Fernando es un recuerdo, un hombre que escribe sobre sí mismo y sólo lo que él ha sentido. Y a partir del sufrimiento y el olvido experimentado cuando sabe que la vida no tiene sentido: “El sentido del hombre en la vida es ninguno”. Es también un personaje más como personajes han sido y son sus familiares, sus amigos y sus amores. La vida de Fernando es terrible puesto que la vida en sí misma lo es. “He escrito libros que muestran que la vida es terrible en la mejor de las circunstancias, con dinero, con salud, con educación”.
Vallejo novela la vida de Fernando siendo que éste, el gramático en primera persona que estará en sus últimos trabajos, es un personaje de novela, de novela autobiográfica creado por aquél. Vallejo se confunde con Fernando, y se funde en el discurso y en la vivencia por aquél recreada. Confundir el autor con el que relata la historia es el mayor hito de Vallejo como escritor de sí mismo. Y es al tiempo el mayor escándalo para el lector conservador, no acostumbrado a escuchar una voz propia. Leer a Vallejo es un reto, no requiere lectores pasivos.
“Durante los últimos doscientos años, la novela (entendiendo por novela la ficción en tercera persona) ha sido el gran género de la literatura. Ya no puede serlo más, ése es un camino recorrido, trillado, y no lleva a ninguna parte. ¿Qué originalidad hay en tomar, por ejemplo, una persona de la vida (o varias armando un híbrido) y cambiarle el nombre dizque para crear un personaje? Yo resolví hablar en nombre propio porque no me puedo meter en las mentes ajenas, al no haberse inventado todavía el lector de pensamientos; ni ando con una grabadora por los cafés y las calles y los cuartos grabando lo que dice el prójimo y metiéndome en las camas y en las conciencias ajenas para contarlo de chismoso en un libro. Balzac y Flaubert eran comadres. Todo lo que escribieron me suena a chisme. A chisme en prosa cocinera”.
El río del tiempo es una gran novela autobiográfica que en cinco ediciones vindica la vida de la infancia y la juventud al filo de la muerte. No es pues una apología a la vida, sino una alegoría sobre lo que se vivió cuando la muerte toca a la puerta. Es un discurso gramatical sobre la vida pasada: la gramática es un arte del tiempo pasado. Aquí el género literario de la novela se funde y se potencia con la autobiografía. Vallejo crea esta mezcla literaria con base en lo que ha sido la novela en tercera persona durante el siglo XIX y XX, género literario que él cuestiona a cual más. La innovación de Vallejo está en la primera persona: sólo se puede narrar lo que se ha visto, lo que se ha oído, lo que se ha vivido. Sólo se puede contar lo real y lo que ha pasado. Y el relato debe en lo posible ceñirse a lo que pasa o pasó. Realismo literario, lo llamamos.
“Yo he vivido siempre enfermo de nostalgia, pero una nostalgia incurable, porque la Colombia que yo dejé no es la de ahora. La Colombia que yo añoro es la de mi niñez y de mi juventud. Esa ya no existe, y la gran mayoría de los que me acompañaron en la vida ya se han muerto. Esa desapareció”.
La gran función de estas novelas autobiográficas no sólo está en la forma discursiva del realismo literario, sino en el cometido que tiene quien cuenta la historia de su vida: olvidar lo vivido. Sólo se puede olvidar lo que se ha vivido si lo contamos tal cual ha pasado: con todas las sensaciones, con todos los pensamientos, con todas las palabras, con todas las imprecaciones. Aquí no importa la forma tradicional de la gramática y menos los moralismos; en realidad importa el fondo: olvidar lo pasado contándolo en un presente violento. Lo que se quiere es escandalizar el presente con la verdad del protagonista, exorcizando el pasado con la mentira. En tanto que el pasado es una carga, un recuerdo que ata, una vivencia que determina y condiciona el presente, es necesario olvidarlo, dejarlo atrás. Decir la verdad. Olvidar los días azules, la infancia y los regalos de la vida; esa es la tarea del escritor que habla en primera persona. Vallejo es un gran lector que describe su alma: seductor, jocoso, grosero, exquisito. Vallejo es un músico del lenguaje escrito y un conocedor de la melodía de las palabras. O como él lo enseña: “La literatura ante todo es ritmo”. Y ese ritmo acompaña las vivencias de la infancia y los recuerdos no olvidados, en estas novelas autobiográficas como en las que le siguen. Eso recuerda al poeta José Asunción Silva:
“Infancia, valle ameno,
De calma y de frescura bendecida
Donde es suave el rayo
Del sol que abrasa el resto de la vida…”
“La vida es una desgracia”
El escándalo literario que causa su prosa es para molestar llamando la atención, para concientizar la miseria del presente, para enfadarse y burlarse con lo que se cree eterno, para dejar de ser ignorante y a cambio ser irónico, jocoso y crítico de todo y contra todo.
“Lo que yo he ido sosteniendo en los libros míos ha sido, más a mi pesar, que el viejo piensa así, así y así, para burlarme de todo. Son libros terroristas porque, a fin de cuentas, como no tengo a nada que aferrarme tengo el derecho a burlarme de todo y no hay nada de lo que no me pueda burlar. Bueno, excepto de los animales porque esto no me provoca burla sino compasión”.
La literatura que viene inmediatamente después de El rio del tiempo es la más escandalosa: el autor ha llegado a oír su propia voz, es inconfundible, los improperios se suceden unos a otros, los hijueputazos cambian el ritmo de la prosa: la vuelven más violenta, más verídica. La virgen de los sicarios, El desbarrancadero, Mi hermano el alcalde y La rambla paralela hacen la ruptura definitiva de Vallejo con el arte de la gramática tradicional. No son tales obras continuidad de las cinco novelas de El rio del tiempo, aunque tengan elementos comunes. La política del discurso sigue siendo la que ya se conocía, el narrador sigue hablando en primera persona, Medellín sigue estando en la vivencia, la infancia sigue sin ser olvidada del todo y la violencia aparece con mayor realismo. Hay pues mucho de su vida en los libros, así como fantasía y crítica implacable a las doctrinas religiosas, políticas y psicoanalíticas:
“El "yo" que hice en los libros míos es un loco. Resolví hacerlo excesivo, exagerado. Habla con exabruptos, es contradictorio. Decidí darle un toque de locura y de una subjetividad rabiosa, contraria a la objetividad que pretende todo el mundo. Todo el mundo pretende ser bien objetivo. Y últimamente, políticamente correcto. Yo nunca he pretendido ser ni políticamente correcto ni objetivo. Siempre he dicho la realidad desde los ojos míos. Digamos... la individualidad rabiosa. No sostengo mis ideas con mi personaje. Aunque a veces sí: si la gran verdad es que el autor no puede sostener sus ideas en la ficción, entonces por molestar...”
Ahora el acento criminal de la violencia adquiere connotaciones catastróficas y rabiosas en una forma de diatriba: todos estamos implicados. La vida no vale nada. El ser humano ha llegado al desprecio máximo: el sufrimiento y la crueldad no se detienen. El odio es parte de lo colectivo. La pasión está en matar. La mentira es cosa de todos los días: se odia, se mata, se engaña. Colombia es asesina. Colombia es la muerte. Y se cuenta por millones: sicarios y asesinos, guerreros y más guerreros. Y muertos, desde los años cuarenta, cincuenta, hasta el presente: del machete a la pistola. Adiós realismo mágico, bienvenido realismo político. Todos somos culpables, por haber nacido acá, por aceptar el sufrimiento y el odio; y no sólo por eso: porque nos seguimos reproduciendo. Dar vida es un crimen, dice Vallejo. La sexualidad no está para la reproducción sino para el disfrute y la homosexualidad es también una normalidad humana. La familia no es ya una institución válida. El psicoanálisis quedó atrás: ¡en la mierda!
“Yo a Colombia la quiero mucho y mientras más me acerco a la muerte más la quiero. Y su derrumbe, y su desplome, y su desintegración se suman a los míos”.
En La rambla paralela el narrador finalmente muere: sus recuerdos dejan de existir. La nostalgia confirma que la vida no vale la pena y que su pasado ha sido borrado para siempre. A propósito de los incontables muertos en sus novelas, Vallejo afirma: “Todos los muertos que allí aparecen los maté yo en mi corazón”. Fueron para olvidar, para dejar atrás la nostalgia de la infancia y la juventud. No es esta la mejor obra de Vallejo, pero es la que cierra el ciclo del realismo literario; cierra con ello el discurso del narrador en primera persona y de una vida que se entrega a la muerte, en una novela autobiográfica que muere con el recuerdo de la abuela. Hay en esta obra una diferencia frente a todas las anteriores: el coqueteo entre la primera y la tercera persona que se explaya en largos diálogos circunscritos a la identidad del personaje principal en Barcelona.
Vallejo a través de Fernando también cuenta la vida de sus hermanos. Hay pues una prolongación de su amor familiar casi maternal hacia estos seres. Un reconocimiento a ellos, antes de morir y cuando mueren. La muerte, que ha rondado al autor, es la constante en estas obras, sus dos hermanos son ejemplo de ello: uno se suicida y el otro muere de sida. La muerte es un tema reiterativo en la literatura del prosista colombiano. Es el caso de Mi hermano el alcalde y El desbarrancadero. En Mi hermano el alcalde el discurso es político en su gran mayoría. Es la imposibilidad de cambiar las cosas y de vivir de modo distinto en un pueblo llamado Támesis, Antioquia. La tozudez se impone a descredito de todo lo existente en un país que ya no es políticamente correcto y donde la muerte es cosa recurrente. Esta obra es una novela autobiográfica en forma de sátira, jocosa y mordaz, pero no tiene la contundencia de otras y menos la violencia verbal que le conocemos al autor. Lo que prima en su forma discursiva es la primera persona del narrador y extensos diálogos, circunloquios o diatribas.
“Yo estuve muchas veces al borde de matarme; no soportaba tantas locuras, tantas cosas”.
Capitulo aparte merecen dos obras significativas del mismo autor: La virgen de los sicarios y El desbarrancadero. En ambas hay una continuidad argumental, expositiva y gramatical muy bien logradas: con drama y aventuras trágicas casi épicas. Son pequeñas obras maestras en el lenguaje literario de la novela autobiográfica. Por eso podemos decir que El desbarrancadero es la continuidad de La virgen de los sicarios. Aunque en aquélla se aluda a la muerte del padre y del hermano, acompañada de madrazos a la madre y al país, es cierto que ésta última también lidia con el tema de la guerra, de la muerte y la historia del odio en Medellín y Colombia. En una no se quiere la muerte de los familiares, en la otra la muerte es necesaria: hay que atajar el odio. En ambas está el mismo narrador, Fernando; en ambas está un lenguaje de imprecación y denuncia; en ambas está el realismo literario que se acompaña del realismo político; en ambas está Vallejo y se nota su maestría discursiva en los exabruptos.
Cuenta el autor que es una tragedia la vida en Colombia. Un drama de no acabar. La muerte es la verdadera cara de la vida, en este país, como también en otras partes. La desolación y la soledad extrema, sazonada con dosis de amor explícito e implícito hacen las delicias de una lectura sin moralismos y sin prejuicios. Vallejo es un autor para librepensadores y el reto de éstos es leerse ellos mismos en Vallejo. En estas dos últimas obras que glosamos ese reto literario es evidente; es lo que no se entiende por parte de muchos lectores. El país como los protagonistas se van al barranco y con ellos también lo que somos y lo que queremos ser, incluso el idioma, escrito y hablado, refleja el desbarrancadero. Nuestro autor se mira a sí mismo y mira al país desde esta óptica, país en el que le tocó en suerte nacer, crecer y morir. La autobiografía de Vallejo y su derrumbe mortal es la misma de la madre que lo parió, Colombia. Sus obras no dejan posibilidad al silencio, sino a las pasiones, a la rabia, a la maledicencia, a la desazón: “me divierte hacer rabiar a la gente”.
“La sinceridad puede ser demoledora”
“Todo, todo se puede medir. ¿Por qué no habremos de medir entonces la impostura, la maliciosa capacidad de mentir del ser humano que es su esencia?”.
La frase sacada de Manualito de impustorología física nos revela el espíritu de crítica que anida en Vallejo. Debate científico en el que se ha embarcado de tiempo atrás; investigaciones hechas para sí mismo y para matar el tiempo escribiendo. Sus distintos ensayos científicos dan cuentas de esa impusturología y no sólo sus novelas autobiográficas. Vallejo es un autor polifacético y polémico, se ha dicho. Es un autor que debate con filósofos y teóricos, con la física, con la biología, con la teología, con la historia, con la gramática, con el marxismo, con el psicoanálisis. Cuestiona gramaticalmente la novela y va más allá, al campo de las ciencias sociales y naturales. Recordemos que es biólogo de profesión y antiteólogo por convicción. Es decir, un científico literato. De ahí que todo su discurso literario gira sobre la verdad y la mentira, sobre la vida y la muerte. Sobre el dolor y el sufrimiento:
“No puede ser feliz quien no es egoísta. Si estás rodeado de un mundo de dolor y no lo quieres ver, puedes ser feliz. Si lo vez, no puedes serlo”.
La mentira es una posición permanente. Mienten no sólo los presidentes y los papas, también los científicos y los novelistas. La mentira es una rutina discursiva de todos los hombres. Y ante ella y contra ella el literato dirige sus baterías. Su política discursiva es a favor de la verdad, del debate, de la polémica y del realismo; siempre decir su verdad, lo que piensa: “La palabra es el ser humano”. Sólo ser uno mismo en lo escrito y en lo hablado: “uno es como habla”. Vallejo investiga y escribe, y sus ensayos de biología y física están para demostrarlo. Manualito de impustorología se acompaña de La tautología darwinista y otros ensayos de biología, en los que la ciencia sale al ruedo. Darwin, Newton, Einstein, mienten y han mentido, según el autor. Y no sólo ellos, también la iglesia, los papas y la teología cristiana. La puta de babilonia es su último ensayo, el más polémico de todos, en lo histórico y en lo gramatical. Es un texto antiteológico, porque como él mismo lo reconoce: “yo conozco el monstruo por dentro”:
“La ramera de las rameras, la meretriz de las meretrices, la puta de Babilonia, la impune bimilenaria tiene cuentas pendientes conmigo desde mi infancia y aquí se las voy a cobrar”.
Y el cobro no es otro que un ensayo histórico en tres idiomas: castellano, griego y latín. El autor se apoya para su crítica en textos bíblicos oficiales y no oficiales, ensayos históricos, hechos verídicos y mucha personalidad. Si la primera crítica es la crítica a la religión, Vallejo se ha tomado toda una vida para explicar el derrumbe de la Iglesia Católica y de las religiones monoteístas de occidente. Esa gran mentira que siempre está con los poderosos, cual puta, como lo afirma hasta el cansancio.
Mentira, violencia, odio, niñez, soledad, amor, egoísmo, nostalgia, muerte: son los temas de Vallejo en sus novelas autobiográficas. Un autor realista para nada idealista, materialista y para nada ideologista. Dichos temas se acompañan de tres formas literarias publicadas en su versátil prosa: biografías, novelas y ensayos. En cada uno de ellas hay un narrador creado por el autor, hay un yo personal y hay un debate abierto: ora contra los biógrafos, ora contra los novelistas, ora contra los científicos, psicoanalistas o teólogos. Por eso, entiéndase bien, el acento discursivo de sus escritos es uno sólo: “el personaje mío es, a fin de cuentas, un gramático del idioma”. La constante discursiva de Vallejo es a partir de su personaje la denuncia, la polémica, pues dice lo que piensa, y como hemos dicho la vindicación de la palabra, la misma que registra su verdad: “El gran lenguaje del hombre es la palabra”. Vallejo es un librepensador, un prosista dionisiaco, un Hamlet del discurso. Y en tal práctica es considerado un artista o un loco. Primera canción delirante de Barba-Jacob dice así:
“Goza tu instante, goza tu locura:
todo se ciñe al ritmo del amor
y son sólo fantasmas de la vida
el bien y el mal, la sobra y el fulgor”
Un hombre que se ha hecho a sí mismo, (“mi patria es mi idioma”), que enseña a sus lectores el arte de la escritura y el respeto por el idioma, tanto el hablado como el escrito, ese es el mismo que se dedicó de tiempo completo al arte literario: “La vida mía es un vacío muy grande, que yo la llené escribiendo mucho tiempo”. Vallejo pues es un escritor posmoderno, un revolucionario del tiempo presente donde decir la verdad, su verdad, es escandalizar a los sinvergüenzas. Sus grandes temas hablan por sí solos: homosexualismo, anarquismo, ateísmo. La sociedad burguesa se escandaliza: ¡que se escandalice! Pero también está la defensa radical de los animales y su lucha contra la pobreza y la sobrepoblación: la plebe, la chusma. “¿Cómo voy a ser fascista si estoy insultando a Cristo, al Papa, a la religión cristiana, a la familia y a la procreación?”. Un hombre signado por la maldición, cronista de la devastación como se le ha llamado, lector y escritor diestro en la hábil prédica del desastre. Ha dicho que insulta a Colombia “porque la quiero”, “y porque la quiero, quiero que se acabe: para que no sufra más”. Por eso, sentencia: “soy artista de la supervivencia”. Y como artista cuestiona el idioma: “en la actualidad casi nadie puede distinguir quién escribe bien y quién escribe mal. Hay quienes creen que el idioma literario y el coloquial son lo mismo”.
También Vallejo disuelve con su crítica mordaz y castiza las instituciones burgueses más tradicionales: el matrimonio, la nación, la sexualidad, la moral. "La literatura está para molestar a los hipócritas”, ha dicho. “Yo sólo escribo la estricta verdad”, reitera una y otra vez. ¿Hasta dónde una sociedad llamada democrática acepta a Fernando Vallejo? Y en ese empeño que escandaliza a muchos hombres políticamente correctos, tartufos, los llamaría él, su tarea también ha sido deconstruir los ortodoxos géneros literarios (por ejemplo, enseñando los qués galicados y los dequeísmos), y afirmar el yo en el discurso escrito y hablado. Claro: en la literatura todo se puede, por eso por precaución: “No hay que tomar mis libros tan en serio”.
Un gramático eximio, un hábil conocedor de los géneros literarios y de las letras castellanas es nuestro autor maldito. Un melómano de la música clásica y de los boleros, los tangos y las rancheras. Un escritor anormal en un mundo considerado normal. Un prosista que enseña: “no hay más verdad que la de uno, como principio literario”. Un narrador vivencial y realista (¿qué más realista que un madrazo?); maldito para los poderes oligárquicos establecidos; pervertido, invertido o degenerado para muchos; apátrida, apóstata, hereje, malnacido para otros. Pero, en verdad, prosista como pocos, con sintaxis versátil, fluida y concisa, con precisa puntuación, un gran humorista, con giros gramaticales rítmicos y sonoros, hasta pedagogo del idioma. Un hombre que escribiría contra todo, menos contra una cosa: “Nunca escribiría contra los que quieren a los animales”. Un vegetariano extremo, un ateo insultante, un aristócrata de la palabra amante de Azorín, Mujica, Cuervo y Caro, un anarquista contra la violencia, un hombre heideggeriano e incluso sartriano que predica que “vivir es morir”. Ese es Fernando Vallejo en sus nueve novelas, cuatro ensayos y tres biografías: el mejor escritor de Colombia.
“Lo que mis lectores están oyendo detrás de las palabras impresas es mi voz. Y no están leyendo un libro: me están leyendo el alma.”
“Vengo a expresar mi desazón suprema
Y a perpetuarme en la virtud del canto.
(…)
¡Sé digna de este horror y de esta nada,
Y activa y valerosa, oh alma mía!
(…)
La vida es mi enemigo violento,
y el amor mi enemigo sanguinario.”
PORFIRIO BARBA-JACOB. Acuarimántima
“He vivido a la desesperada”
Murió hace diez años, según cuenta él mismo. Estudió música en su niñez y juventud. Mozart fue su autor predilecto, el piano y el violín, sus instrumentos; dicen quienes lo escucharon que tocaba muy bien. Pero dejó la música clásica pues queriendo ser compositor no se limitó a repetir lo que otros componían. Quería ser original, pero no tenía oído musical: “no tenía música en el alma”. Así que se dedicó al cine. Viajó a Italia a estudiar su nueva pasión. Dirigió tres largometrajes salidos de la nada con poco o ningún reconocimiento, pero al final decidió que el cine es un “arte menor” comparado con la literatura, y también lo dejó. Estudió como profesión filosofía pero alejándose de la teología, que con los años despreciará al máximo, decidió graduarse de biólogo, y fue científico. De la filosofía le quedaron las enseñanzas de Martin Heidegger y Heráclito, de la ciencia su inclinación a la verdad. Su destino era otro, y se inclinó por la literatura, “uno saca la literatura de uno mismo”: ni músico, ni director de cine, ni biólogo. Literato y más que todo un gramático defensor del idioma. Un alma libre, anárquica y con “desazón suprema”. Lo dice la Canción de la soledad de Porfirio Barba-Jacob: “¡Alma mía, qué cosa tan vana!”.
“Yo pienso que el gran idioma literario es la lengua escrita con sus procedimientos y vocabulario enormes, pero vivificada por el habla. Y uno puede vivificar este idioma español, común a todos los hispanohablantes, con el idioma regional. Yo creo que ese es el eje de la gran literatura. Ese fue el cálculo que yo me hice”.
Fue su propio maestro: tuvo que aprender a escribir por sí mismo. “Nadie enseña lo que no sabe”. Consumado lector en su juventud, leyó cuanto pudo: novelas más que todo. Pero descubrió una de tantas verdades: “todos los libros en lengua española están muy mal escritos. La mayoría de los escritores de este idioma no saben escribir”. Una cosa es leer y muy otra escribir, es cierto: "hoy nadie sabe qué es eso de leer"; la lección no puede ser otra: “para dominar un libro hay que acostarse con él”. Por eso cuando se decidió por el camino de las letras una verdad lo sobrecogió: no sabía cómo escribir. Investigó, pensó y escribió, y el resultado fue un libro único de cuatrocientas páginas: Logoi. Una gramática del lenguaje literario. Ni los premios nobeles de literatura escriben algo así pues ellos no revelan cómo aprendieron a escribir. Un repaso gramatical desde Homero hasta Proust y muchos otros: Voltaire, Valéry, Stendhal, Maupassant, Borges, D´Annunzio, Conrad, Brancati, Reyes, Bécquer. Muchos; demasiados para aquel novel literato que no sabía escribir y donde, como él lo dice, ni en la facultad de filosofía le enseñaron ese arte.
“El gran principio de la literatura tiene que ser el de la verdad y hay que decir las cosas con toda la fuerza: lo que es verdad es verdad y no hay para qué mentir ni hacer líos de personajes, ciudades, acciones como hace la novela de tercera persona”.
Logoi fue hecho para aprender a escribir la biografía de un poeta, un poeta maldito, muy colombiano él. Diez años de investigaciones por varios países de América Latina, encerrado en las bibliotecas, hemerotecas, periódicos y visitando ciudades del Caribe, del trópico, de la costa; gente y más gente de aquí y de allá pasó por su registro; incluso algunos fueron entrevistados pocas semanas antes de morir y cuando la desmemoria ya era mucha. Todo, sin querer, lo llevó a ser el hombre que más conocía la vida y la obra del poeta Porfirio Barba-Jacob, muerto cuatro décadas atrás en un cuchitril de mala vida en Ciudad de México. Barba-Jacob, el mensajero, fue el resultado final de la investigación: cuatrocientas páginas de datos, anécdotas, sufrimientos, pobrezas, reconocimientos y mucha vitalidad expresada en poemas y párrafos extensos. No puede el lector apasionado dejar de sentirse identificado con las aventuras del último poeta maldito y más que todo con el amor del biógrafo hacia el biografiado. La biografía novelada creada a partir de la vida de este poeta, hoy olvidado, parece pues prolongación de su Canción delirante:
“Nosotros somos los delirantes,
los delirantes de la pasión:
ved nuestras vagas huellas errantes,
y en nuestras manos febricitantes
rojas piltrafas de corazón”.
Sin embargo, nuestro autor, Fernando Vallejo, no se sintió identificado con lo que hizo y lo redacto de nuevo. Una década después bajo el título de El mensajero Vallejo volvía a sus andanzas con Barba-Jacob, marihuano y homosexual, expulsado de varios países y admirado en otros tantos. Uno y otro son dos libros distintos. Éste último es más corto que aquél, pero es más novelado: el autor va “camino de la muerte”, según dice. Hay más de Vallejo que del poeta en un discurso en primera persona exquisitamente apasionado y entrelazado con el personaje. Una novela biográfica o biografía novelada. Tanto el primero como el segundo de los libros sobre el poeta de Aretal, el hombre que parecía un caballo, fueron hechos con dos géneros literarios distintos, pero que para el biógrafo que escribe sobre el poeta en cuestión, son, en ese momento, uno solo: la biografía debe identificarse con el personaje.
“Mis libros son libros en los que el amor desempeña una función muy importante: amor por los animales, por mi familia y por mis amigos. Aunque, también, demasiado amor empalaga, por eso la importancia de la violencia”.
Vallejo no sólo escribió dos biografías sobre el bardo antioqueño, cuyo nombre de pila era Miguel Ángel Osorio. También contribuyó a sacar de las marchitas páginas de periódicos antiguos y de papeles personales olvidados y refundidos, perdidos por doquier, una prolija literatura sobre el maldito Barba-Jacob: un libro con su poesía completa y otro con las 90 cartas que se conservan del tiempo miserable que todo lo borra. A fuer de investigar dos libros: Poesía completa y Cartas de Barba-Jacob.
A ese primer ejercicio de mezcolanza y de insubordinación de géneros literarios, Vallejo le dedicará otro ejemplar tiempo después, Chapolas negras. Más que la vida, lo que se registra en esta obra es la muerte del poeta modernista José Asunción Silva, quien se disparó un tiro en el corazón cuando contaba los 30 años; suicidio por las deudas impagables contraídas aquí y allá: “Dios no existe. Existe el crédito. Dios es el crédito”. En esta también biografía novelada, sobre un poeta maldito excomulgado llamado Asunción, el apasionamiento se gana a favor del biógrafo en aras de hacerla más vivencial para el lector, puesto que del poeta, más de un siglo de desaparecido, no se tiene mayor información: ni obras sin publicar, ni poemas sin encontrar, ni aventuras fabulosas, ni hombres o mujeres que hablan de su vida trashumante, salvo casos únicos, como fue el caso de Barba-Jacob. Así que el soporte y las fuentes del biógrafo, en su mayoría, fueron otras publicaciones, algunos relatos personales y el libro de contabilidad del poeta, autor de Nocturno:
“Una noche,
Una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de alas
Una noche
En que ardían en la sombra nupcial y húmeda las luciérnagas fantásticas,
A mi lado, lentamente, contra mí ceñida toda,
Muda y pálida
Como si un presentimiento de amarguras infinitas,
Hasta el más secreto fondo de tus fibras te agitara…”
Pero como siempre: a Vallejo no le gustó lo que escribió y abandonó el género por él recreado, la biografía novelada. Atrás quedó su innovación en el campo de la gramática rebelde sobre poetas malditos, homosexual uno y suicida el otro; marihuano aquél y éste último dizque con relaciones incestuosas. Según dijo, no quedó conforme con los libros sobre Barba-Jacob y menos con el de Silva, los dos poetas más grandes de Colombia, país de gramáticos y de presidentes que también eran gramáticos. Hoy la biografía novelada o la novela biográfica es sólo un recuerdo para Vallejo. Acaso, este género en prosa, sea lo mejor de su obra, para los lectores que aprecian a aquel que enseña a escribir lo que no cualquiera enseña, al tiempo que investiga y hurga en la historia, modificando la lógica del discurso y la lógica del tiempo.
“Escribo para olvidar”
Luego de su paso experimental por las biografías, en tres volúmenes y con dos poetas muertos trágicamente y vidas ídem, nuestro autor sólo contará lo que ve, lo que escucha, lo que siente. Más realista, más verídico, más cotidiano. No el verso, sino la prosa. No la biografía, sino la novela. No la vida de los otros, sino la de él. No otro tiempo, sino el presente. Enseña a escribir olvidando lo vivido: no sólo comunica al lector su gramática, sino que quiere olvidar enseñando el arte de escribir: ¡ qué maravilla! Se muestra así mismo. “La palabra no es artificiosa, la palabra está íntimamente ligada a lo que es el ser humano”. Y por eso la palabra es lo propio del hombre:
“Yo no sería capaz de ponerme en un libro. Porque soy demasiado caótico, y enredado, y contradictorio, y no me puedo apresar en palabras. Yo no tengo más que dos causas en mi vida: la defensa de los animales y el amor por la lengua española. Siempre he buscado escribir en un español correcto, sin los descuidos de casi toda la gente que escribe en español”.
Las cinco novelas contenidas en El rio del tiempo son autobiografías parciales del autor que cuenta la historia de su vida y la vida de su historia en un personaje. En cada una de ellas hay un narrador que se mira a sí mismo desde su niñez, adolescencia, juventud, adultez . Es un narrador en primera persona nostálgico, sensible, solitario y muy vivencial: con sus hermanos, con su abuela, con sus muchachos, con sus recuerdos, con sus animales. El narrador se llama Fernando pero no es Fernando Vallejo. El rio del tiempo son cinco novelas autobiográficas: hay ficción y realidad, así como hombres y mujeres que hablan de sí mismos (más hombres que mujeres, es claro). “Yo no sé cuánto hay de verdad o de mentira en mis libros”. Sin embargo, la literatura debe basarse en lo real, sabiendo antes que “el desafío de la literatura es mentir sin que nos demos cuenta”.
“El narrador que hice en los libros míos es un loco para muchos. Decidí hacerlo excesivo, exagerado, contradictorio. Hice de él una subjetividad rabiosa, contraria a la objetividad del resto. Habla con exabruptos y en un lenguaje que parece local. Tiene un toque de locura. A pesar de su disidencia, mi narrador es sincero. Yo nunca he pretendido ser ni políticamente correcto ni objetivo. Siempre he visto, dicho o escrito la realidad desde mi perspectiva. Aunque no suelo sostener mis ideas con mi personaje a veces sí lo hago”.
Fernando cuenta su niñez en Medellín, sus primeras inclinaciones sexuales, su apego al padre, sus vacaciones en la finca de la abuela, sus viajes a Italia y a México, sus opiniones sobre la vida, los papas y los presidentes. Fernando es un hombre que se está muriendo, y lo que le pide a la vida es que se acabe, que no vuelva. Fernando es un recuerdo, un hombre que escribe sobre sí mismo y sólo lo que él ha sentido. Y a partir del sufrimiento y el olvido experimentado cuando sabe que la vida no tiene sentido: “El sentido del hombre en la vida es ninguno”. Es también un personaje más como personajes han sido y son sus familiares, sus amigos y sus amores. La vida de Fernando es terrible puesto que la vida en sí misma lo es. “He escrito libros que muestran que la vida es terrible en la mejor de las circunstancias, con dinero, con salud, con educación”.
Vallejo novela la vida de Fernando siendo que éste, el gramático en primera persona que estará en sus últimos trabajos, es un personaje de novela, de novela autobiográfica creado por aquél. Vallejo se confunde con Fernando, y se funde en el discurso y en la vivencia por aquél recreada. Confundir el autor con el que relata la historia es el mayor hito de Vallejo como escritor de sí mismo. Y es al tiempo el mayor escándalo para el lector conservador, no acostumbrado a escuchar una voz propia. Leer a Vallejo es un reto, no requiere lectores pasivos.
“Durante los últimos doscientos años, la novela (entendiendo por novela la ficción en tercera persona) ha sido el gran género de la literatura. Ya no puede serlo más, ése es un camino recorrido, trillado, y no lleva a ninguna parte. ¿Qué originalidad hay en tomar, por ejemplo, una persona de la vida (o varias armando un híbrido) y cambiarle el nombre dizque para crear un personaje? Yo resolví hablar en nombre propio porque no me puedo meter en las mentes ajenas, al no haberse inventado todavía el lector de pensamientos; ni ando con una grabadora por los cafés y las calles y los cuartos grabando lo que dice el prójimo y metiéndome en las camas y en las conciencias ajenas para contarlo de chismoso en un libro. Balzac y Flaubert eran comadres. Todo lo que escribieron me suena a chisme. A chisme en prosa cocinera”.
El río del tiempo es una gran novela autobiográfica que en cinco ediciones vindica la vida de la infancia y la juventud al filo de la muerte. No es pues una apología a la vida, sino una alegoría sobre lo que se vivió cuando la muerte toca a la puerta. Es un discurso gramatical sobre la vida pasada: la gramática es un arte del tiempo pasado. Aquí el género literario de la novela se funde y se potencia con la autobiografía. Vallejo crea esta mezcla literaria con base en lo que ha sido la novela en tercera persona durante el siglo XIX y XX, género literario que él cuestiona a cual más. La innovación de Vallejo está en la primera persona: sólo se puede narrar lo que se ha visto, lo que se ha oído, lo que se ha vivido. Sólo se puede contar lo real y lo que ha pasado. Y el relato debe en lo posible ceñirse a lo que pasa o pasó. Realismo literario, lo llamamos.
“Yo he vivido siempre enfermo de nostalgia, pero una nostalgia incurable, porque la Colombia que yo dejé no es la de ahora. La Colombia que yo añoro es la de mi niñez y de mi juventud. Esa ya no existe, y la gran mayoría de los que me acompañaron en la vida ya se han muerto. Esa desapareció”.
La gran función de estas novelas autobiográficas no sólo está en la forma discursiva del realismo literario, sino en el cometido que tiene quien cuenta la historia de su vida: olvidar lo vivido. Sólo se puede olvidar lo que se ha vivido si lo contamos tal cual ha pasado: con todas las sensaciones, con todos los pensamientos, con todas las palabras, con todas las imprecaciones. Aquí no importa la forma tradicional de la gramática y menos los moralismos; en realidad importa el fondo: olvidar lo pasado contándolo en un presente violento. Lo que se quiere es escandalizar el presente con la verdad del protagonista, exorcizando el pasado con la mentira. En tanto que el pasado es una carga, un recuerdo que ata, una vivencia que determina y condiciona el presente, es necesario olvidarlo, dejarlo atrás. Decir la verdad. Olvidar los días azules, la infancia y los regalos de la vida; esa es la tarea del escritor que habla en primera persona. Vallejo es un gran lector que describe su alma: seductor, jocoso, grosero, exquisito. Vallejo es un músico del lenguaje escrito y un conocedor de la melodía de las palabras. O como él lo enseña: “La literatura ante todo es ritmo”. Y ese ritmo acompaña las vivencias de la infancia y los recuerdos no olvidados, en estas novelas autobiográficas como en las que le siguen. Eso recuerda al poeta José Asunción Silva:
“Infancia, valle ameno,
De calma y de frescura bendecida
Donde es suave el rayo
Del sol que abrasa el resto de la vida…”
“La vida es una desgracia”
El escándalo literario que causa su prosa es para molestar llamando la atención, para concientizar la miseria del presente, para enfadarse y burlarse con lo que se cree eterno, para dejar de ser ignorante y a cambio ser irónico, jocoso y crítico de todo y contra todo.
“Lo que yo he ido sosteniendo en los libros míos ha sido, más a mi pesar, que el viejo piensa así, así y así, para burlarme de todo. Son libros terroristas porque, a fin de cuentas, como no tengo a nada que aferrarme tengo el derecho a burlarme de todo y no hay nada de lo que no me pueda burlar. Bueno, excepto de los animales porque esto no me provoca burla sino compasión”.
La literatura que viene inmediatamente después de El rio del tiempo es la más escandalosa: el autor ha llegado a oír su propia voz, es inconfundible, los improperios se suceden unos a otros, los hijueputazos cambian el ritmo de la prosa: la vuelven más violenta, más verídica. La virgen de los sicarios, El desbarrancadero, Mi hermano el alcalde y La rambla paralela hacen la ruptura definitiva de Vallejo con el arte de la gramática tradicional. No son tales obras continuidad de las cinco novelas de El rio del tiempo, aunque tengan elementos comunes. La política del discurso sigue siendo la que ya se conocía, el narrador sigue hablando en primera persona, Medellín sigue estando en la vivencia, la infancia sigue sin ser olvidada del todo y la violencia aparece con mayor realismo. Hay pues mucho de su vida en los libros, así como fantasía y crítica implacable a las doctrinas religiosas, políticas y psicoanalíticas:
“El "yo" que hice en los libros míos es un loco. Resolví hacerlo excesivo, exagerado. Habla con exabruptos, es contradictorio. Decidí darle un toque de locura y de una subjetividad rabiosa, contraria a la objetividad que pretende todo el mundo. Todo el mundo pretende ser bien objetivo. Y últimamente, políticamente correcto. Yo nunca he pretendido ser ni políticamente correcto ni objetivo. Siempre he dicho la realidad desde los ojos míos. Digamos... la individualidad rabiosa. No sostengo mis ideas con mi personaje. Aunque a veces sí: si la gran verdad es que el autor no puede sostener sus ideas en la ficción, entonces por molestar...”
Ahora el acento criminal de la violencia adquiere connotaciones catastróficas y rabiosas en una forma de diatriba: todos estamos implicados. La vida no vale nada. El ser humano ha llegado al desprecio máximo: el sufrimiento y la crueldad no se detienen. El odio es parte de lo colectivo. La pasión está en matar. La mentira es cosa de todos los días: se odia, se mata, se engaña. Colombia es asesina. Colombia es la muerte. Y se cuenta por millones: sicarios y asesinos, guerreros y más guerreros. Y muertos, desde los años cuarenta, cincuenta, hasta el presente: del machete a la pistola. Adiós realismo mágico, bienvenido realismo político. Todos somos culpables, por haber nacido acá, por aceptar el sufrimiento y el odio; y no sólo por eso: porque nos seguimos reproduciendo. Dar vida es un crimen, dice Vallejo. La sexualidad no está para la reproducción sino para el disfrute y la homosexualidad es también una normalidad humana. La familia no es ya una institución válida. El psicoanálisis quedó atrás: ¡en la mierda!
“Yo a Colombia la quiero mucho y mientras más me acerco a la muerte más la quiero. Y su derrumbe, y su desplome, y su desintegración se suman a los míos”.
En La rambla paralela el narrador finalmente muere: sus recuerdos dejan de existir. La nostalgia confirma que la vida no vale la pena y que su pasado ha sido borrado para siempre. A propósito de los incontables muertos en sus novelas, Vallejo afirma: “Todos los muertos que allí aparecen los maté yo en mi corazón”. Fueron para olvidar, para dejar atrás la nostalgia de la infancia y la juventud. No es esta la mejor obra de Vallejo, pero es la que cierra el ciclo del realismo literario; cierra con ello el discurso del narrador en primera persona y de una vida que se entrega a la muerte, en una novela autobiográfica que muere con el recuerdo de la abuela. Hay en esta obra una diferencia frente a todas las anteriores: el coqueteo entre la primera y la tercera persona que se explaya en largos diálogos circunscritos a la identidad del personaje principal en Barcelona.
Vallejo a través de Fernando también cuenta la vida de sus hermanos. Hay pues una prolongación de su amor familiar casi maternal hacia estos seres. Un reconocimiento a ellos, antes de morir y cuando mueren. La muerte, que ha rondado al autor, es la constante en estas obras, sus dos hermanos son ejemplo de ello: uno se suicida y el otro muere de sida. La muerte es un tema reiterativo en la literatura del prosista colombiano. Es el caso de Mi hermano el alcalde y El desbarrancadero. En Mi hermano el alcalde el discurso es político en su gran mayoría. Es la imposibilidad de cambiar las cosas y de vivir de modo distinto en un pueblo llamado Támesis, Antioquia. La tozudez se impone a descredito de todo lo existente en un país que ya no es políticamente correcto y donde la muerte es cosa recurrente. Esta obra es una novela autobiográfica en forma de sátira, jocosa y mordaz, pero no tiene la contundencia de otras y menos la violencia verbal que le conocemos al autor. Lo que prima en su forma discursiva es la primera persona del narrador y extensos diálogos, circunloquios o diatribas.
“Yo estuve muchas veces al borde de matarme; no soportaba tantas locuras, tantas cosas”.
Capitulo aparte merecen dos obras significativas del mismo autor: La virgen de los sicarios y El desbarrancadero. En ambas hay una continuidad argumental, expositiva y gramatical muy bien logradas: con drama y aventuras trágicas casi épicas. Son pequeñas obras maestras en el lenguaje literario de la novela autobiográfica. Por eso podemos decir que El desbarrancadero es la continuidad de La virgen de los sicarios. Aunque en aquélla se aluda a la muerte del padre y del hermano, acompañada de madrazos a la madre y al país, es cierto que ésta última también lidia con el tema de la guerra, de la muerte y la historia del odio en Medellín y Colombia. En una no se quiere la muerte de los familiares, en la otra la muerte es necesaria: hay que atajar el odio. En ambas está el mismo narrador, Fernando; en ambas está un lenguaje de imprecación y denuncia; en ambas está el realismo literario que se acompaña del realismo político; en ambas está Vallejo y se nota su maestría discursiva en los exabruptos.
Cuenta el autor que es una tragedia la vida en Colombia. Un drama de no acabar. La muerte es la verdadera cara de la vida, en este país, como también en otras partes. La desolación y la soledad extrema, sazonada con dosis de amor explícito e implícito hacen las delicias de una lectura sin moralismos y sin prejuicios. Vallejo es un autor para librepensadores y el reto de éstos es leerse ellos mismos en Vallejo. En estas dos últimas obras que glosamos ese reto literario es evidente; es lo que no se entiende por parte de muchos lectores. El país como los protagonistas se van al barranco y con ellos también lo que somos y lo que queremos ser, incluso el idioma, escrito y hablado, refleja el desbarrancadero. Nuestro autor se mira a sí mismo y mira al país desde esta óptica, país en el que le tocó en suerte nacer, crecer y morir. La autobiografía de Vallejo y su derrumbe mortal es la misma de la madre que lo parió, Colombia. Sus obras no dejan posibilidad al silencio, sino a las pasiones, a la rabia, a la maledicencia, a la desazón: “me divierte hacer rabiar a la gente”.
“La sinceridad puede ser demoledora”
“Todo, todo se puede medir. ¿Por qué no habremos de medir entonces la impostura, la maliciosa capacidad de mentir del ser humano que es su esencia?”.
La frase sacada de Manualito de impustorología física nos revela el espíritu de crítica que anida en Vallejo. Debate científico en el que se ha embarcado de tiempo atrás; investigaciones hechas para sí mismo y para matar el tiempo escribiendo. Sus distintos ensayos científicos dan cuentas de esa impusturología y no sólo sus novelas autobiográficas. Vallejo es un autor polifacético y polémico, se ha dicho. Es un autor que debate con filósofos y teóricos, con la física, con la biología, con la teología, con la historia, con la gramática, con el marxismo, con el psicoanálisis. Cuestiona gramaticalmente la novela y va más allá, al campo de las ciencias sociales y naturales. Recordemos que es biólogo de profesión y antiteólogo por convicción. Es decir, un científico literato. De ahí que todo su discurso literario gira sobre la verdad y la mentira, sobre la vida y la muerte. Sobre el dolor y el sufrimiento:
“No puede ser feliz quien no es egoísta. Si estás rodeado de un mundo de dolor y no lo quieres ver, puedes ser feliz. Si lo vez, no puedes serlo”.
La mentira es una posición permanente. Mienten no sólo los presidentes y los papas, también los científicos y los novelistas. La mentira es una rutina discursiva de todos los hombres. Y ante ella y contra ella el literato dirige sus baterías. Su política discursiva es a favor de la verdad, del debate, de la polémica y del realismo; siempre decir su verdad, lo que piensa: “La palabra es el ser humano”. Sólo ser uno mismo en lo escrito y en lo hablado: “uno es como habla”. Vallejo investiga y escribe, y sus ensayos de biología y física están para demostrarlo. Manualito de impustorología se acompaña de La tautología darwinista y otros ensayos de biología, en los que la ciencia sale al ruedo. Darwin, Newton, Einstein, mienten y han mentido, según el autor. Y no sólo ellos, también la iglesia, los papas y la teología cristiana. La puta de babilonia es su último ensayo, el más polémico de todos, en lo histórico y en lo gramatical. Es un texto antiteológico, porque como él mismo lo reconoce: “yo conozco el monstruo por dentro”:
“La ramera de las rameras, la meretriz de las meretrices, la puta de Babilonia, la impune bimilenaria tiene cuentas pendientes conmigo desde mi infancia y aquí se las voy a cobrar”.
Y el cobro no es otro que un ensayo histórico en tres idiomas: castellano, griego y latín. El autor se apoya para su crítica en textos bíblicos oficiales y no oficiales, ensayos históricos, hechos verídicos y mucha personalidad. Si la primera crítica es la crítica a la religión, Vallejo se ha tomado toda una vida para explicar el derrumbe de la Iglesia Católica y de las religiones monoteístas de occidente. Esa gran mentira que siempre está con los poderosos, cual puta, como lo afirma hasta el cansancio.
Mentira, violencia, odio, niñez, soledad, amor, egoísmo, nostalgia, muerte: son los temas de Vallejo en sus novelas autobiográficas. Un autor realista para nada idealista, materialista y para nada ideologista. Dichos temas se acompañan de tres formas literarias publicadas en su versátil prosa: biografías, novelas y ensayos. En cada uno de ellas hay un narrador creado por el autor, hay un yo personal y hay un debate abierto: ora contra los biógrafos, ora contra los novelistas, ora contra los científicos, psicoanalistas o teólogos. Por eso, entiéndase bien, el acento discursivo de sus escritos es uno sólo: “el personaje mío es, a fin de cuentas, un gramático del idioma”. La constante discursiva de Vallejo es a partir de su personaje la denuncia, la polémica, pues dice lo que piensa, y como hemos dicho la vindicación de la palabra, la misma que registra su verdad: “El gran lenguaje del hombre es la palabra”. Vallejo es un librepensador, un prosista dionisiaco, un Hamlet del discurso. Y en tal práctica es considerado un artista o un loco. Primera canción delirante de Barba-Jacob dice así:
“Goza tu instante, goza tu locura:
todo se ciñe al ritmo del amor
y son sólo fantasmas de la vida
el bien y el mal, la sobra y el fulgor”
Un hombre que se ha hecho a sí mismo, (“mi patria es mi idioma”), que enseña a sus lectores el arte de la escritura y el respeto por el idioma, tanto el hablado como el escrito, ese es el mismo que se dedicó de tiempo completo al arte literario: “La vida mía es un vacío muy grande, que yo la llené escribiendo mucho tiempo”. Vallejo pues es un escritor posmoderno, un revolucionario del tiempo presente donde decir la verdad, su verdad, es escandalizar a los sinvergüenzas. Sus grandes temas hablan por sí solos: homosexualismo, anarquismo, ateísmo. La sociedad burguesa se escandaliza: ¡que se escandalice! Pero también está la defensa radical de los animales y su lucha contra la pobreza y la sobrepoblación: la plebe, la chusma. “¿Cómo voy a ser fascista si estoy insultando a Cristo, al Papa, a la religión cristiana, a la familia y a la procreación?”. Un hombre signado por la maldición, cronista de la devastación como se le ha llamado, lector y escritor diestro en la hábil prédica del desastre. Ha dicho que insulta a Colombia “porque la quiero”, “y porque la quiero, quiero que se acabe: para que no sufra más”. Por eso, sentencia: “soy artista de la supervivencia”. Y como artista cuestiona el idioma: “en la actualidad casi nadie puede distinguir quién escribe bien y quién escribe mal. Hay quienes creen que el idioma literario y el coloquial son lo mismo”.
También Vallejo disuelve con su crítica mordaz y castiza las instituciones burgueses más tradicionales: el matrimonio, la nación, la sexualidad, la moral. "La literatura está para molestar a los hipócritas”, ha dicho. “Yo sólo escribo la estricta verdad”, reitera una y otra vez. ¿Hasta dónde una sociedad llamada democrática acepta a Fernando Vallejo? Y en ese empeño que escandaliza a muchos hombres políticamente correctos, tartufos, los llamaría él, su tarea también ha sido deconstruir los ortodoxos géneros literarios (por ejemplo, enseñando los qués galicados y los dequeísmos), y afirmar el yo en el discurso escrito y hablado. Claro: en la literatura todo se puede, por eso por precaución: “No hay que tomar mis libros tan en serio”.
Un gramático eximio, un hábil conocedor de los géneros literarios y de las letras castellanas es nuestro autor maldito. Un melómano de la música clásica y de los boleros, los tangos y las rancheras. Un escritor anormal en un mundo considerado normal. Un prosista que enseña: “no hay más verdad que la de uno, como principio literario”. Un narrador vivencial y realista (¿qué más realista que un madrazo?); maldito para los poderes oligárquicos establecidos; pervertido, invertido o degenerado para muchos; apátrida, apóstata, hereje, malnacido para otros. Pero, en verdad, prosista como pocos, con sintaxis versátil, fluida y concisa, con precisa puntuación, un gran humorista, con giros gramaticales rítmicos y sonoros, hasta pedagogo del idioma. Un hombre que escribiría contra todo, menos contra una cosa: “Nunca escribiría contra los que quieren a los animales”. Un vegetariano extremo, un ateo insultante, un aristócrata de la palabra amante de Azorín, Mujica, Cuervo y Caro, un anarquista contra la violencia, un hombre heideggeriano e incluso sartriano que predica que “vivir es morir”. Ese es Fernando Vallejo en sus nueve novelas, cuatro ensayos y tres biografías: el mejor escritor de Colombia.
“Lo que mis lectores están oyendo detrás de las palabras impresas es mi voz. Y no están leyendo un libro: me están leyendo el alma.”
RAUL GOMEZ JATTIN: EL DIOS QUE ADORA
“Yo fui tan lúcido que hasta loco fui”. La frase sólo puede ser dicha por un poeta o un loco. O por ambos. Y es que Raúl Gómez Jattin, su autor, fue justamente eso: un poeta loco. Enamorado, marihuano y vulgar. Poeta y loco: dos vidas en un solo hombre. Algo terrible. O maravilloso.
El poeta vagó por la costa norte de Colombia, desde su natal Cartagena hasta su amada Cereté, y de ésta a aquélla. El poeta antes de ser tal vivió del teatro. El poeta escribió un número generoso de poemas que iban saliendo así: sin artificios, sin complicaciones, sin tapujos. El poeta anunciaba sus versos en recitales acá y allá con la voz fuerte del hombre costeño que era. El poeta vivía de sus letras y palabras. En cambio el loco fue algo más: las aceras fueron su cama habitual, las cárceles sus lugares de paso obligado y los hospitales los sitios más crueles donde malvivía su locura. El loco no vivía, sobrevivía. El poeta murió hace diez años en un absurdo accidente de tránsito; el loco se suicidó tirándose a un auto. Del poeta se dice que escribía bien, que recitaba mejor y que pensaba como poeta: escribía, recitaba y pensaba sólo versos. Bellísimo. Poesía vulgar, dicen muchos. Poesía, dicen otros. En cambio el loco es inclasificable, cuando no inentendible: que violentaba a los transeúntes, que su sexualidad era asquerosa, que la marihuana lo desquiciaba, que no se bañaba, que era un mendigo solitario y triste, que moría todos los días. “Si quieres saber del Raúl / que habita estas prisiones / lee estos duros versos / nacidos de la desolación / Poemas amargos / Poemas simples y soñados / crecidos como crece la hierba / entre el pavimento de las calles”. Ese es el loco: una hierba que crece entre el pavimento de las calles. Y calles son lo que hay.
El poeta se decía a sí mismo que era un Dios: “Soy un Dios en mi pueblo y mi valle / No porque me adoren Sino porque yo lo hago”. Un Dios que sufre y llora y ríe y ama. Un Dios humano. Un Dios que roba versos: “como estos versos míos que le robo a la muerte”. Vida y muerte, tal es el péndulo temático que registra los movimientos del hombre poeta, del poeta loco. Es claro que un poeta es más que un hombre sin penas, es un Hombre con todas ellas. “Intemperie y soledad / faltan en tu vida amigo de mi alma / Lo lamento De verdad lo lamento/ (…) No te ha azotado el desamparo / Ni la injusticia Ni la traición / No has sido perseguido”. No eres poeta aún. Para ser poeta se requiere de una receta infalible: soledad, amor, desengaño, angustia, nostalgia…
El loco se sabe hijo menor, “el más inteligente”: “En vez de abogado respetable / marihuana conocido / En vez del esposo amante / un solterón precavido / En vez de hijos / unos menesterosos poemas”. El pecado fue haber sabido más: “Lo cierto es que el padre le habló en su niñez de libertad / De que Honoré de Balzac era un hombre notable / De La canción de la vida profunda / Sin darse cuenta de lo que estaba cometiendo”. Un loco pues: “Porque a la riqueza miro de perfil / mas no con odio”; “Porque no defendí el capital siendo abogado”; “Porque sé dar una trompada al amigo ladrón”. La metamorfosis del loco se da aquí: en lo que escribe en tanto que lo vive, en la poesía que le inunda sus venas cual si fuera la sangre de un renegado a morir y un condenado a vivir. Ese fue Raúl. Un poeta maldito. Un bello poeta. Un Dios que entre acera y acera describía la vida de un Hombre enamorado y solitario.
Dos personas en una, el poeta y el loco. Y a la vez ni lo uno ni lo otro: “Por qué querrá esa gente mi persona / si Raúl no es nadie Pienso yo / Si es mi vida una reunión de ellos / que pasan por su centro y se llevan mi dolor/ (…) Será porque los amo / Porque está repartido en ellos mi corazón/ (…) Así vive en ellos Raúl Gómez / Llorando riendo y en veces sonriendo / Siendo ellos y siendo a veces también yo”. No pregunten quién ganó la partida, si el poeta o el loco. Sólo se puede decir que el hombre se hizo Hombre, Raúl Gómez Jattin. Un Dios humano. Por eso: “Nadie soy yo Nadie soy yo”.
Cereté fue el lugar en el que el poeta y el loco se enfrentaron hasta fundirse en herejía; hasta ser el renegado que quiso ser: un verdadero nadaista cual poeta maldito del siglo XIX. “Allí amé dos veces al Amor / Y el Amor dijo una vez que sí / Y otra vez que no / Que ni para el putas”. “Allí tuve una familia que amaba el arte y la naturaleza”. “Allí soñé escribir y cantar”. Cereté con sus gentes, “Sol sobre los tejados y los transeúntes presurosos”, con sus “noches estrelladas”. La tierra nunca olvidada: “Laberinto correteado por mi niñez de siempre”. “Los amo más en el exilio / Los recuerdo con un sollozo a punto de estallar / en mi loca garganta He aquí la prueba”. Esta soledad, con sus tristezas y añoranzas, fue la gran concubina del poeta loco, su cómplice de todos los días. La concubina de sus pesares y recuerdos: la soledad de Gómez Jattin. Por eso a la “desgracia” le anuncia sin más: “Perdóname señora oscura y venerable / mi atrevimiento de hijo bastardo / que no puede más con su vacío corazón”. Entre la soledad y la locura: así vivió el poeta. Y así murió.
Su herencia sólo puede ser el placer de vivir, de amar, de soñar, de sentir. “Corrompimos al niño y corrompimos a la niña / Por separado y luego juntos ¡Qué espectáculo! / Buenas noticias dices / ¿Han preguntado por mi? / Sólo al principio / El placer los ha vuelto insensibles / Dígales que me alegro por ellos”. Así como el poeta loco sabe lo que es la soledad y el placer, la tristeza y la gratitud, también sabe quién ha sido su mejor amigo: “Casi no conozco a mi mejor amigo / Nos vemos por la calle / Un cómo estás cálido y sentido / Casi no lo he tratado / pero presiento en él / a un hombre de valor (…) No me importa que no me reconozca / Es mi mejor amigo / Son los suyos los ojos más sinceros / que jamás me han visto (…) Mi mejor amigo vive en mí / y yo aspiro a vivir en él / sencillamente / Sin estorbarnos”. Soledad: qué gran conspiración es tu compañía. Soledad: no hay mejor amistad.
Soledad, soledad, soledad: ah, la inspiración de todo poeta loco. “Me envenenó la vida / Me sustrajo de mi movimiento natural / y me entregó a las sombras / de los amores no correspondidos / Me trastocó los sueños / metiéndose como un conspirador entre sus grietas / Desempolvó recuerdos / que hablaban de partidas y de adioses / Mientras tanto mi alma / acostumbrada a la desgracia / lo veía hacer / como un condenado que presencia / el levantamiento del patíbulo”. Y es que la soledad sólo puede anunciar los años vividos y la vejez que asecha con su martirio: “Emborráchate de nostalgia Empieza un verso / Apúrate pendejo que por ahí entre tus glándulas / transita la vejez inerme”.
La nostalgia, y su compañera la soledad, también hacen parte del Amor, del verdadero Amor: “el amor es / el peor enemigo / del amor”. No hay escapatoria: estamos condenados. Por eso el poeta es un loco que descubrió el secreto del Amor volviéndose el loco empedernido que siempre sueña: “Valorad al loco / Su indiscutible propensión a la poesía / Su árbol que le crece por la boca / con raíces enredadas en el cielo (…) Él nos representa ante el mundo / con su sensibilidad dolorosa como un parto”. Un poeta con dolor de hombre, con sensibilidad de mujer; una locura hecha Hombre. Ese es Raúl: “Los habitantes de mi aldea / dicen que soy un hombre / despreciable y peligroso / Y no andan muy equivocados (…) Despreciado y Peligroso / Eso ha hecho de mí la poesía y el amor (…) Señores habitantes / Tranquilos / que sólo a mí / suelo hacer daño”. Un poeta despreciable y despreciado que ha probado el sabor de la amargura y también a “esa mula vieja de mi angustia”. Por eso los alucinógenos son para él los acompañantes de su inspiración virtuosa; la dosis de ilusión que le da fuerza de ánimo entre noche y noche: “Del hongo stropharia y su herida mortal / derivó mi alma una locura alucinada / de entregarle a mis palabras de siempre / todo el sentido decisivo de la plena vida (…) Toda esa gran vida a los alucinógenos debo / La delicadeza de un alma no está casi / en lo que se apropia Sino en el desprecio de ese estorbo / sangriento cual banquete de Tiestes / que la opulencia inconsciente ofrece vana y fútil”.
Y, sin embargo, el Raúl no es de nadie aunque esté en todas partes y con todos. “No soy de ti pero tampoco me pertenezco Soy de esos / momentos que habitas incluso con violencia Pero / la herida es tuya Y el dolor que te imagina olvidándome”. El dolor es producto del amor, de la pasión encontrada o perdida. No se le puede huir y menos exorcizar, sólo vivir: “No soy malvado Trato de enamorarte / Intento ser sincero con lo enfermo que estoy / y entrar en el maleficio de tu cuerpo / como un río que teme al mar pero siempre muere en él”. Amor y soledad van al unísono, hacen juego con la locura. La vida al ser vivida como una locura. “No sé dónde arderás ahora corazón mío / Necesito entregarte siempre como esclavo Pobre de ti / Es urgente que enfermes otra vez y otra vez / (…) Qué voy a hacer contigo ahí desocupado / como estúpida biología Vamos deshazte / de tu pesadumbre y emprende vuelo”.
Sólo hay un Raúl Gómez Jattin, poeta y loco. Un Dios que adora: “En este cuerpo / en el cual la vida ya anochece / vivo yo / Vientre blando y cabeza calva / Pocos dientes / Y yo adentro / como un condenado / Estoy adentro y estoy enamorado / y estoy viejo / Descifro mi dolor con la poesía / y el resultado es especialmente doloroso / voces que anuncian: ahí vienen tus angustias / Voces quebradas: pasaron ya tus días / (…) La poesía es la única compañera / acostúmbrate a sus cuchillos / que es la única”.
Los amores que pasan o se quedan, pero siempre se recuerdan, son los grandes temas de la poesía maldita de Raúl. “Ellos me enseñaron que cuando se aman así / se pierde / y que cuanto se pierde en el amar / se gana en el alma”. Amores naufragados en las aguas del destino incierto: “Pero antes de mi deseo estaba mi futuro / Estabas tú antes que mi deseo de ti / antes que el deseo estaba el amor / Antes que el amor estaba la vida y su maldad”. Locura y amor: qué gran pareja de inspiración, un noviazgo eterno. “Cuando te conocí venía de estar muerto / Muerto y amortajado en mis propios recuerdos / Venía de esconderme en una grave locura / que tomaba mi vida y se la ofrecía al viento / para que él la llevara a un lugar ciego lejos / libre de aquellas cosas que parecen la vida / y que la ocultan a costas de nuestra lozanía / Libre de la desdicha de ser amargo y solo / (…) Cuando te conocí hasta el sol era enemigo / (…) Las palabras habían huido de mi voz / (…) Llevaba tantas noches sin tomar una mano / que era de dolor y hielo el hueso de las mías”.
Así llegamos al amor con sus realidades y fantasmas. El amor, el secreto revelado del Dios que adora. Un hombre que siente como ninguno. “No tengo miedo de mí / sólo amar me llena / y naturalmente no tengo / a nadie a quién querer / Porque si tuviera no tendría amor sino zozobra-miedo”. Poesía y realidades, amores y desengaños, soledades y traiciones. Tal es la vida con sus emociones, luces y sombras. “Isabel ojos de pavo real / ahora que tienes cinco hijos con el alcalde / y te pasea por el pueblo un chofer endomingado / ahora que usas anteojos / cuando nos vemos me tiras un "Qué hay de tu vida" / Frío e impersonal / Como si yo tuviera de eso/ Como si yo todavía usara eso."
Por todo lo dicho, y a 10 años de la muerte de Raúl, del poeta con alma de Dios y voluntad de niño, aún hoy recordamos su poesía, sus versos, nacidos de la soledad, de la nostalgia y acompañados del demonio del amor, siempre vigilante. Poesía maldita que sigue recordando a todo aquel que recuerde que morir es también la otra cara de la vida: “Caigo de mí / hacia mí / ¿Dolor? No / ¿Angustia? No / ¿Qué pues? / vacío que me espera / Anuncios de la muerte”.
“Vuelo hacia la muerte”…
El poeta vagó por la costa norte de Colombia, desde su natal Cartagena hasta su amada Cereté, y de ésta a aquélla. El poeta antes de ser tal vivió del teatro. El poeta escribió un número generoso de poemas que iban saliendo así: sin artificios, sin complicaciones, sin tapujos. El poeta anunciaba sus versos en recitales acá y allá con la voz fuerte del hombre costeño que era. El poeta vivía de sus letras y palabras. En cambio el loco fue algo más: las aceras fueron su cama habitual, las cárceles sus lugares de paso obligado y los hospitales los sitios más crueles donde malvivía su locura. El loco no vivía, sobrevivía. El poeta murió hace diez años en un absurdo accidente de tránsito; el loco se suicidó tirándose a un auto. Del poeta se dice que escribía bien, que recitaba mejor y que pensaba como poeta: escribía, recitaba y pensaba sólo versos. Bellísimo. Poesía vulgar, dicen muchos. Poesía, dicen otros. En cambio el loco es inclasificable, cuando no inentendible: que violentaba a los transeúntes, que su sexualidad era asquerosa, que la marihuana lo desquiciaba, que no se bañaba, que era un mendigo solitario y triste, que moría todos los días. “Si quieres saber del Raúl / que habita estas prisiones / lee estos duros versos / nacidos de la desolación / Poemas amargos / Poemas simples y soñados / crecidos como crece la hierba / entre el pavimento de las calles”. Ese es el loco: una hierba que crece entre el pavimento de las calles. Y calles son lo que hay.
El poeta se decía a sí mismo que era un Dios: “Soy un Dios en mi pueblo y mi valle / No porque me adoren Sino porque yo lo hago”. Un Dios que sufre y llora y ríe y ama. Un Dios humano. Un Dios que roba versos: “como estos versos míos que le robo a la muerte”. Vida y muerte, tal es el péndulo temático que registra los movimientos del hombre poeta, del poeta loco. Es claro que un poeta es más que un hombre sin penas, es un Hombre con todas ellas. “Intemperie y soledad / faltan en tu vida amigo de mi alma / Lo lamento De verdad lo lamento/ (…) No te ha azotado el desamparo / Ni la injusticia Ni la traición / No has sido perseguido”. No eres poeta aún. Para ser poeta se requiere de una receta infalible: soledad, amor, desengaño, angustia, nostalgia…
El loco se sabe hijo menor, “el más inteligente”: “En vez de abogado respetable / marihuana conocido / En vez del esposo amante / un solterón precavido / En vez de hijos / unos menesterosos poemas”. El pecado fue haber sabido más: “Lo cierto es que el padre le habló en su niñez de libertad / De que Honoré de Balzac era un hombre notable / De La canción de la vida profunda / Sin darse cuenta de lo que estaba cometiendo”. Un loco pues: “Porque a la riqueza miro de perfil / mas no con odio”; “Porque no defendí el capital siendo abogado”; “Porque sé dar una trompada al amigo ladrón”. La metamorfosis del loco se da aquí: en lo que escribe en tanto que lo vive, en la poesía que le inunda sus venas cual si fuera la sangre de un renegado a morir y un condenado a vivir. Ese fue Raúl. Un poeta maldito. Un bello poeta. Un Dios que entre acera y acera describía la vida de un Hombre enamorado y solitario.
Dos personas en una, el poeta y el loco. Y a la vez ni lo uno ni lo otro: “Por qué querrá esa gente mi persona / si Raúl no es nadie Pienso yo / Si es mi vida una reunión de ellos / que pasan por su centro y se llevan mi dolor/ (…) Será porque los amo / Porque está repartido en ellos mi corazón/ (…) Así vive en ellos Raúl Gómez / Llorando riendo y en veces sonriendo / Siendo ellos y siendo a veces también yo”. No pregunten quién ganó la partida, si el poeta o el loco. Sólo se puede decir que el hombre se hizo Hombre, Raúl Gómez Jattin. Un Dios humano. Por eso: “Nadie soy yo Nadie soy yo”.
Cereté fue el lugar en el que el poeta y el loco se enfrentaron hasta fundirse en herejía; hasta ser el renegado que quiso ser: un verdadero nadaista cual poeta maldito del siglo XIX. “Allí amé dos veces al Amor / Y el Amor dijo una vez que sí / Y otra vez que no / Que ni para el putas”. “Allí tuve una familia que amaba el arte y la naturaleza”. “Allí soñé escribir y cantar”. Cereté con sus gentes, “Sol sobre los tejados y los transeúntes presurosos”, con sus “noches estrelladas”. La tierra nunca olvidada: “Laberinto correteado por mi niñez de siempre”. “Los amo más en el exilio / Los recuerdo con un sollozo a punto de estallar / en mi loca garganta He aquí la prueba”. Esta soledad, con sus tristezas y añoranzas, fue la gran concubina del poeta loco, su cómplice de todos los días. La concubina de sus pesares y recuerdos: la soledad de Gómez Jattin. Por eso a la “desgracia” le anuncia sin más: “Perdóname señora oscura y venerable / mi atrevimiento de hijo bastardo / que no puede más con su vacío corazón”. Entre la soledad y la locura: así vivió el poeta. Y así murió.
Su herencia sólo puede ser el placer de vivir, de amar, de soñar, de sentir. “Corrompimos al niño y corrompimos a la niña / Por separado y luego juntos ¡Qué espectáculo! / Buenas noticias dices / ¿Han preguntado por mi? / Sólo al principio / El placer los ha vuelto insensibles / Dígales que me alegro por ellos”. Así como el poeta loco sabe lo que es la soledad y el placer, la tristeza y la gratitud, también sabe quién ha sido su mejor amigo: “Casi no conozco a mi mejor amigo / Nos vemos por la calle / Un cómo estás cálido y sentido / Casi no lo he tratado / pero presiento en él / a un hombre de valor (…) No me importa que no me reconozca / Es mi mejor amigo / Son los suyos los ojos más sinceros / que jamás me han visto (…) Mi mejor amigo vive en mí / y yo aspiro a vivir en él / sencillamente / Sin estorbarnos”. Soledad: qué gran conspiración es tu compañía. Soledad: no hay mejor amistad.
Soledad, soledad, soledad: ah, la inspiración de todo poeta loco. “Me envenenó la vida / Me sustrajo de mi movimiento natural / y me entregó a las sombras / de los amores no correspondidos / Me trastocó los sueños / metiéndose como un conspirador entre sus grietas / Desempolvó recuerdos / que hablaban de partidas y de adioses / Mientras tanto mi alma / acostumbrada a la desgracia / lo veía hacer / como un condenado que presencia / el levantamiento del patíbulo”. Y es que la soledad sólo puede anunciar los años vividos y la vejez que asecha con su martirio: “Emborráchate de nostalgia Empieza un verso / Apúrate pendejo que por ahí entre tus glándulas / transita la vejez inerme”.
La nostalgia, y su compañera la soledad, también hacen parte del Amor, del verdadero Amor: “el amor es / el peor enemigo / del amor”. No hay escapatoria: estamos condenados. Por eso el poeta es un loco que descubrió el secreto del Amor volviéndose el loco empedernido que siempre sueña: “Valorad al loco / Su indiscutible propensión a la poesía / Su árbol que le crece por la boca / con raíces enredadas en el cielo (…) Él nos representa ante el mundo / con su sensibilidad dolorosa como un parto”. Un poeta con dolor de hombre, con sensibilidad de mujer; una locura hecha Hombre. Ese es Raúl: “Los habitantes de mi aldea / dicen que soy un hombre / despreciable y peligroso / Y no andan muy equivocados (…) Despreciado y Peligroso / Eso ha hecho de mí la poesía y el amor (…) Señores habitantes / Tranquilos / que sólo a mí / suelo hacer daño”. Un poeta despreciable y despreciado que ha probado el sabor de la amargura y también a “esa mula vieja de mi angustia”. Por eso los alucinógenos son para él los acompañantes de su inspiración virtuosa; la dosis de ilusión que le da fuerza de ánimo entre noche y noche: “Del hongo stropharia y su herida mortal / derivó mi alma una locura alucinada / de entregarle a mis palabras de siempre / todo el sentido decisivo de la plena vida (…) Toda esa gran vida a los alucinógenos debo / La delicadeza de un alma no está casi / en lo que se apropia Sino en el desprecio de ese estorbo / sangriento cual banquete de Tiestes / que la opulencia inconsciente ofrece vana y fútil”.
Y, sin embargo, el Raúl no es de nadie aunque esté en todas partes y con todos. “No soy de ti pero tampoco me pertenezco Soy de esos / momentos que habitas incluso con violencia Pero / la herida es tuya Y el dolor que te imagina olvidándome”. El dolor es producto del amor, de la pasión encontrada o perdida. No se le puede huir y menos exorcizar, sólo vivir: “No soy malvado Trato de enamorarte / Intento ser sincero con lo enfermo que estoy / y entrar en el maleficio de tu cuerpo / como un río que teme al mar pero siempre muere en él”. Amor y soledad van al unísono, hacen juego con la locura. La vida al ser vivida como una locura. “No sé dónde arderás ahora corazón mío / Necesito entregarte siempre como esclavo Pobre de ti / Es urgente que enfermes otra vez y otra vez / (…) Qué voy a hacer contigo ahí desocupado / como estúpida biología Vamos deshazte / de tu pesadumbre y emprende vuelo”.
Sólo hay un Raúl Gómez Jattin, poeta y loco. Un Dios que adora: “En este cuerpo / en el cual la vida ya anochece / vivo yo / Vientre blando y cabeza calva / Pocos dientes / Y yo adentro / como un condenado / Estoy adentro y estoy enamorado / y estoy viejo / Descifro mi dolor con la poesía / y el resultado es especialmente doloroso / voces que anuncian: ahí vienen tus angustias / Voces quebradas: pasaron ya tus días / (…) La poesía es la única compañera / acostúmbrate a sus cuchillos / que es la única”.
Los amores que pasan o se quedan, pero siempre se recuerdan, son los grandes temas de la poesía maldita de Raúl. “Ellos me enseñaron que cuando se aman así / se pierde / y que cuanto se pierde en el amar / se gana en el alma”. Amores naufragados en las aguas del destino incierto: “Pero antes de mi deseo estaba mi futuro / Estabas tú antes que mi deseo de ti / antes que el deseo estaba el amor / Antes que el amor estaba la vida y su maldad”. Locura y amor: qué gran pareja de inspiración, un noviazgo eterno. “Cuando te conocí venía de estar muerto / Muerto y amortajado en mis propios recuerdos / Venía de esconderme en una grave locura / que tomaba mi vida y se la ofrecía al viento / para que él la llevara a un lugar ciego lejos / libre de aquellas cosas que parecen la vida / y que la ocultan a costas de nuestra lozanía / Libre de la desdicha de ser amargo y solo / (…) Cuando te conocí hasta el sol era enemigo / (…) Las palabras habían huido de mi voz / (…) Llevaba tantas noches sin tomar una mano / que era de dolor y hielo el hueso de las mías”.
Así llegamos al amor con sus realidades y fantasmas. El amor, el secreto revelado del Dios que adora. Un hombre que siente como ninguno. “No tengo miedo de mí / sólo amar me llena / y naturalmente no tengo / a nadie a quién querer / Porque si tuviera no tendría amor sino zozobra-miedo”. Poesía y realidades, amores y desengaños, soledades y traiciones. Tal es la vida con sus emociones, luces y sombras. “Isabel ojos de pavo real / ahora que tienes cinco hijos con el alcalde / y te pasea por el pueblo un chofer endomingado / ahora que usas anteojos / cuando nos vemos me tiras un "Qué hay de tu vida" / Frío e impersonal / Como si yo tuviera de eso/ Como si yo todavía usara eso."
Por todo lo dicho, y a 10 años de la muerte de Raúl, del poeta con alma de Dios y voluntad de niño, aún hoy recordamos su poesía, sus versos, nacidos de la soledad, de la nostalgia y acompañados del demonio del amor, siempre vigilante. Poesía maldita que sigue recordando a todo aquel que recuerde que morir es también la otra cara de la vida: “Caigo de mí / hacia mí / ¿Dolor? No / ¿Angustia? No / ¿Qué pues? / vacío que me espera / Anuncios de la muerte”.
“Vuelo hacia la muerte”…
SOBRE "LAS INTERMITENCIAS DE LA MUERTE" DE SARAMAGO
“No es la vida que retrocede con horror frente a la muerte y se preserva pura de la destrucción, sino la vida que incluye la muerte, y se mantiene en la muerte misma, la que constituye la vida del espíritu”. F. G. HEGEL
“El saber de la muerte es el que confiere a la vida su significado”. ESTANISLAO ZULETA
“¿Quién me untó la muerte en la planta de los pies el día de mi nacimiento?” JAIME SABINES
“La muerte, por sí misma, sola, sin ninguna ayuda exterior, siempre ha matado menos que el hombre”. JOSÉ SARAMAGO
Anónimo lector: ¿cómo leer un libro que empieza y termina con la misma expresión, “Al día siguiente no murió nadie”? Sólo si es una obra de arte. Y no exageramos: a Las intermitencias de la muerte (2005) no le falta ni le sobra nada: es una sinfonía perfecta. José Saramago, su autor, reflexiona y con él sus lectores sobre la humanidad: sus absurdos, sus luchas, sus ilusiones, sus miedos, sus amores, cuando la muerte (nuestra “visceral enemiga”) hace de las suyas en “una sociedad dividida entre la esperanza de vivir siempre y el temor de no morir nunca”. Eso que se llama Hombre, con mayúscula, es puesto en un debate filosófico y ético bajo la forma de una novela en alguna sociedad contemporánea, tan actual como posible.
¿Pensar la muerte, como “atenta servidora” es también pensar la vida? Claro que sí: es lo lógico. Y, pensar la vida sólo se da si se piensa la cotidianidad del ser humano. O como dice uno de los personajes de la novela: “cada uno de nosotros es por el momento la vida”. Pero para ello preguntémonos por el significado de vivir: ¿vivir es lo mismo para todos?, ¿morir es la consecuencia natural de lo primero?, ¿estamos condenados a morir así como a vivir?, ¿podemos conocer la muerte y detener su curso inevitable?, ¿si sabemos que moriremos cómo vivir la vida?, ¿por qué podemos llegar a ser finitos y terrenales?, ¿dónde queda la trascendencia y la espiritualidad si afirmamos la vida? Preguntas y más preguntas: eso es lo mejor del libro en sus 274 páginas.
Por supuesto, en Las intermitencias de la muerte el presupuesto no puede ser otro: no es posible separar la vida de la muerte y la muerte de la vida: sin la una no hay la otra. Dos caras de la misma moneda: vida y muerte como complemento. El autor nos sorprende y ese es su objetivo deliberado: la novela es una gran alegoría sobre el poder de la vida, siendo que alude a la mismísima muerte como personaje principal. Pero es explicable: sólo si conocemos el poder de la muerte podemos reconocernos y aceptarnos en la vida, tan difícil de vivir: “la vida es una orquesta que siempre está tocando, afinada, desafinada, un titanic que siempre se hunde y siempre regresa a la superficie”.
Este es un libro filosófico, el mejor logrado por el nobel de literatura. Si Saramago en Ensayo sobre la lucidez reflexiona sobre la participación democrática de la multitud en un caso hipotético y muy posible de oposición mayoritaria del voto en blanco, en Las intermitencias de la muerte el gobierno también aparece como problema: ¿cómo gobernar a seres que se saben inmortales y eternos? Si en El hombre duplicado el tema es la soledad de los individuos concretos en una sociedad indiferente y obtusa, en Las intermitencias de la muerte, cuando se retira la parca de la vida, el temor es la falta de identidad: sin la muerte la vida pierde valor. Si en Ensayo sobre la ceguera la referencia es que estamos ciegos y creemos estar muy videntes, en Las intermitencias de la muerte la ceguera es saber qué hacemos con la vida cuando lo evidente es que nadie muere. Si en La caverna el tema gira en torno a la alegoría del consumismo desbocado y la desvalorización de la vida cotidiana, en Las intermitencias de la muerte el tema no puede ser otro que las dificultades de vivir en una sociedad construida sobre la materialidad del ser humano, donde el “momento” se pierde y el único resultado es que el valor de cambio de la vida es la muerte. Si se deja atrás “nuestra humana voluntad de vivir”, ¿qué somos?
Léase bien y entiéndase mejor: sobre la muerte se ha construido la vida. Tal es la crítica central del autor. Vale decir: si sabemos que somos mortales, el hombre y la mujer son fuerzas productivas, pertenecen a una sociedad de trabajadores, tienen una época productiva así como una niñez, adultez y vejez que hay que gobernar de la mejor manera. Igual como se vive de los vivos, también se vive de los muertos: las iglesias, las funerarias, los cementerios, las aseguradoras, etc. Todo gira sobre un solo eje: nos vamos a morir, hay que prepararnos para ella. La vida sólo es un largo camino, las más de las veces sufrida, para llegar a morir un día no determinado: “está adscrita a la especie humana con carácter de exclusividad”. Pensamos siempre en la muerte, pues sabemos que nos vamos a morir: “como tienen obligación de hacer todos los seres humanos”.
Por eso Saramago le da la vuelta a la idea dominante, y alecciona: sobre la vida y sus momentos se debe construir la vida. Sin embargo, una verdad de Perogrullo es que la muerte es absoluta: todos estamos “condenados a morir”. “Nadie escapa a su destino”. La “normalidad” es la muerte. Pero, ¿es cierto dicho fatalismo?
Si sólo pensamos la vida como etapa productiva, la desvalorización de ésta es más que evidente. Tanto que no lo advertimos pues estamos ciegos. Una sociedad levantada sobre el tiempo finito es una sociedad condenada a la fatalidad: la pobreza del sentido social es vivir en una comunidad alienada, desvalorizada, estúpidamente muerta así se presente muy viva. En una palabra, el egoísmo organizado. En dicha sociedad la preocupación principal está en cada uno de los habitantes, toda vez que la muerte determina una conducta social en tanto obstáculo, es imposible reconocerse en la vida colectiva.
De ahí que Saramago en Las intermitencias de la muerte reflexione sobre el valor de la vida en cuanto tal, como valor en sí. La imaginación y la fantasía, en la novela es deslumbrante: ¿qué pasaría en un país cualquiera donde la gente de un momento a otro dejara de morir? ¿Afectaría o no a los hombres y mujeres el que la sociedad fuera eterna? ¿Dónde quedarían las instituciones y las verdades por siempre inmortales cuando la vida también lo es? Todo cambiará, es la respuesta del lector atento que se sumerge en las páginas del relato novelado. ¿Cómo se gobierna una sociedad que sabe que no hay un más allá? ¿Qué hacer con los ancianos, con los moribundos, con los enfermos terminales si se acumulan por cientos y miles? ¿Habría esperanza, fe, credulidad?
Como hemos dicho renglones atrás: la novela está perfectamente bien escrita. Como en sus últimas novelas, Saramago construye personajes que se ajustan a su historia, no al contrario. A cada uno le da una identidad definida que se va consolidando a partir de los eventos que les suceden, curiosos y llamativos, cuando no jocosos y muy entretenidos. Los personajes hablan, tiene un yo que se inscribe en la misma forma discursiva del narrador que se pregunta por todo y que para ello parte del sentido común. Su gran mérito como novelista es partir del sentido común, al que cuestiona, le formula preguntas, le induce otro tipo de realidades para que el lector también se enfrente al relato, a las pasiones del mismo y a las circunstancias contextuales de los protagonistas en ellos inscritos. En Las intermitencias de la muerte la crítica al sentido común es, como se advierte, partir desde la cotidianidad de la vida, esos momentos, cuando la muerte ha dejado de existir o cuando ella se enseñorea con su objeto natural.
En cuanto sinfonía la novela también tiene ritmo, melodía y sonidos varios. El discurso es sencillo, muy inquietante y aventurero: siempre el tema filosófico de la existencia humana acompaña el relato. El lector no deja de sorprenderse por lo que encuentra a su paso por los distintos capítulos: cada vez más el relato se vuelve concreto y ejemplarizante, retomando vivencias particulares y preguntas generales que no dejan de aparecer. Tan es así que el libro impele a seguirlo leyendo desde el principio hasta el final. Y hay que ver el final, los últimos cinco o seis capítulos: ¡maravillosos!
A no dudarlo, Saramago después de recibir el nobel de literatura escribe cada vez mejor. Como los buenos vinos, cada novela la escribe mejor, en cuanto a tema, profundidad discursiva, personajes, diálogos, y desenlace. Su forma estilizada de narrador cotidiano, con párrafos vivenciales y dialogados, y su estilo filosófico y ético que deja entrever su formación literaria, le ha valido una forma depurada en la novela, de la cual es digno exponente.
¿Será verdad pues que tenemos temor de vivir por siempre, que requerimos que la muerte haga su tarea para saber que vivimos, para tener esperanza? Porque es justamente ese el tema: ¿sólo hay esperanza en la vida cuando ella es finita? Pero si estamos habituados a creer en dios y la muerte, como “omnipotencias supremas”, ¿será que no puede haber lugar para la imaginación y para el valor de la vida en tanto momentos de un todo colectivo? ¿Cuál es la ley de la naturaleza? ¿Será la muerte o será la vida?
“El saber de la muerte es el que confiere a la vida su significado”. ESTANISLAO ZULETA
“¿Quién me untó la muerte en la planta de los pies el día de mi nacimiento?” JAIME SABINES
“La muerte, por sí misma, sola, sin ninguna ayuda exterior, siempre ha matado menos que el hombre”. JOSÉ SARAMAGO
Anónimo lector: ¿cómo leer un libro que empieza y termina con la misma expresión, “Al día siguiente no murió nadie”? Sólo si es una obra de arte. Y no exageramos: a Las intermitencias de la muerte (2005) no le falta ni le sobra nada: es una sinfonía perfecta. José Saramago, su autor, reflexiona y con él sus lectores sobre la humanidad: sus absurdos, sus luchas, sus ilusiones, sus miedos, sus amores, cuando la muerte (nuestra “visceral enemiga”) hace de las suyas en “una sociedad dividida entre la esperanza de vivir siempre y el temor de no morir nunca”. Eso que se llama Hombre, con mayúscula, es puesto en un debate filosófico y ético bajo la forma de una novela en alguna sociedad contemporánea, tan actual como posible.
¿Pensar la muerte, como “atenta servidora” es también pensar la vida? Claro que sí: es lo lógico. Y, pensar la vida sólo se da si se piensa la cotidianidad del ser humano. O como dice uno de los personajes de la novela: “cada uno de nosotros es por el momento la vida”. Pero para ello preguntémonos por el significado de vivir: ¿vivir es lo mismo para todos?, ¿morir es la consecuencia natural de lo primero?, ¿estamos condenados a morir así como a vivir?, ¿podemos conocer la muerte y detener su curso inevitable?, ¿si sabemos que moriremos cómo vivir la vida?, ¿por qué podemos llegar a ser finitos y terrenales?, ¿dónde queda la trascendencia y la espiritualidad si afirmamos la vida? Preguntas y más preguntas: eso es lo mejor del libro en sus 274 páginas.
Por supuesto, en Las intermitencias de la muerte el presupuesto no puede ser otro: no es posible separar la vida de la muerte y la muerte de la vida: sin la una no hay la otra. Dos caras de la misma moneda: vida y muerte como complemento. El autor nos sorprende y ese es su objetivo deliberado: la novela es una gran alegoría sobre el poder de la vida, siendo que alude a la mismísima muerte como personaje principal. Pero es explicable: sólo si conocemos el poder de la muerte podemos reconocernos y aceptarnos en la vida, tan difícil de vivir: “la vida es una orquesta que siempre está tocando, afinada, desafinada, un titanic que siempre se hunde y siempre regresa a la superficie”.
Este es un libro filosófico, el mejor logrado por el nobel de literatura. Si Saramago en Ensayo sobre la lucidez reflexiona sobre la participación democrática de la multitud en un caso hipotético y muy posible de oposición mayoritaria del voto en blanco, en Las intermitencias de la muerte el gobierno también aparece como problema: ¿cómo gobernar a seres que se saben inmortales y eternos? Si en El hombre duplicado el tema es la soledad de los individuos concretos en una sociedad indiferente y obtusa, en Las intermitencias de la muerte, cuando se retira la parca de la vida, el temor es la falta de identidad: sin la muerte la vida pierde valor. Si en Ensayo sobre la ceguera la referencia es que estamos ciegos y creemos estar muy videntes, en Las intermitencias de la muerte la ceguera es saber qué hacemos con la vida cuando lo evidente es que nadie muere. Si en La caverna el tema gira en torno a la alegoría del consumismo desbocado y la desvalorización de la vida cotidiana, en Las intermitencias de la muerte el tema no puede ser otro que las dificultades de vivir en una sociedad construida sobre la materialidad del ser humano, donde el “momento” se pierde y el único resultado es que el valor de cambio de la vida es la muerte. Si se deja atrás “nuestra humana voluntad de vivir”, ¿qué somos?
Léase bien y entiéndase mejor: sobre la muerte se ha construido la vida. Tal es la crítica central del autor. Vale decir: si sabemos que somos mortales, el hombre y la mujer son fuerzas productivas, pertenecen a una sociedad de trabajadores, tienen una época productiva así como una niñez, adultez y vejez que hay que gobernar de la mejor manera. Igual como se vive de los vivos, también se vive de los muertos: las iglesias, las funerarias, los cementerios, las aseguradoras, etc. Todo gira sobre un solo eje: nos vamos a morir, hay que prepararnos para ella. La vida sólo es un largo camino, las más de las veces sufrida, para llegar a morir un día no determinado: “está adscrita a la especie humana con carácter de exclusividad”. Pensamos siempre en la muerte, pues sabemos que nos vamos a morir: “como tienen obligación de hacer todos los seres humanos”.
Por eso Saramago le da la vuelta a la idea dominante, y alecciona: sobre la vida y sus momentos se debe construir la vida. Sin embargo, una verdad de Perogrullo es que la muerte es absoluta: todos estamos “condenados a morir”. “Nadie escapa a su destino”. La “normalidad” es la muerte. Pero, ¿es cierto dicho fatalismo?
Si sólo pensamos la vida como etapa productiva, la desvalorización de ésta es más que evidente. Tanto que no lo advertimos pues estamos ciegos. Una sociedad levantada sobre el tiempo finito es una sociedad condenada a la fatalidad: la pobreza del sentido social es vivir en una comunidad alienada, desvalorizada, estúpidamente muerta así se presente muy viva. En una palabra, el egoísmo organizado. En dicha sociedad la preocupación principal está en cada uno de los habitantes, toda vez que la muerte determina una conducta social en tanto obstáculo, es imposible reconocerse en la vida colectiva.
De ahí que Saramago en Las intermitencias de la muerte reflexione sobre el valor de la vida en cuanto tal, como valor en sí. La imaginación y la fantasía, en la novela es deslumbrante: ¿qué pasaría en un país cualquiera donde la gente de un momento a otro dejara de morir? ¿Afectaría o no a los hombres y mujeres el que la sociedad fuera eterna? ¿Dónde quedarían las instituciones y las verdades por siempre inmortales cuando la vida también lo es? Todo cambiará, es la respuesta del lector atento que se sumerge en las páginas del relato novelado. ¿Cómo se gobierna una sociedad que sabe que no hay un más allá? ¿Qué hacer con los ancianos, con los moribundos, con los enfermos terminales si se acumulan por cientos y miles? ¿Habría esperanza, fe, credulidad?
Como hemos dicho renglones atrás: la novela está perfectamente bien escrita. Como en sus últimas novelas, Saramago construye personajes que se ajustan a su historia, no al contrario. A cada uno le da una identidad definida que se va consolidando a partir de los eventos que les suceden, curiosos y llamativos, cuando no jocosos y muy entretenidos. Los personajes hablan, tiene un yo que se inscribe en la misma forma discursiva del narrador que se pregunta por todo y que para ello parte del sentido común. Su gran mérito como novelista es partir del sentido común, al que cuestiona, le formula preguntas, le induce otro tipo de realidades para que el lector también se enfrente al relato, a las pasiones del mismo y a las circunstancias contextuales de los protagonistas en ellos inscritos. En Las intermitencias de la muerte la crítica al sentido común es, como se advierte, partir desde la cotidianidad de la vida, esos momentos, cuando la muerte ha dejado de existir o cuando ella se enseñorea con su objeto natural.
En cuanto sinfonía la novela también tiene ritmo, melodía y sonidos varios. El discurso es sencillo, muy inquietante y aventurero: siempre el tema filosófico de la existencia humana acompaña el relato. El lector no deja de sorprenderse por lo que encuentra a su paso por los distintos capítulos: cada vez más el relato se vuelve concreto y ejemplarizante, retomando vivencias particulares y preguntas generales que no dejan de aparecer. Tan es así que el libro impele a seguirlo leyendo desde el principio hasta el final. Y hay que ver el final, los últimos cinco o seis capítulos: ¡maravillosos!
A no dudarlo, Saramago después de recibir el nobel de literatura escribe cada vez mejor. Como los buenos vinos, cada novela la escribe mejor, en cuanto a tema, profundidad discursiva, personajes, diálogos, y desenlace. Su forma estilizada de narrador cotidiano, con párrafos vivenciales y dialogados, y su estilo filosófico y ético que deja entrever su formación literaria, le ha valido una forma depurada en la novela, de la cual es digno exponente.
¿Será verdad pues que tenemos temor de vivir por siempre, que requerimos que la muerte haga su tarea para saber que vivimos, para tener esperanza? Porque es justamente ese el tema: ¿sólo hay esperanza en la vida cuando ella es finita? Pero si estamos habituados a creer en dios y la muerte, como “omnipotencias supremas”, ¿será que no puede haber lugar para la imaginación y para el valor de la vida en tanto momentos de un todo colectivo? ¿Cuál es la ley de la naturaleza? ¿Será la muerte o será la vida?
TIEMPO, NOSTALGIA Y SOLEDAD EN "VIVIR PARA CONTARLA"
Cada escritor escribe como puede, pues lo más difícil de este oficio azaroso no es sólo el buen manejo de sus instrumentos, sino la cantidad de corazón que se entregue en el único método inventado hasta ahora para escribir, que es poner una letra después de la otra. G.G.M.
Exceptuando La hojarasca del año 1955 y algunas crónicas periodísticas de la primera época, entre ellas la más significativa Relato de un náufrago del mismo año, Gabriel García no escribe sus novelas o cuentos en la primera persona del singular. En aquélla obra asume como narrador las vivencias de los protagonistas de Macondo, un viejo coronel, su hija Isabel y su nieto: todos hablan desde un yo existente. En ésta cuenta las desventuras de Luis Alejandro Velasco, un náufrago para nada anónimo de la Armada Nacional. En uno y otro la forma que asume el relato es de monólogo; en ambos hay fantasía. En ninguno está el novelista como el cronista empírico, es decir Gabriel García Márquez. Ese es su mérito.
En Vivir para contarla (2002) el monólogo vuelve a acompañar las aventuras y desventuras de los protagonistas. La variante en estas memorias tiene que ver con la familia García Márquez, sus amigos, sus conocidos, sus allegados y el estilo de historiar una vida. Gente y más gente: es una novela intensa con infinidad de personajes. A no ser por la ficción y la magia discursiva que se entreteje entre ellos y uno que otro drama, se diría que la vida de García estaba predestinada: iba a ser escritor.
Así como el estilo hace al hombre, el discurso hace al escritor. Y sobre este punto se observa que el nobel colombiano tiene una única forma de escribir, es cierto laureada, pero agotada por lo conocida: Vivir para contarla lo confirma. Un viaje por el tiempo, la nostalgia y la soledad en sus memorias probará que es cierto.
I
El lector advierte que Vivir para contarla termina por donde empieza: por un viaje y el recuerdo de una mujer. Ni el viaje es el mismo ni la mujer tampoco. Al comienzo está el recuerdo de su madre, al final la figura de su futura esposa, Mercedes Barcha; al comienzo el viaje es al pasado, a la niñez en Aracataca, acompañado por Luisa Santiaga Márquez, al final el viaje solitario es al futuro, a Ginebra como periodista. La imagen bíblica de su madre explica por qué García escribió Vivir para contarla.
El tiempo es muy importante para el autor: es circular al comienzo y lineal al final. Y así son sus protagonistas: vuelven sobre lo mismo, más en los primeros cuatro capítulos. Son seres nostálgicos, si se quiere también solitarios. García es ambas cosas a la vez.
No hay duda: el primer capítulo es el más vivencial, el más emotivo. Lo que no quiere decir que sea el más verídico. Acaso es el más vivencial pues el autor está reconstruyendo un “cándido paseo”, cincuenta años atrás, cuando fue atrapado por la nostalgia. En el viaje que realiza a Aracataca García es un veinteañero que rememora su niñez de siempre; niñez que él cree olvidada. Es decir, el primer capítulo es un relato en tres tiempos y con el mismo protagonista en el trasfondo de la historia familiar: he ahí su destreza discursiva. La nostalgia y la soledad también se hacen presentes una y otra vez.
Vivir para contarla es de hecho una novela. Su método de exposición está encausado por la crónica que reconstruye las vivencias del escritor cuando apenas es un infante hasta cuando la vida le depara el oficio de cronista. La novela en realidad no es la obra como tal, sino la vida de García con su familia, sus amigos, sus amores, sus maestros, sus sueños, sus escritos. Y es así porque sus novelas y cuentos, publicados en más de cincuenta años, son la reconstrucción detallada de las esencias y formas del mundo caribeño de Aracataca, Sincé, Barranquilla, Cartagena, Zipaquirá y Bogotá, donde vivió. En eso, Vivir para contarla se ajusta a la realidad.
Es una novela distinta y extraña: es una novela que reconstruye novelas y cuentos ya conocidos y por eso leídos. La lectura es sabrosa porque permite que el lector conozca la carpintería de las obras de García. Pero no por ser conocidos carece de importancia volver sobre lo dicho en las memorias autobiográficas de un escritor. Es justamente la forma en que el autor las presenta, en un recuento pormenorizado que se impregna de un tiempo nostálgico, el que atrapa tanto al lector desprevenido como al especialista.
La vida de García está ligada al oficio que eligió pese a toda clase de incertidumbres con que se encontró al nacer y al crecer. La fortuna y la suerte también hacen causa común en Vivir para contarla para que el escritor logre sortear infinidad de imprevistos y apuros económicos o sociales, tanto personales como familiares. Azares y destinos complejos acompañan el día a día de García, siendo que el destino hace también de las suyas. Desde cuando su madre le pide que la acompañe a vender la casa, hasta cuando le escribe a Mercedes la carta sobre el viaje a Europa. Todo el relato parece medido y atravesado por el regreso a Aracataca después de varios años y lo que esa experiencia fue la más importante en su vida como escritor.
Pero no es el viaje como tal el que impresiona al lector, sino el vínculo con la madre en los dos primeros capítulos. Vínculo que es casi inexistente, y sí muy inestable: el hijo le habla de “usted” mientras ella lo trata de “tú”. Cualquiera diría que el primogénito es muy frío frente a su progenitora. Distante, más bien. No así con sus amigos de trabajo, cuyos lazos de familiaridad son más intensos, como se advierte en el segundo capítulo y en el sexto, séptimo y octavo. García es distante, con la madre y con el padre y es más cercano al abuelo coronel, acaso porque era un niño que sólo vivió sus primeros ocho años con él.
Lo anterior obedece más bien a que los afectos y sentimientos en Vivir para contarla son más fuertes y emotivos con los hombres que con las mujeres. Eso da muestra de la ascendencia masculina en la vida del autor. Las mujeres, pareciera, no son relevantes en el mundo caribeño y por eso mismo macondiano: ni en los cuentos ni en las novelas. O cuando menos, no son lo que representan los hombres en el niño que se vuelve escritor. Aunque García reconozca que el influjo femenino fue fundamental, otra conclusión le queda al lector de las memorias. La mujer tiene un segundo plano en la obra y en la vida de García. Y paradójicamente las memorias comienzan por la madre y terminan con su futura esposa.
Los primeros tres capítulos aluden a la niñez y adolescencia del escritor; dejan ver detalles secretos de su vida e influencias personales. Lo más relevante para el análisis son tanto el primero como el segundo capítulo, hasta cuando García vuelve a El Heraldo, donde trabaja como periodista. Ahí empieza a perderse el interés por la nostalgia y los recovecos de la memoria pasada; ahí el lector se enfrenta a otro tiempo histórico y otros personajes que salen intempestivamente: evidencia de la fractura del tiempo histórico.
Por eso, lo atractivo de las memorias es la reconstrucción al detalle de los tiempos más antiguos, cuando el autor, siendo periodista, recuerda su niñez y lo acompaña su madre, también nostálgica y afectada por los recuerdos. Esas páginas, creemos, son las más logradas de todas las 579, y nos presentan tres momentos históricos: el autor cuando escribe, el joven periodista que cuenta y el niño que se va describiendo.
La imagen del abuelo es más importante que la de la madre. Y eso lo reconocemos en el segundo capítulo cuando el autor lidia con la influencia del coronel en su vida. El abuelo, ya un anciano, será la representación de la autoridad en la casa; una casa donde García y su abuelo son los únicos hombres. Una influencia central en un hogar con gobierno matriarcal pero con autoridad masculina. Tan es así que el mismo autor nos anuncia que en su niñez pensó ser como el abuelo.
Si con la madre el diálogo es tan vivencial e intenso en el primer capítulo, con el abuelo en el segundo capítulo el recuerdo y la gratitud parece que son más evidentes y acaso más coherentes. El abuelo hace una suerte de faro en el discurso de García, así como en el primer capítulo era la madre; sólo que la madre es la clave de toda la obra. La novedad discursiva está en que el abuelo le enseña las primeras letras, lo lleva de paseo, le cuenta historias: lo saca del mundo de la casa que la abuela dirige. En cambio la madre, y eso se verá desde el tercer capítulo, representará el gobierno del hogar con sus cuidados y dedicaciones, el mundo de lo privado y de los afectos, más bien distantes por lo que cuenta el autor.
II
Pero la imagen del padre es más distante que la de la madre. Ya en el segundo capítulo aparece la figura paterna un tanto marginal pese a ser el mismísimo padre, poco visto pero referencia al fin. Ese será la constante hasta el capítulo tercero cuando el ambiente social que acompaña Vivir para contarla se vuelve algo más que una anécdota: cobra vida como drama la pobreza. Pobreza que ya se advierte en el primer capítulo y que es el fantasma constante en la vida del escritor.
La carencia de recursos económicos de la familia, la insuficiencia de dinero del padre en su trabajo y de la madre en el hogar, serán decisivos en la constitución del relato vital. Sin duda es el único drama constante que tiene García en todos los ocho capítulos. Y por eso también es su mayor falencia: no hay dramas subjetivos, no hay crisis radicales, no hay fracturas trágicas ni conversiones definitivas. A no ser las del país, pero no las del personaje. En ese sentido, pareciera que todo estuviera definido desde el comienzo del relato: está hablando un escritor sobre cómo se hizo escritor. Es decir, salvo los dos primeros capítulos la trama del escritor se pierde con las páginas.
Frente a la pobreza García juega con el discurso para dar la impresión, no errada por cierto, de las condiciones de la clase social a la que perteneció, que siempre fueron adversas; y con todo ello, o justamente por ello, aprende a escribir.
García quiere que el lector de sus memorias encuentre en su esfuerzo y superación la clave de su heroísmo: que no llegó por suerte al oficio de escritor, que todo conllevó también dificultades y pesares. Son las impresiones de la lectura desde el comienzo hasta el final; más al comienzo que al final. Es cierto que la pobreza hace parte del mundo caribeño y será la realidad del Macondo mítico, reconozcamos pues que se siente orgulloso de haber sido pobre. La pobreza como parte de la historia no sólo familiar sino como reconocimiento de un orden social que no da idea en el relato de ser justo o injusto, sino verídico y muy sensible.
Sin embargo, poco a poco la pobreza se vuelve repetitiva y agotadora como sustrato social en el tercero y cuarto capítulos. Valiosas son las formas en las que el autor nos la presenta en tanto que las pequeñas cosas de la vida están signadas por lo económico: el valor del periódico, un pasaje de ferrocarril, unos cigarrillos. Pero sus condiciones sociales como estudiante o cronista no logra explicarlas a la luz de lo que pasa en Colombia, salvo casos particulares. No hay una relación entre lo social y lo político en un autor catalogado como comunista y más bien existe una pesadumbre: los cachacos son los que gobiernan y los caribeños son los gobernados; el frío determina unas condiciones de vida monásticas y el calor permite enfrentar más la pobreza; la provincia es fantasiosa y la capital es realista.
Por otro lado, la historia convulsa del país ocurre pese a que García parece no interesarle, y da la impresión de que se la misma se le diluye en uno u otro párrafo. El sabor que se tiene al leer sus vivencias es que la historia política no es importante en la vida de un escritor: es sólo una referencia como tantas otras. Su historia de lo ocurrido está hecha de anécdotas, de versiones sobre lo ocurrido, y de una que otra vivencia fundamental.
La historia política que encontramos en Vivir para contarla es la del siglo XX: desde la guerra de los mil hasta el bombardeo a Villa Rica, pasando por la masacre de las bananeras, la guerra contra el Perú, el nueve de abril, el golpe de Estado de Rojas Pinilla, la masacre de los estudiantes en la séptima. Pero no hay ninguna explicación de por qué ocurren las guerras; se afirma sí que Colombia ha sido un país de guerras desde la independencia.
El autor propone que se perdió el espíritu del caribe con la independencia de Panamá y que esa es la causa de que Colombia sea un país andino y no caribeño. Empero, no hay una lectura ni política ni social de la historia colombiana. Salvo las referencias a la familia, la guerra se le representa al autor en los recuerdos del abuelo coronel, de sus amistades, y de la pensión que nunca llegó y una que otra afugia de la madre, no como drama o tragedia sino como relato. Y al final del texto, en los capítulos séptimo y octavo, la guerra reaparece con la censura de prensa en los gobiernos conservadores.
Pobreza y guerra. Parecería que una no explica a la otra en el imaginario político del autor. No hay duda que la lectura política de García es contra los gobiernos conservadores, a los que sindica de ansias de poder. Los liberales en sus memorias son los progresistas, los librepensadores, más cercanos a las prostitutas que a los curas. Viniendo como viene de una familia liberal por parte de la madre, con abuelo coronel incluido, no vale la pena preguntarse si su relato es o no liberal: es evidente. El capítulo cinco es el más histórico y político, y por eso mismo el más dramático.
III
Pero volvamos al relato de los primeros capítulos. La forma discursiva autobiográfica que se acompaña de la nostalgia, la soledad y el sopor del caribe en los primeros tres capítulos, muy bien logrados por cierto, pierde fuerza y va decayendo capítulo tras capítulo cuando el autor llega a Zipaquirá como estudiante de bachillerato y luego, en la última parte, cuando es periodista de El Espectador. El cuarto capítulo aún logra tener el ambiente costeño con las vacaciones de García, pero ya se siente que tiende a ser marginal en la lectura.
El relato cambia y es también demostrable que eso ocurre porque no están los dos personajes más importantes de sus memorias: ni el abuelo ni la madre. Y no sólo eso: hacen falta las emociones que da la vida de la provincia y la niñez y juventud del protagonista. La característica más importante es que la formación del estudiante, a propósito de su deseo por la escritura y sus estudios literarios, se hace notable en el cuarto capítulo, si se quiere ineludible cuando lo atrapa y lo embruja la poesía.
El cuarto capítulo que transcurre en la remota Bogotá y en Zipaquirá, le permiten al lector ir tejiendo paso a paso el ascenso de García como escritor en ciernes; el germen de su inclinación se hace explícito en el frío y no en la provincia. Parece una paradoja pero son los años en el frío del altiplano lo que le permite acercarse a la escritura, cuando conoce a través de la lectura un mundo inexplorado que acompañará con la oratoria de vez en vez. Paradoja, pues la esencia del laureado escritor será contar el mundo de la provincia como si fuera un mundo único y conectado con el mundo latinoamericano que recrea Macondo. Cosa curiosa pues si algo se advierte en Vivir para contarla es que el altiplano es distinto al caribe. Lector insaciable y fumador empedernido son las dos características del autor en su paso por el bachillerato; obsesiones que conservará hasta el final en sus memorias.
Interesante es leer que el hoy nobel fue una cabeza dura para la ortografía, un dicharachero consumado siendo buen estudiante y reconocido poeta imberbe. Esta influencia con el frío a cuestas también es una oportunidad para la confabulación con la radio, los periódicos y las revistas literarias, amén de los libros. La vida cultural para el joven García no está en la costa, sino en la lejana capital. Conoce también en esta travesía el contraste social, no sólo de cachacos y costeños sino de ricos y pobres. La idea que subyace es que los pobres son los costeños. La representación de los dos polos está bien construida y queda la sensación de que Colombia en realidad no es un país sino muchos.
Si desde el cuarto capítulo se delinea la ascensión del escritor neófito que quiere aprender la técnica de novelar, en el quinto se confirma con la publicación de sus primeros cuentos en El Espectador. Sus primeros escritos llevan el influjo de La metamorfosis de Kafka, lo que da cuenta de la ascendencia del joven escritor que absurdamente estudia derecho en la Universidad Nacional. Bogotá pues es el epicentro de la literatura, de la poesía y de la bohemia en los cafés del centro, en los cuales el joven caribeño sacia sus ansias de bohemia. El ambiente perfecto para el cuentista. Por eso, Bogotá y no el caribe es la meca de las enseñas de García como escritor. Es decir, donde aprende a escribir cuentos que valieron reconocimiento y promesas de un selecto público.
El cuento, acaso el género más difícil en la literatura, es la prueba de fuego para un escritor empírico que lo único que había aprendido era su voracidad como lector más que su adicción al cigarrillo. De ahí que en el quinto capítulo se presenta el empirismo del escritor y sus influencias determinantes. Pero como él mismo lo reconoce, Colombia no es un país para cuentistas o novelistas, sino para poetas.
La ruptura que hace García es justamente esa: dejar atrás la tradición literaria en la fría Bogotá con sus seiscientos mil habitantes solitarios. Es en la capital donde madura la idea de que la novela y el reportaje son hijos de la misma madre, como dirá. Pero el comienzo de este género se da con el cuento. Y para llegar a él sus primeros trabajos son en la prensa universitaria, aunque ya había tenido la experiencia inicial en el colegio de Zipaquirá. En Bogotá, como decimos, aprende la carpintería en la estructura del cuento. En los capítulos seis y siete confirmará, en Cartagena y Barranquilla, lo aprendido en la capital, para continuar aprendiendo el arte de escribir no sólo cuentos sino novelas como La hojarasca, su primera obra.
En el quinto capítulo se recrea la historia del magnicidio del nueve de abril de 1948; es lo mejor que hace en términos políticos. La forma que adopta es a partir de las referencias periodísticas e históricas de Arturo Alape. Pero el discurso vivencial del día y de las jornadas que le siguieron es de la cosecha de García. El drama del asesinato por ese mismo estilo literario del realismo se le convierte en más que una anécdota pues él está presente en la rebelión. Pareciera que el autor está creando la historia, de la que retoma recuerdos personales y diálogos con protagonistas. Y esa es, por qué no, una debilidad: reconstruir una tragedia sólo desde el realismo mágico.
La pregunta es si el realismo mágico permite relatar todas las cosas o sólo en el género de la crónica, el cuento y la novela tiene cabida. Para García, creemos, el realismo mágico da para todo, incluso para contar la historia de las guerras en Colombia. Sin embargo, las páginas del nueve de abril logran captar el drama personal y colectivo de una revolución social trunca. El lector se ve atrapado por la angustia y la desolación que impregnan esas páginas y por lo que pudo haber pasado y no pasó.
IV
En los capítulos seis y siete el giro en el formato de lo que acontece cambia de principio a fin. No tenemos ya al niño ni al adolescente ni al estudiante de derecho: va quedando atrás la nostalgia y sólo queda la soledad esparcida en las páginas. Tenemos al periodista empírico en el oficio de cronista en las tropicales ciudades del caribe colombiano. Un hombre ya bohemio, acosado por la pobreza, buen amigo y mejor escritor.
La nostalgia, el sopor del medio día, los relatos de sus mayores, los diálogos con su madre, el recuerdo de su padre, las travesuras con sus hermanos ya no están representados. La nostalgia terminó. La familia sigue estando presente pero no como referencia vital, cuyo lugar ahora lo ocupa la empresa periodística por la costa atlántica, tanto en Cartagena como en Barranquilla.
Lo que tenemos es un García inmiscuido de lleno en la faena periodística de sacar notas editoriales o columnas bajo el seudónimo de Septimus o críticas de cine. Un hombre, solitario empedernido, que piensa y respira periodismo, así no lo quiera; un hombre que se suma a amigos escritores, libreros, periodistas, costeños todos, fumadores o bebedores, y casi ninguna mujeres.
Como él mismo lo reconoce, el oficio de periodista le llega a su vida más por necesidad que por vocación. No es el periodismo lo que busca, sino el ser escritor. Un escritor muy distinto al estilo de la tradicional Colombia: no el costumbrismo de Carrasquilla o Isacs, sino el realismo de García.
La necesidad de ganarse la vida cuando su único patrimonio es a duras penas una máquina de escribir le permite enfrentarse al arte de ejercitar la escritura todos los días con sus noches; leer y escribir sobre todo. Lo que va descubriendo es la forma estilizada de la crónica bajo el influjo de la tradición oral llevada a las páginas de El Universal o El Heraldo. Lo que se perfila es el estilo del realismo mágico, no como un hombre novelista o cuentista profesional, cuanto como cronista de prensa. Como aquel que persigue los detalles y está atento a las pequeñas cosas de las descripciones periodísticas. Así pues García no se hace periodista, se hace escritor.
Sin embargo, todos sus maestros son periodistas con tradición reconocida, ninguna mujer por demás. El oficio lo realizan los hombres y el arte no se enseña: se aprende al pie de la vaca. Con ellos, amigos y maestros, asiste a las tertulias literarias, a los cafés inolvidables, a los burdeles conocidos y por conocer. El periodismo es un mundo de hombres y de la vida en el bajo mundo. Y no cualesquier hombres, sino los bohemios, los lectores enfermizos, los intelectuales entregados a la palabra y al licor. Es el ambiente de García. Es el ambiente de la costa atlántica. Con ese embrujo deja de ser estudiante de derecho y adquiere el correspondiente reconocimiento de periodista de planta. Si no quiere ser periodista, menos aún quiere ser abogado. Sólo quieres ser escritor: qué cosa tan extraña.
Pero las páginas no nos presentan en realidad el apasionamiento ni la obsesión por la escritura; en ningún momento se observa la conversión del personaje en su lucha contra el mundo. Claro: hay momentos alegres o tristes, pero la forma en la que cuenta sus memorias cobra vida como novela y con un formato ficcioso en el que García es el héroe indiscutible. Todo transcurre como si las dificultades hubieran sido las necesarias para ser escritor: no hay una rebelión absoluta en su vida, a no ser la de no contarle a sus padres el abandono del derecho.
Los lectores de sus memorias no conocerán los secretos que como escritor guarda el nobel colombiano. Hay pistas aquí y allá, pero no hay un discurso construido sobre cómo escribir bien. Si en realidad hay o no una técnica para escribir Vivir para contarla no lo muestra. Y eso, como decimos, es porque la obsesión se pierde a medida que los capítulos se suceden unos a otros. Se hace relevante la obsesión por el cigarrillo y la lectura más que por mostrarles a los lectores cómo aprendió a escribir. Por supuesto: como lectores nos quedan un montón de escritores, obras literarias y maestros que García anuncia y enuncia.
En los capítulos seis y siete leemos las aventuras y desventuras del periodista en Cartagena o Barranquilla. Presenta sus amistades más entrañables, las cuales describe como sacados de novelas increíbles o textos sagrados cuyo epicentro está en las librerías que frecuenta. Y como siempre con descripciones míticas: cada hombre o mujer que conoce es único, un personaje en resumidas cuentas fantasioso. Pareciera que todo se vuelve ficción, cosas cercanas a lo increíble, fabuladas incluso, a no ser por la pobreza que siempre se respira en cada página. Pobreza personal y familiar que hacen una suerte de complejo drama para nada mágico. La soledad nunca termina y el tiempo sigue su destino incierto.
Pero al final de sus memorias, la vida del escritor se hace realidad en la costa atlántica: empieza a ser conocido y tratado como periodista, siendo que no busca eso. Ese periodo de cronista acaso sea el mejor de toda su vida de escritor. Y lo continuará en Bogotá.
V
El último capítulo, el octavo, es el recuento pormenorizado de su ingreso a El Espectador durante dieciocho meses, donde se dará a conocer como Gabo. Como periodista en Bogotá, García recibe incontables lecciones en el periódico de la familia Cano y todas tienen que ver con el reportaje. Vuelve a la fría realidad de la capital, de la que tuvo que huir con las últimas llamas del nueve de abril. Y vuelve para aprender no el arte de novelar, sino el arte del reportaje.
En esta parte de Vivir para contarla se diluye todo lo que queda del interés por conocer la vida consumida por la nostalgia de un escritor. Ni en el octavo y menos en el séptimo y sexto capítulos el zarpazo de la nostalgia y de la soledad se encuentra explícito. El relato cae definitivamente: los días y las noches de un periodista no son tan interesantes como las aventuras amorosas o parrandas de su juventud.
De hecho las memorias ya habían empezado a venirse abajo en el capítulo seis. Lo cual sucedió no tanto por la forma en la que rememora los sucesos de hace décadas -una forma magistral de contar la realidad-, sino a la nostalgia e influencias que le llevan de una lado para otro y que en la adultez se pierden con la seriedad gris del trabajo. Es más emotiva la vida de niñez y de juventud. En cambio en la vida adulta el relato se vuelve repetitivo, cansón a veces. Salvo por las aventuras joviales que va contando y las desventuras con las que se encuentra en Bogotá siendo reportero.
Las memorias terminan sin asombro alguno, no dan pie para preguntarse por lo que vendrá después, o por lo que pasará en el viaje a Europa. El final, frente al comienzo, es desabrido y nada intrigante. No deja dudas, más bien silencios. Atrás quedaron las añoranzas de Aracataca, el abuelo sabio, el calor endiablado, las desdichas amorosas, la seriedad de su madre. Cuanto más se aleja de su casa y de su familia más el discurso pierde en profundidad y emoción. Más se sale de las novelas y de los cuentos en los que está impregnado su mundo macondiano y más cerca se está de un mundo en blanco y negro, poco interesante.
En sus novelas y cuentos, que describen un mundo moderno por ser familiar, encontramos muchas cosas de sus memorias, y en éstas muchas de aquéllas. Pero éstas son más emotivas y sentimentales porque el relato involucra un niño, un adolescente, un joven que hace el tránsito a la vida adulta llevado de la mano por sus mayores, de los cuales hereda la soledad y la nostalgia.
En Vivir para contarla el discurso en primera persona, hasta el capítulo tres, es lo mejor que ha escrito el nobel. La primera persona del singular le da vida al relato, lo llena de identidad, le da fuerza emotiva, pero va diluyéndose desde el cuarto capítulo en un monólogo sin fin, para desparecer definitivamente en el sexto y no quedar nada de lo anterior en el octavo.
Desde el cuarto capítulo las memorias se convierten en un monólogo y la parte final es decepcionante, claudicante. Como lectores de García sabemos que su vida está inscrita en sus novelas y cuentos y éstos en su vida familiar; reconocemos su estilo e imaginación en cada una de sus obras y nos maravillamos con sus descripciones precisas. Pero lo que no se puede aceptar es la quietud desconsoladora con la que termina sus memorias: el ingreso de Mercedes en el relato es desconcertante.
Si en los dos primeros capítulos se alude a tres tiempos en el relato -algo maravilloso-, desde el tercero sólo hay dos tiempos históricos, quedando la impresión de que los tres últimos capítulos sólo tienen un mismo trasfondo vivencial que vuelve sobre sí mismo. Lo cual significa que el tiempo en Vivir para contarla se vuelve desde el sexto capítulo lineal, perdiendo su fuerza de ser circular desde el comienzo. La nostalgia queda atrás y la soledad también y sólo nos queda cerrar el libro.
Exceptuando La hojarasca del año 1955 y algunas crónicas periodísticas de la primera época, entre ellas la más significativa Relato de un náufrago del mismo año, Gabriel García no escribe sus novelas o cuentos en la primera persona del singular. En aquélla obra asume como narrador las vivencias de los protagonistas de Macondo, un viejo coronel, su hija Isabel y su nieto: todos hablan desde un yo existente. En ésta cuenta las desventuras de Luis Alejandro Velasco, un náufrago para nada anónimo de la Armada Nacional. En uno y otro la forma que asume el relato es de monólogo; en ambos hay fantasía. En ninguno está el novelista como el cronista empírico, es decir Gabriel García Márquez. Ese es su mérito.
En Vivir para contarla (2002) el monólogo vuelve a acompañar las aventuras y desventuras de los protagonistas. La variante en estas memorias tiene que ver con la familia García Márquez, sus amigos, sus conocidos, sus allegados y el estilo de historiar una vida. Gente y más gente: es una novela intensa con infinidad de personajes. A no ser por la ficción y la magia discursiva que se entreteje entre ellos y uno que otro drama, se diría que la vida de García estaba predestinada: iba a ser escritor.
Así como el estilo hace al hombre, el discurso hace al escritor. Y sobre este punto se observa que el nobel colombiano tiene una única forma de escribir, es cierto laureada, pero agotada por lo conocida: Vivir para contarla lo confirma. Un viaje por el tiempo, la nostalgia y la soledad en sus memorias probará que es cierto.
I
El lector advierte que Vivir para contarla termina por donde empieza: por un viaje y el recuerdo de una mujer. Ni el viaje es el mismo ni la mujer tampoco. Al comienzo está el recuerdo de su madre, al final la figura de su futura esposa, Mercedes Barcha; al comienzo el viaje es al pasado, a la niñez en Aracataca, acompañado por Luisa Santiaga Márquez, al final el viaje solitario es al futuro, a Ginebra como periodista. La imagen bíblica de su madre explica por qué García escribió Vivir para contarla.
El tiempo es muy importante para el autor: es circular al comienzo y lineal al final. Y así son sus protagonistas: vuelven sobre lo mismo, más en los primeros cuatro capítulos. Son seres nostálgicos, si se quiere también solitarios. García es ambas cosas a la vez.
No hay duda: el primer capítulo es el más vivencial, el más emotivo. Lo que no quiere decir que sea el más verídico. Acaso es el más vivencial pues el autor está reconstruyendo un “cándido paseo”, cincuenta años atrás, cuando fue atrapado por la nostalgia. En el viaje que realiza a Aracataca García es un veinteañero que rememora su niñez de siempre; niñez que él cree olvidada. Es decir, el primer capítulo es un relato en tres tiempos y con el mismo protagonista en el trasfondo de la historia familiar: he ahí su destreza discursiva. La nostalgia y la soledad también se hacen presentes una y otra vez.
Vivir para contarla es de hecho una novela. Su método de exposición está encausado por la crónica que reconstruye las vivencias del escritor cuando apenas es un infante hasta cuando la vida le depara el oficio de cronista. La novela en realidad no es la obra como tal, sino la vida de García con su familia, sus amigos, sus amores, sus maestros, sus sueños, sus escritos. Y es así porque sus novelas y cuentos, publicados en más de cincuenta años, son la reconstrucción detallada de las esencias y formas del mundo caribeño de Aracataca, Sincé, Barranquilla, Cartagena, Zipaquirá y Bogotá, donde vivió. En eso, Vivir para contarla se ajusta a la realidad.
Es una novela distinta y extraña: es una novela que reconstruye novelas y cuentos ya conocidos y por eso leídos. La lectura es sabrosa porque permite que el lector conozca la carpintería de las obras de García. Pero no por ser conocidos carece de importancia volver sobre lo dicho en las memorias autobiográficas de un escritor. Es justamente la forma en que el autor las presenta, en un recuento pormenorizado que se impregna de un tiempo nostálgico, el que atrapa tanto al lector desprevenido como al especialista.
La vida de García está ligada al oficio que eligió pese a toda clase de incertidumbres con que se encontró al nacer y al crecer. La fortuna y la suerte también hacen causa común en Vivir para contarla para que el escritor logre sortear infinidad de imprevistos y apuros económicos o sociales, tanto personales como familiares. Azares y destinos complejos acompañan el día a día de García, siendo que el destino hace también de las suyas. Desde cuando su madre le pide que la acompañe a vender la casa, hasta cuando le escribe a Mercedes la carta sobre el viaje a Europa. Todo el relato parece medido y atravesado por el regreso a Aracataca después de varios años y lo que esa experiencia fue la más importante en su vida como escritor.
Pero no es el viaje como tal el que impresiona al lector, sino el vínculo con la madre en los dos primeros capítulos. Vínculo que es casi inexistente, y sí muy inestable: el hijo le habla de “usted” mientras ella lo trata de “tú”. Cualquiera diría que el primogénito es muy frío frente a su progenitora. Distante, más bien. No así con sus amigos de trabajo, cuyos lazos de familiaridad son más intensos, como se advierte en el segundo capítulo y en el sexto, séptimo y octavo. García es distante, con la madre y con el padre y es más cercano al abuelo coronel, acaso porque era un niño que sólo vivió sus primeros ocho años con él.
Lo anterior obedece más bien a que los afectos y sentimientos en Vivir para contarla son más fuertes y emotivos con los hombres que con las mujeres. Eso da muestra de la ascendencia masculina en la vida del autor. Las mujeres, pareciera, no son relevantes en el mundo caribeño y por eso mismo macondiano: ni en los cuentos ni en las novelas. O cuando menos, no son lo que representan los hombres en el niño que se vuelve escritor. Aunque García reconozca que el influjo femenino fue fundamental, otra conclusión le queda al lector de las memorias. La mujer tiene un segundo plano en la obra y en la vida de García. Y paradójicamente las memorias comienzan por la madre y terminan con su futura esposa.
Los primeros tres capítulos aluden a la niñez y adolescencia del escritor; dejan ver detalles secretos de su vida e influencias personales. Lo más relevante para el análisis son tanto el primero como el segundo capítulo, hasta cuando García vuelve a El Heraldo, donde trabaja como periodista. Ahí empieza a perderse el interés por la nostalgia y los recovecos de la memoria pasada; ahí el lector se enfrenta a otro tiempo histórico y otros personajes que salen intempestivamente: evidencia de la fractura del tiempo histórico.
Por eso, lo atractivo de las memorias es la reconstrucción al detalle de los tiempos más antiguos, cuando el autor, siendo periodista, recuerda su niñez y lo acompaña su madre, también nostálgica y afectada por los recuerdos. Esas páginas, creemos, son las más logradas de todas las 579, y nos presentan tres momentos históricos: el autor cuando escribe, el joven periodista que cuenta y el niño que se va describiendo.
La imagen del abuelo es más importante que la de la madre. Y eso lo reconocemos en el segundo capítulo cuando el autor lidia con la influencia del coronel en su vida. El abuelo, ya un anciano, será la representación de la autoridad en la casa; una casa donde García y su abuelo son los únicos hombres. Una influencia central en un hogar con gobierno matriarcal pero con autoridad masculina. Tan es así que el mismo autor nos anuncia que en su niñez pensó ser como el abuelo.
Si con la madre el diálogo es tan vivencial e intenso en el primer capítulo, con el abuelo en el segundo capítulo el recuerdo y la gratitud parece que son más evidentes y acaso más coherentes. El abuelo hace una suerte de faro en el discurso de García, así como en el primer capítulo era la madre; sólo que la madre es la clave de toda la obra. La novedad discursiva está en que el abuelo le enseña las primeras letras, lo lleva de paseo, le cuenta historias: lo saca del mundo de la casa que la abuela dirige. En cambio la madre, y eso se verá desde el tercer capítulo, representará el gobierno del hogar con sus cuidados y dedicaciones, el mundo de lo privado y de los afectos, más bien distantes por lo que cuenta el autor.
II
Pero la imagen del padre es más distante que la de la madre. Ya en el segundo capítulo aparece la figura paterna un tanto marginal pese a ser el mismísimo padre, poco visto pero referencia al fin. Ese será la constante hasta el capítulo tercero cuando el ambiente social que acompaña Vivir para contarla se vuelve algo más que una anécdota: cobra vida como drama la pobreza. Pobreza que ya se advierte en el primer capítulo y que es el fantasma constante en la vida del escritor.
La carencia de recursos económicos de la familia, la insuficiencia de dinero del padre en su trabajo y de la madre en el hogar, serán decisivos en la constitución del relato vital. Sin duda es el único drama constante que tiene García en todos los ocho capítulos. Y por eso también es su mayor falencia: no hay dramas subjetivos, no hay crisis radicales, no hay fracturas trágicas ni conversiones definitivas. A no ser las del país, pero no las del personaje. En ese sentido, pareciera que todo estuviera definido desde el comienzo del relato: está hablando un escritor sobre cómo se hizo escritor. Es decir, salvo los dos primeros capítulos la trama del escritor se pierde con las páginas.
Frente a la pobreza García juega con el discurso para dar la impresión, no errada por cierto, de las condiciones de la clase social a la que perteneció, que siempre fueron adversas; y con todo ello, o justamente por ello, aprende a escribir.
García quiere que el lector de sus memorias encuentre en su esfuerzo y superación la clave de su heroísmo: que no llegó por suerte al oficio de escritor, que todo conllevó también dificultades y pesares. Son las impresiones de la lectura desde el comienzo hasta el final; más al comienzo que al final. Es cierto que la pobreza hace parte del mundo caribeño y será la realidad del Macondo mítico, reconozcamos pues que se siente orgulloso de haber sido pobre. La pobreza como parte de la historia no sólo familiar sino como reconocimiento de un orden social que no da idea en el relato de ser justo o injusto, sino verídico y muy sensible.
Sin embargo, poco a poco la pobreza se vuelve repetitiva y agotadora como sustrato social en el tercero y cuarto capítulos. Valiosas son las formas en las que el autor nos la presenta en tanto que las pequeñas cosas de la vida están signadas por lo económico: el valor del periódico, un pasaje de ferrocarril, unos cigarrillos. Pero sus condiciones sociales como estudiante o cronista no logra explicarlas a la luz de lo que pasa en Colombia, salvo casos particulares. No hay una relación entre lo social y lo político en un autor catalogado como comunista y más bien existe una pesadumbre: los cachacos son los que gobiernan y los caribeños son los gobernados; el frío determina unas condiciones de vida monásticas y el calor permite enfrentar más la pobreza; la provincia es fantasiosa y la capital es realista.
Por otro lado, la historia convulsa del país ocurre pese a que García parece no interesarle, y da la impresión de que se la misma se le diluye en uno u otro párrafo. El sabor que se tiene al leer sus vivencias es que la historia política no es importante en la vida de un escritor: es sólo una referencia como tantas otras. Su historia de lo ocurrido está hecha de anécdotas, de versiones sobre lo ocurrido, y de una que otra vivencia fundamental.
La historia política que encontramos en Vivir para contarla es la del siglo XX: desde la guerra de los mil hasta el bombardeo a Villa Rica, pasando por la masacre de las bananeras, la guerra contra el Perú, el nueve de abril, el golpe de Estado de Rojas Pinilla, la masacre de los estudiantes en la séptima. Pero no hay ninguna explicación de por qué ocurren las guerras; se afirma sí que Colombia ha sido un país de guerras desde la independencia.
El autor propone que se perdió el espíritu del caribe con la independencia de Panamá y que esa es la causa de que Colombia sea un país andino y no caribeño. Empero, no hay una lectura ni política ni social de la historia colombiana. Salvo las referencias a la familia, la guerra se le representa al autor en los recuerdos del abuelo coronel, de sus amistades, y de la pensión que nunca llegó y una que otra afugia de la madre, no como drama o tragedia sino como relato. Y al final del texto, en los capítulos séptimo y octavo, la guerra reaparece con la censura de prensa en los gobiernos conservadores.
Pobreza y guerra. Parecería que una no explica a la otra en el imaginario político del autor. No hay duda que la lectura política de García es contra los gobiernos conservadores, a los que sindica de ansias de poder. Los liberales en sus memorias son los progresistas, los librepensadores, más cercanos a las prostitutas que a los curas. Viniendo como viene de una familia liberal por parte de la madre, con abuelo coronel incluido, no vale la pena preguntarse si su relato es o no liberal: es evidente. El capítulo cinco es el más histórico y político, y por eso mismo el más dramático.
III
Pero volvamos al relato de los primeros capítulos. La forma discursiva autobiográfica que se acompaña de la nostalgia, la soledad y el sopor del caribe en los primeros tres capítulos, muy bien logrados por cierto, pierde fuerza y va decayendo capítulo tras capítulo cuando el autor llega a Zipaquirá como estudiante de bachillerato y luego, en la última parte, cuando es periodista de El Espectador. El cuarto capítulo aún logra tener el ambiente costeño con las vacaciones de García, pero ya se siente que tiende a ser marginal en la lectura.
El relato cambia y es también demostrable que eso ocurre porque no están los dos personajes más importantes de sus memorias: ni el abuelo ni la madre. Y no sólo eso: hacen falta las emociones que da la vida de la provincia y la niñez y juventud del protagonista. La característica más importante es que la formación del estudiante, a propósito de su deseo por la escritura y sus estudios literarios, se hace notable en el cuarto capítulo, si se quiere ineludible cuando lo atrapa y lo embruja la poesía.
El cuarto capítulo que transcurre en la remota Bogotá y en Zipaquirá, le permiten al lector ir tejiendo paso a paso el ascenso de García como escritor en ciernes; el germen de su inclinación se hace explícito en el frío y no en la provincia. Parece una paradoja pero son los años en el frío del altiplano lo que le permite acercarse a la escritura, cuando conoce a través de la lectura un mundo inexplorado que acompañará con la oratoria de vez en vez. Paradoja, pues la esencia del laureado escritor será contar el mundo de la provincia como si fuera un mundo único y conectado con el mundo latinoamericano que recrea Macondo. Cosa curiosa pues si algo se advierte en Vivir para contarla es que el altiplano es distinto al caribe. Lector insaciable y fumador empedernido son las dos características del autor en su paso por el bachillerato; obsesiones que conservará hasta el final en sus memorias.
Interesante es leer que el hoy nobel fue una cabeza dura para la ortografía, un dicharachero consumado siendo buen estudiante y reconocido poeta imberbe. Esta influencia con el frío a cuestas también es una oportunidad para la confabulación con la radio, los periódicos y las revistas literarias, amén de los libros. La vida cultural para el joven García no está en la costa, sino en la lejana capital. Conoce también en esta travesía el contraste social, no sólo de cachacos y costeños sino de ricos y pobres. La idea que subyace es que los pobres son los costeños. La representación de los dos polos está bien construida y queda la sensación de que Colombia en realidad no es un país sino muchos.
Si desde el cuarto capítulo se delinea la ascensión del escritor neófito que quiere aprender la técnica de novelar, en el quinto se confirma con la publicación de sus primeros cuentos en El Espectador. Sus primeros escritos llevan el influjo de La metamorfosis de Kafka, lo que da cuenta de la ascendencia del joven escritor que absurdamente estudia derecho en la Universidad Nacional. Bogotá pues es el epicentro de la literatura, de la poesía y de la bohemia en los cafés del centro, en los cuales el joven caribeño sacia sus ansias de bohemia. El ambiente perfecto para el cuentista. Por eso, Bogotá y no el caribe es la meca de las enseñas de García como escritor. Es decir, donde aprende a escribir cuentos que valieron reconocimiento y promesas de un selecto público.
El cuento, acaso el género más difícil en la literatura, es la prueba de fuego para un escritor empírico que lo único que había aprendido era su voracidad como lector más que su adicción al cigarrillo. De ahí que en el quinto capítulo se presenta el empirismo del escritor y sus influencias determinantes. Pero como él mismo lo reconoce, Colombia no es un país para cuentistas o novelistas, sino para poetas.
La ruptura que hace García es justamente esa: dejar atrás la tradición literaria en la fría Bogotá con sus seiscientos mil habitantes solitarios. Es en la capital donde madura la idea de que la novela y el reportaje son hijos de la misma madre, como dirá. Pero el comienzo de este género se da con el cuento. Y para llegar a él sus primeros trabajos son en la prensa universitaria, aunque ya había tenido la experiencia inicial en el colegio de Zipaquirá. En Bogotá, como decimos, aprende la carpintería en la estructura del cuento. En los capítulos seis y siete confirmará, en Cartagena y Barranquilla, lo aprendido en la capital, para continuar aprendiendo el arte de escribir no sólo cuentos sino novelas como La hojarasca, su primera obra.
En el quinto capítulo se recrea la historia del magnicidio del nueve de abril de 1948; es lo mejor que hace en términos políticos. La forma que adopta es a partir de las referencias periodísticas e históricas de Arturo Alape. Pero el discurso vivencial del día y de las jornadas que le siguieron es de la cosecha de García. El drama del asesinato por ese mismo estilo literario del realismo se le convierte en más que una anécdota pues él está presente en la rebelión. Pareciera que el autor está creando la historia, de la que retoma recuerdos personales y diálogos con protagonistas. Y esa es, por qué no, una debilidad: reconstruir una tragedia sólo desde el realismo mágico.
La pregunta es si el realismo mágico permite relatar todas las cosas o sólo en el género de la crónica, el cuento y la novela tiene cabida. Para García, creemos, el realismo mágico da para todo, incluso para contar la historia de las guerras en Colombia. Sin embargo, las páginas del nueve de abril logran captar el drama personal y colectivo de una revolución social trunca. El lector se ve atrapado por la angustia y la desolación que impregnan esas páginas y por lo que pudo haber pasado y no pasó.
IV
En los capítulos seis y siete el giro en el formato de lo que acontece cambia de principio a fin. No tenemos ya al niño ni al adolescente ni al estudiante de derecho: va quedando atrás la nostalgia y sólo queda la soledad esparcida en las páginas. Tenemos al periodista empírico en el oficio de cronista en las tropicales ciudades del caribe colombiano. Un hombre ya bohemio, acosado por la pobreza, buen amigo y mejor escritor.
La nostalgia, el sopor del medio día, los relatos de sus mayores, los diálogos con su madre, el recuerdo de su padre, las travesuras con sus hermanos ya no están representados. La nostalgia terminó. La familia sigue estando presente pero no como referencia vital, cuyo lugar ahora lo ocupa la empresa periodística por la costa atlántica, tanto en Cartagena como en Barranquilla.
Lo que tenemos es un García inmiscuido de lleno en la faena periodística de sacar notas editoriales o columnas bajo el seudónimo de Septimus o críticas de cine. Un hombre, solitario empedernido, que piensa y respira periodismo, así no lo quiera; un hombre que se suma a amigos escritores, libreros, periodistas, costeños todos, fumadores o bebedores, y casi ninguna mujeres.
Como él mismo lo reconoce, el oficio de periodista le llega a su vida más por necesidad que por vocación. No es el periodismo lo que busca, sino el ser escritor. Un escritor muy distinto al estilo de la tradicional Colombia: no el costumbrismo de Carrasquilla o Isacs, sino el realismo de García.
La necesidad de ganarse la vida cuando su único patrimonio es a duras penas una máquina de escribir le permite enfrentarse al arte de ejercitar la escritura todos los días con sus noches; leer y escribir sobre todo. Lo que va descubriendo es la forma estilizada de la crónica bajo el influjo de la tradición oral llevada a las páginas de El Universal o El Heraldo. Lo que se perfila es el estilo del realismo mágico, no como un hombre novelista o cuentista profesional, cuanto como cronista de prensa. Como aquel que persigue los detalles y está atento a las pequeñas cosas de las descripciones periodísticas. Así pues García no se hace periodista, se hace escritor.
Sin embargo, todos sus maestros son periodistas con tradición reconocida, ninguna mujer por demás. El oficio lo realizan los hombres y el arte no se enseña: se aprende al pie de la vaca. Con ellos, amigos y maestros, asiste a las tertulias literarias, a los cafés inolvidables, a los burdeles conocidos y por conocer. El periodismo es un mundo de hombres y de la vida en el bajo mundo. Y no cualesquier hombres, sino los bohemios, los lectores enfermizos, los intelectuales entregados a la palabra y al licor. Es el ambiente de García. Es el ambiente de la costa atlántica. Con ese embrujo deja de ser estudiante de derecho y adquiere el correspondiente reconocimiento de periodista de planta. Si no quiere ser periodista, menos aún quiere ser abogado. Sólo quieres ser escritor: qué cosa tan extraña.
Pero las páginas no nos presentan en realidad el apasionamiento ni la obsesión por la escritura; en ningún momento se observa la conversión del personaje en su lucha contra el mundo. Claro: hay momentos alegres o tristes, pero la forma en la que cuenta sus memorias cobra vida como novela y con un formato ficcioso en el que García es el héroe indiscutible. Todo transcurre como si las dificultades hubieran sido las necesarias para ser escritor: no hay una rebelión absoluta en su vida, a no ser la de no contarle a sus padres el abandono del derecho.
Los lectores de sus memorias no conocerán los secretos que como escritor guarda el nobel colombiano. Hay pistas aquí y allá, pero no hay un discurso construido sobre cómo escribir bien. Si en realidad hay o no una técnica para escribir Vivir para contarla no lo muestra. Y eso, como decimos, es porque la obsesión se pierde a medida que los capítulos se suceden unos a otros. Se hace relevante la obsesión por el cigarrillo y la lectura más que por mostrarles a los lectores cómo aprendió a escribir. Por supuesto: como lectores nos quedan un montón de escritores, obras literarias y maestros que García anuncia y enuncia.
En los capítulos seis y siete leemos las aventuras y desventuras del periodista en Cartagena o Barranquilla. Presenta sus amistades más entrañables, las cuales describe como sacados de novelas increíbles o textos sagrados cuyo epicentro está en las librerías que frecuenta. Y como siempre con descripciones míticas: cada hombre o mujer que conoce es único, un personaje en resumidas cuentas fantasioso. Pareciera que todo se vuelve ficción, cosas cercanas a lo increíble, fabuladas incluso, a no ser por la pobreza que siempre se respira en cada página. Pobreza personal y familiar que hacen una suerte de complejo drama para nada mágico. La soledad nunca termina y el tiempo sigue su destino incierto.
Pero al final de sus memorias, la vida del escritor se hace realidad en la costa atlántica: empieza a ser conocido y tratado como periodista, siendo que no busca eso. Ese periodo de cronista acaso sea el mejor de toda su vida de escritor. Y lo continuará en Bogotá.
V
El último capítulo, el octavo, es el recuento pormenorizado de su ingreso a El Espectador durante dieciocho meses, donde se dará a conocer como Gabo. Como periodista en Bogotá, García recibe incontables lecciones en el periódico de la familia Cano y todas tienen que ver con el reportaje. Vuelve a la fría realidad de la capital, de la que tuvo que huir con las últimas llamas del nueve de abril. Y vuelve para aprender no el arte de novelar, sino el arte del reportaje.
En esta parte de Vivir para contarla se diluye todo lo que queda del interés por conocer la vida consumida por la nostalgia de un escritor. Ni en el octavo y menos en el séptimo y sexto capítulos el zarpazo de la nostalgia y de la soledad se encuentra explícito. El relato cae definitivamente: los días y las noches de un periodista no son tan interesantes como las aventuras amorosas o parrandas de su juventud.
De hecho las memorias ya habían empezado a venirse abajo en el capítulo seis. Lo cual sucedió no tanto por la forma en la que rememora los sucesos de hace décadas -una forma magistral de contar la realidad-, sino a la nostalgia e influencias que le llevan de una lado para otro y que en la adultez se pierden con la seriedad gris del trabajo. Es más emotiva la vida de niñez y de juventud. En cambio en la vida adulta el relato se vuelve repetitivo, cansón a veces. Salvo por las aventuras joviales que va contando y las desventuras con las que se encuentra en Bogotá siendo reportero.
Las memorias terminan sin asombro alguno, no dan pie para preguntarse por lo que vendrá después, o por lo que pasará en el viaje a Europa. El final, frente al comienzo, es desabrido y nada intrigante. No deja dudas, más bien silencios. Atrás quedaron las añoranzas de Aracataca, el abuelo sabio, el calor endiablado, las desdichas amorosas, la seriedad de su madre. Cuanto más se aleja de su casa y de su familia más el discurso pierde en profundidad y emoción. Más se sale de las novelas y de los cuentos en los que está impregnado su mundo macondiano y más cerca se está de un mundo en blanco y negro, poco interesante.
En sus novelas y cuentos, que describen un mundo moderno por ser familiar, encontramos muchas cosas de sus memorias, y en éstas muchas de aquéllas. Pero éstas son más emotivas y sentimentales porque el relato involucra un niño, un adolescente, un joven que hace el tránsito a la vida adulta llevado de la mano por sus mayores, de los cuales hereda la soledad y la nostalgia.
En Vivir para contarla el discurso en primera persona, hasta el capítulo tres, es lo mejor que ha escrito el nobel. La primera persona del singular le da vida al relato, lo llena de identidad, le da fuerza emotiva, pero va diluyéndose desde el cuarto capítulo en un monólogo sin fin, para desparecer definitivamente en el sexto y no quedar nada de lo anterior en el octavo.
Desde el cuarto capítulo las memorias se convierten en un monólogo y la parte final es decepcionante, claudicante. Como lectores de García sabemos que su vida está inscrita en sus novelas y cuentos y éstos en su vida familiar; reconocemos su estilo e imaginación en cada una de sus obras y nos maravillamos con sus descripciones precisas. Pero lo que no se puede aceptar es la quietud desconsoladora con la que termina sus memorias: el ingreso de Mercedes en el relato es desconcertante.
Si en los dos primeros capítulos se alude a tres tiempos en el relato -algo maravilloso-, desde el tercero sólo hay dos tiempos históricos, quedando la impresión de que los tres últimos capítulos sólo tienen un mismo trasfondo vivencial que vuelve sobre sí mismo. Lo cual significa que el tiempo en Vivir para contarla se vuelve desde el sexto capítulo lineal, perdiendo su fuerza de ser circular desde el comienzo. La nostalgia queda atrás y la soledad también y sólo nos queda cerrar el libro.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)